XXXIII

Querida Bele: Estaba pensando si escribirte o no. No he decidido si es o no adecuado. Pero creo que lo hecho con buena intención bien parece. Y por eso he cogido la pluma.

Hoy me he enterado de la muerte de tu abuelo. Yo realmente no tengo derecho a darte el pésame porque ni conocí a tu abuelo ni puede decirse que me cuente entre tus amistades. Pero sin embargo no he podido por menos que preguntarme si estarás triste. Yo, a veces, cuando pienso en frío, me convenzo de que no soy capaz de sentir una muerte. Pero en la última que he sufrido no me acordé de eso y me llevé una impresión terrible. Y por eso me he preguntado si estarás triste.

No debes estar triste. Hay un gran error en eso de las muertes. Cuando muere alguien próximo se reúne la gente que le conoció y se ponen a contar cosas de él y a compadecerle. Esto es un error. En general el que muere es el que mejor parte lleva en la tragedia de la muerte. Y me intentaré explicar antes de que creas que estoy diciendo blasfemias o insolencias.

En una muerte hay dos tipos de tragedia: una se da siempre. La otra en ciertos casos. La verdadera, la de siempre, pertenece a los amigos del desaparecido. Es un vacío. Sólo eso: vacío. Y ya es bastante. Nosotros, en nuestra vida tenemos una organización completa en la que intervienen todas las personas y cosas próximas. Nuestra relación con ellas es una parte de nuestra propia vida. Contamos con este vestido o este recuerdo. Contamos con esta o aquella persona. Todos ellos tienen un sitio en el mundo nuestro, en nuestro pequeño mundo íntimo. Por eso, cuando nos quitan algo nos llevamos un disgusto: nos han dejado sin algo de nosotros mismos y tememos que sin ellos no podamos ser como éramos, como nos esforzamos en convencernos que aún somos. Y no nos explicamos la vida sin eso: no acertamos a imaginarnos a nosotros mismos sin tener que contar con esa persona o cosa, sin poder contar con ella.

Claro que la pérdida de una cosa en general se olvida fácilmente, porque puede ser reemplazada fácilmente. Y las personas no se pueden reemplazar. Por eso cuando alguien muere nos damos cuenta de que aquello que nos molestaba o eso otro que era un indudable defecto nos era también querido. Nos damos cuenta de que toda la personalidad íntegra del difunto encaja perfectamente en nuestra vida íntima. Y solemos confundir las cosas y creer que aquel defecto que nos molestaba no era verdaderamente un defecto; que nos habíamos confundido y le habíamos menospreciado. Y esto nos hace doler más su muerte, porque ese error nuestro es irrevocable, irreparable. Por eso las tertulias de pésame deprimen aún más el alma y nos ponen más tristes a todos. Por eso todo el mundo va a ellas, pero siempre de mala gana.

Esto es erróneo. Es echar leña al fuego. En cuanto a nosotros, como ves, el problema es el de enfrentarnos con una adaptación de nuestra personalidad y de nuestra vida. Hay que desarraigar los hábitos de muchos años quizá. No podemos contar con aquél… No tendrá objeto pensar: «¿Qué le parecerá esto al abuelo?», o «Voy a pasarme a ver al abuelo», si son costumbres que tenías, o cualquier otra. Sí; es muy doloroso. Pero es doloroso por egoísmo. Porque nos exige una revisión de nuestras cosas, de nuestros actos mecánicos.

En cuanto al difunto, sólo se le puede compadecer en un caso: cuando muere joven. Entonces es alguien a quien se le ha impedido continuar la trayectoria de su vida, componer una historia de sí mismo, con sentido, rematada. Es algo que se quedó en un bosquejo y no ha llegado a ser un cuadro con firma. Es no saber qué se ha perdido: es decir, qué hubiera llegado a ser él. Cuando se trata de un hombre mayor, como tu abuelo, esto no existe. Un hombre mayor que ya ha dado cima a su vida: ha hecho todo lo que ha podido y ha rematado la obra. No le han cogido de sorpresa, no le han arrebatado nada. Ha visto el fin de sus deseos, ha llegado a la solución del problema.

