XXXIV

EL DÍA 4 DE OCTUBRE de 196…, el Dr. Eubeguerri, catedrático de la Facultad de Farmacia de la Universidad de Madrid, subió al estrado. Dejó un birrete octogonal cubierto de flecos morados, con una gran borla morada en el techo, sobre la mesa. Se aclaró la garganta con discreción. Dio con los dedos unos golpes cortos en el micrófono: funcionaba. Miró la presidencia: estaba el rector de la Universidad, a ambos lados los decanos de la Facultades, y en el extremo el jefe del S. E. U. del Distrito Universitario, con chaqueta blanca, galones y camisa azul. En varias filas perpendiculares a la mesa de la presidencia se sentaban los catedráticos, de rojo, de azul cobalto, de azul cielo, de naranja… Enfrente, los invitados de honor. Separada por una barandilla y un escalón que bajaba, la sala, rebosante de jóvenes que se revolvían en apreturas. En sitios estratégicos, bedeles de azul con galones dorados.

—Magnífico Sr. Rector, Ilustrísimos señores, Señoras y señores: …

El doctor Eubeguerri comenzó el discurso de apertura académica, que versaba sobre La presencia del manganeso en el grano de trigo. Hacia una revisión de la Farmacopea.

—¡Zas!

—¡Ahí va! ¡Cuidado!

Era un aula de forma semicircular, de gran pendiente. En ese momento pasaba por los aires un avión de papel. Cogían una hoja doble de periódico —solía ser el Marca por estar más a mano— hacían un avión gigante al que se le caían las alas, y lo lanzaban prendiéndole fuego. Corría por el aire. Pronto era una pelota de papel que se quemaba cual yesca. Caía sobre los asientos, llenos de jóvenes de diecisiete años. Subían alaridos desde las gradas. Saltaban de uno a otro escalón, sobre cabezas de los pocos pacíficos, huyendo de la quema. Los unos y las otras aprovechaban estos momentos de fingido miedo para lanzar cabos de amistad. En casi todas las sillas cangrejas se estaban haciendo aviones de papel. En pocos momentos quedó el suelo regado. Crecían los gritos, las voces, las charlas; los saltos, los empujones, los corrillos alrededor de las chicas monas. Algunos aviones cayeron sobre la larga mesa del catedrático: hubo grandes risas y se cruzaron gestos y guiños entre los quinientos recentísimos universitarios. La excitación subía y el calor también. Se fueron quitando las chaquetas…

Llegó el catedrático. Era el catedrático de Geología, un hombre menudo, con unas gafas siempre caídas sobre la punta de la nariz.

—Creo que debo darles la bienvenida. Ustedes…

En un extremo del aula estaba Sebastián, con feroz cara de aburrido.

Fry había pasado el curso. Le quedaban dos asignaturas pendientes.

Darío estaba ávido, manoseando los nuevos libros, que aún olían a tinta. Divisó una chica muy mona que hasta entonces no había notado. Decidió hablarle con cualquier pretexto a la salida.

Luis estaba en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Navales. Esperaba aprobar aquel año dos asignaturas de las cinco, si había suerte…

Melletis oía todos los días la clase de Geometría y Análisis del segundo curso de Física. No tenía tiempo ni de leer el periódico.

Bele había empezado Filosofía. Darío la vio alguna que otra vez. Al principio no se atrevía a saludarla.

Antonio había encontrado una tasca nueva donde daban unas tapas estupendas y se encontraban las mejores chavalas de Madrid. También había suspendido sólo tres asignaturas de las cuatro de algún curso.

Piti paseaba por Goya.

Blanca esperaba ganar muchas copas de esquí en la próxima temporada. Por las tardes iba a algún restaurante camino de la Sierra con su novio, que tenía un 600 blanco.

Alejandro estudiaba. Había comprado hacía dos días unas recientes ediciones suizas sobre arte, magníficas.

Carlos contaba a su novia las guerras del Peloponeso.

Zaro se bañaba en la piscina. Todos los días hacía veinte largos.

Y Miguel también se había perdido.