XXXI

ALEJANDRO, LUIS Y CARLOS emprendieron su excursión el 20 de julio. Dos días antes habían montado la tienda en el pequeño jardín de Carlos. Éste durmió la noche. La prueba marchó bien. Recorrieron cuatro mil kilómetros en cuarenta días, de Roncesvalles a Vigo, de La Coruña a Ordesa, de Silos a Altamira. Cruzaron el Arga, el Aragón, el Ebro; el Arlanzón, el Cea famoso de litigios, el Sil, el Miño; las rías gallegas bajas, altas y medianas, siempre pinos y mar. Vieron los bisontes de Altamira, rastrearon las cuevas de Candamo, oyeron a la Orquesta Nacional en la plaza Porticada. En Tierra de Campos, desde la silla de un tractor en plena trilla veían la silueta de la suma elegancia de San Martín de Frómista. Tomaron chacolí vasco, rioja sólido en San Millán de la Cogolla —Berceo presente y sus «Milagros»— fresas silvestres en Ordesa de rebecos, pulpo en Santiago, cangrejos de río en Estella, langosta en La Guardia —a veinte pesetas la unidad—, mariscos y mariscos en Coruña, empanadas en Asturias, mantecadas en Astorga, pan de trigo duro en toda Castilla y vino del Ribeiro en toda Galicia. Museos, catedrales e iglesias góticas, románicas, iglesias visigóticas y una mozárabe —la maravillosa de San Miguel de la Escalada—, monasterios, fortalezas, abadías, palacios, sepulcros de alabastro. Robles, helechos, agua; trigo, sequedad; pastos, vacas, leche. En el sitio todo se apellidaba «de Roldán», en otro «del Cid». Aquí la gente hablaba bronco, chirriando cuerdas gruesas; allí era hablar suave, cantarino; en medio, cortado y sobrio de álamo; más allá, grito cántabro primitivo. En pleno núcleo urbano oían leyendas de los siglos y del Camino de Santiago, en tanto que en la cumbre de San Juan de la Peña veían por la televisión de un parador de turismo un episodio de Perry Mason, a ciento cincuenta metros de la cuna del reino de Aragón. Hablaron con abades, alcaldes, arzobispos, legos, guardias civiles, pastores, pescadores, campesinos, acomodadores de cine, taberneros, guías de turismo…

En los pueblos les tomaron por ingleses, holandeses, franceses, italianos, americanos, alemanes, marroquíes… Hubo uno, es cierto, que pensó que eran de la capital.

Todo lo hacían con veinte pelos huérfanos de barba campeando en las mejillas.

Oyeron quejas de los pastores contra los cultivos, y de los agricultores contra el ganado. De todos contra los árboles: por ellos el gobierno les hacía quitar sus cabras y dejar de cultivar el trigo pobre de la tierra pobre. Algún pueblo de antigua grandeza moría en penumbra: se veía iglesia de fábrica señora y posesión real agonizar en lugar de cincuenta vecinos. Otro subía de la nada a lomos de su industria. Unos erguían sus torres en plena llanura. Otros arrimaban sus tejados a las montañas de negro carbón.

La excursión fue excitante. En todas partes se les recibió bien, se les dio habitación y comida. Pobres y ricos les atendieron como si de verdad fueran peregrinos del siglo XIII a semejanza de los sujetos de los libros que llevaban consigo para documentarse.