Sólo hay algo más en la muerte. Algo que no es tragedia del difunto ni de sus amigos, sino de todos, del hombre: la muerte representa una discontinuidad dentro de la continuidad de la vida. Es la transformación que nos lleva a ver algo sin futuro. Un hombre fallecido sólo es un presente, el presente de todo lo que ha sido. Es la presencia de su vida, de su pasado, sin posibilidad de cambio, sin futuro. Y aquí está lo que no comprendemos: el paso de lo continuo a lo discontinuo, de lo histórico a lo inaprehensible, de lo vivo a lo muerto. Pero esto, como ves, es un problema del hombre, un problema filosófico. No es que el hombre no comprenda lo discontinuo, lo terminado. ¡Qué va! Es lo único que comprende precisamente. Lo que no comprende es lo continuo, lo infinito. Lo que no comprende es la vida, no la muerte. Lo inesperado es la vida, la continuidad de la vida. Pero cuando lo inesperado se escapa hay tragedia: ¿por qué? Porque la presencia de la muerte recuerda a los hombres que no comprenden la vida, les despierta de su acomodo a ella, de su modo de tomarla como natural sin preguntarse nada. Lo que la muerte tiene de trágica se lo debe al misterio que es la vida. La vida es trágica porque —como no la comprendemos— obramos en ella sin inquietarnos, sin pensar en nada, sin pensar: haciendo como si todo fuera vida infinita siempre. Y sólo cuando nos quitan el regalo es cuando sentimos el problema y el misterio que encierra.

Por esto te digo, Bele, que no debes estar triste. Tu abuelo ya no podía confiar mucho en la vida, porque su vida estaba rematada, y felizmente rematada. Y tú has de sacar fuerzas en lo que necesites para resolver este problema derivado: la readaptación de tu vida. En cuanto a lo tercero, ¿qué te voy a decir? Desde Sócrates muchos han querido resolverlo, y yo soy sólo uno más. A ti no toca más que cerrar los ojos y seguir adelante como si no pasara nada.

Quizá haya sido demasiado pesada y complicada la explicación de por qué creo yo que no debes estar triste. Sólo deseo no haber herido tus sentimientos, sino todo lo contrario, que si alguna pena tienes, coopere yo algo a que se debilite.

Darío.

Bele:

Después de escribir las hojas anteriores, al releerlas, he temido que me haya ido demasiado por las alturas, y he dejado de decir mucho.

Supongo que sentirás la muerte de tu abuelo. Lo que te quería explicar antes —y creo que no lo he hecho muy bien— es que la muerte nos crea este vacío interno, pero que no son necesarias las costumbres que hoy se llevan: los lutos y demás signos exteriores son de egoísmo y presunción (me apresuro a decir que me parecen muy bien el egoísmo y la presunción; otra cosa sería negar la realidad palpable). Si hay repercusión íntima, ese vacío que crea un problema, son inútiles porque no añaden nada. Si no hay impacto, esos signos son además hipócritas y farisaicos. En ambos casos quieren decir: «Ved como me hallo. ¡Qué desgraciado soy! ¡Cuánto le quería!». Es decir, presunción. Un modo legal de sacar provecho de la muerte de otro aduciendo que es en su honor. A los difuntos no les importan los lutos. En todo caso los sentimientos auténticos.

Y que el vacío no es homenaje al difunto, sino a uno mismo. Cuanto mayor es, significa mayor capacidad de amar. Y esto es gran cosa. Y como en él el difunto no es más que causa indirecta e involuntaria, sino que la causa es uno mismo —que es quien hace su propia vida— no es homenaje ni nada que se le parezca prolongar su duración con tristezas y recuerdos sacados por obligación. El homenaje está en la sola existencia del vacío. No es de alabar ciertamente la tardanza en adaptarse. Eso, más que significar amor intenso, puede significar inhabilidad sicológica.

Por eso me parece muy natural que tengas pena, aunque no sé cómo ni cuánto. Pero te aconsejo que no la intentes conservar, que con eso, en vez de honrar la memoria de tu abuelo atacas tu fortaleza síquica.

Deja que las cosas sigan su curso tal y como se presenten. Y honra a tu abuelo en lo íntimo, que es lo único digno de aprecio.

Este es el único consejo que te puedo dar. Quiero hacerte ver dónde está lo auténtico y dónde no, y evitar así que gastes penas en lo inútil y superfluo, y así dediques tu atención a lo que importa.

Repito de nuevo que no tomes a mal nada de esto. Por ahora, con riesgo de ser más pesado aún, deseo que sonrías valiente y tengas siempre,

¡Ánimos, sobriedad y confianza!

Darío.

Al terminar de leer la carta, Bele apretó los labios y fue rápida por papel y pluma. La fría lógica la había tensado. Intuía la sensatez de algunas cosas de las que decía. Pero estaban allí, vagando por la habitación entrecerrada, los sentimientos vivos, el desaliento que le había producido la muerte de su abuelo. Y el sagrado derecho a hacer lo que quisiera, sentir y hacer lo que le viniera en gana. No queriendo —no pudiendo tampoco— evitar u oprimir sus sentimientos, la carta encendió su dignidad. Era un jarro de agua fría echado por quien sobre ella no tenía derecho alguno. Púsose al escritorio «chippendale» con la pluma en la mano. Algún poeta que la hubiera visto hubiera pensado en un arco tensado presto a lanzar un dardo. Bueno, un arquito.

Darío recibió la carta al levantarse de la cama. Decía tan sólo:

Muchas gracias por tu carta, pero por ahora soy cobarde y siento el vacío. Odio a los que se lo llevaron.

Bele.

P. D. Llevo luto.

Quedó quieto. Releyó. Leyó por tercera vez. Empezó a mesarse el mentón apretando fuerte. Se puso de pie. Dio dos pasos. Leyó de nuevo la carta. Se dejó caer en un sillón. Miró el remite. La dirección. Se fijó en la letra. En la tinta. En la clase de papel: tela orlado en negro. Dio vueltas al papel en sus manos.

Se convenció de que su buena intención había sido importuna. ¿Importuna o inoportuna? Centró su atención en dirimir qué cosa era más apropiada y así distrajo el tiempo hasta ir a comer.

Por la tarde comenzó a pensar. Pensó mucho por tres días. Mucho concentrado en tres líneas de letra grande. Todo estaba definitivamente roto. Esparcido. Muerto.

Algunos días después Bele leyó de nuevo la carta. Ya estaba más serena. Leyó despacio. Rumiaba cada palabra, cada línea. El mensaje que enviaba aquel papel iba llegando trabajosamente. Por vez primera advirtió —no sin cierta sorpresa— que el sujeto de la carta era ella. Y quizá atisbó un fondo de bondad en aquellas líneas apretadas, negras. Él la quería. Sí. Hasta entonces siempre creyó que era un rondador más, de vuelo de mariposa: vida corta. Allí, en las hojas grandes de su mensaje, se vertía con claridad un algo que se notaba extraño en él. Darío obraba recto desde un mundo interior complejo y soberano de su vida. Era un hombre sin piel, desguarnecido ante el mundo. Todo en él era pulpa y almendra, todo concordia en sí. La veracidad de Darío —ese eje de su personalidad que acababa de descubrir— apareció a sus ojos como algo extraordinario en su novedad. Empezó a estimarle. Comprendió que ya hacía algún tiempo, sin saber por qué, había empezado a amarle. Y que por ello reaccionó tan fuerte ante la carta. Y que con ello había perdido a Darío para siempre.

Y comprendió que ya no se podía hacer nada para evitarlo.

Telefoneó a Teresa para ir al cine.

Pero Darío le había dado algo: nuevos valores.