En Valcarlos durmieron en el suelo de la escuela, rodeados por mariposas nocturnas. En Pamplona jugaron a las cartas después de cenar, al aire libre de un camping improvisado. En Leyre charlaron con monjes jóvenes en y de una cripta primitiva y subyugante del siglo IX tallada a golpe ancho. En una alameda al borde del Aragón, cerca de Jaca la amurallada, se lavaron en agua de hielo y lavaron ropa y cacharros. En San Juan de la Peña les visitó un perro al amanecer, y lamía sus sacos de dormir. En Ordesa temblaron los rayos y los truenos sobre la tienda, en plena noche y soledad. En Sabiñánigo hincharon las ruedas del seiscientos a la vista de la planta de fabricación de agua pesada. En Sangüesa visitaron iglesias. En Liédena, los cimientos de la ciudad romana. En Eunate caminaron un octógono alrededor de una iglesia templaria dormida en el tiempo. En Puente de la Reina tomaron cerveza y chorizo en la cocina gigante de un convento antiguo —con ollas a presión—. En Estella corrieron el encierro ante los torillos, bebieron, bailaron y fotografiaron procesión y danzas de «La era» desde treinta metros sobre el suelo, colgados de la ventana de un campanario románico, rotos los tímpanos por cuatro grandes campanas. En Logroño, a poco son camelados por dos prostitutas. En Santo Domingo de la Calzada vieron la descendiente de la gallina cantora. En San Millán vieron siete cuerpos de siete infantes. En San Juan de Ortega tomaron vino aguado con el alcalde, bonachón. En Santo Domingo de Silos cenaron con la comunidad benedictina y el abad les lavó las manos. Y vieron el claustro y la biblioteca, felizmente desratizada. En Salas de los Infantes vieron siete cabezas mondas. En Quintanilla de las Viñas —donde no sólo no hay ni una viña, sino nada más que piedras—, una iglesia visigótica del siglo VII, y buscaron inútilmente fósiles que científicos alemanes se habían llevado en masa. En Burgos, vieron y vieron cosas por cuatro días. En Frómista, la iglesia. Y en Castrojeriz. Y en Sahagún, varias; y en Carrión la del tributo de doncellas. Y San Miguel de la Escalada, por camino de bueyes, ya que no de cabras. Y en León, vidrieras, catedral, hospital del santo Marcos e iglesia de San Isidoro. Y Astorga, con un horror de cuento de hadas de Gaudí. Y Villafranca del Bierzo. Y Cebrero, Samos, Puertomarín; y así hasta Santiago. Santiago. La Coruña y playa de María Cristina. Y las tres rías de la esquina. Y xoubas en El Grove, velas en Padrón tranquilo. Museo de Pontevedra, magnífico. Castros celtas de Santa Tecla… De aquí para allá, con prisa y avidez…

En Santa Marta de Ortigueiras desayunaron café con bizcochos en una pastelería de mesas de hierro y mármol, y de dueña del siglo XIX. En Vivero encontraron una pandilla conocida.

La pandilla de Vivero contaba entre sus miembros a la novia de Luis, de reciente acuñación. Por otros círculos andaba también Rafael, el que asistió a las tertulias matinales de los domingos en casa de Alejandro. Estuvieron allí cuatro días de descanso. Se bañaban por las mañanas. Por las tardes iban de excursión. Al crepúsculo bailaban en el parque al borde de la ría. Por las noches jugaban delante del hotel a cien estupideces divertidísimas.

Cristina, la novia de Luis, era un higo chumbo. Nervuda, fibrosa; mórbida, sin embargo, en traje de baño. Morena, ojos claros vivos. Graciosa, decidida. Pudiera haber sido una lejana sabra israelí de dieciséis años.

En la pandilla había otras chicas, unas ocho o diez. No llegaba ninguna a más de diecisiete años y tres meses. Había alguna seria, y con gafas y cara pánfila. Alguna otra guapa y con carácter de alguna especie… Y una que era de oficio el hazmerreír del grupo. Hacía gritos, aspavientos y ataques histéricos, siempre en el momento oportuno. Y de inmediato una carcajada a rienda suelta, que fácil es que se oyera en las nubes del horizonte marino. Había quien hacía pesca submarina, y quien pasaba las tardes en su cuarto oyendo discos.

La tarde en que llegaron los de la pandilla se organizó una excursión a la piscina de adentro. «La piscina de adentro» era una playa que en un trozo tenía una peña fuerte, de la misma altura que la costa a pico. Entre uno y otro peñasco quedaba una cala, seca en bajamar, llena en pleamar. Eso era la piscina. Para bajar a la arena fina de la playa riera se seguía un caminito en vertical, entre zarzas y hierba. Resbalando alguna que otra vez se conseguía llegar.

Sobre la arena hicieron un fuego para calentar leche para el nescafé. Se descalzaron. Algunos quedaron en traje de baño. Contaron chistes alrededor de los leñitos que no se querían encender. Dos o tres corrían al borde de las ondas o buscaban conchas.

Un tipo simpático preguntó:

—Tú, Luis: si fueras por la carretera y vieras un tío con un coche parado, joven, fuerte, y te pidiese que le cambiaras una rueda, ¿qué harías?

—No sé. Nunca me ha ocurrido.

—Estos dicen que es una tontería. Pero tiene su miga. ¿Qué harías?: ¿le cambiarías la rueda, le ayudarías a cambiarla, o le dejarías que se las arreglase solo?

—¡Hombre, no sé! Si fuera una chica… no había duda. Le cambiaría las cuatro ruedas.

Cristina le miró desde el otro lado del fuego, intensamente, de rodillas mientras echaba papeles de periódico al fuego. Hubo una carcajada general.

Los bocadillos de la merienda estaban sobre la arena. Los papeles se estaban utilizando para encender el fuego, a ver si le daba por prender.

El tipo gracioso —parece que se llamaba Petia— repitió:

—Vamos, Luis, en serio, ¿qué harías?

—No sé. Ya lo he dicho. No sé.

Algunas chicas movieron la cabeza:

—Lleva dos días dándonos la lata con eso.

—¡Claro! Estos dicen, casi todos, que le cambiarían la rueda.

—En las chicas se explica —comentó Luis—: Un tipo joven, fuerte, con coche… Aunque sea con un neumático deshinchado. Es más, aunque tuviera los cuatro neumáticos deshinchados.

Las chicas protestaron.

—Pues yo no —dijo Petia—, yo no le cambiaría la rueda. Tan bien puede cambiarla él…

Uno que venía de la orilla empezó a contar alguna tontería que había estado haciendo otro. Todos hicieron corro. Empezaron a merendar. El fuego, por fin, había prendido. Los bocadillos estaban húmedos y algo pringados de arena. Pero el hambre era mucha. Empezaron de nuevo a contar chistes.

—¿Sabéis aquel de…?

—¿Y el que es…?

—Pues veréis éste: es buenísimo.

—Ese le has contado cinco veces ya.

Las carcajadas subían con la pleamar.

En un claro, ya hacia anochecido, cuando se sentía la proximidad irremediable de la marcha, Petia insistió, desde una piedra de la ladera húmeda:

—Luis, bueno ¿tú, qué harías en este caso?

—Hombre, quizá le diera un manual para que aprendiera a cambiar una rueda.

—¿No veis, no veis? ¡No le cambiaría la rueda, claro! ¡Le enseñaría cómo se cambiaba! Así, además, el tipo ya sabría cambiarla en adelante: le hacías un favor mayor. Se levantó un coro de protestas. A nadie importaba nada qué se decidiera, pero preferían seguir la discusión. Cuanto más tiempo consiguieran mantenerle empeñado en el asunto, mejor, más divertido. Se enzarzaron en una discusión, en un guirigay en que nadie escuchaba más que a sí mismo. De pronto se levantó la voz bronca de Luis:

—¡Oye, oye! ¡Es que…! ¡No te he dicho…! ¡Que yo tampoco sé cambiar una rueda!

El jaleo de risas fue espantoso. Petia se derrumbó. Se fueron recogiendo las cestas. Las risas y los retortijones de carcajadas subieron monte arriba, con jerseys rojos, verdes, blancos, amarillos, atados a las cinturas.

Después del descanso de la noche pasó otro día igual, de risa en risa y de juego en juego. La segunda noche fueron a un baile del Casino que se llamaba «asalto» porque no se exigía etiqueta. Los tres excursionistas tuvieron que llevar ropa prestada entre todos los de la pandilla. La suya estaba sucia y arrugada del viaje. Aquella noche durmieron poco.

La tercera noche fue la despedida. Alejandro, Carlos y Luis coincidieron en el bar de al lado del hotel con algunos padres de los de la pandilla. Eran en general hombres de treinta y cinco a cincuenta años, animosos y llenos de deseos de presumir su juventud. Trajeron champaña que uno de ellos sacó de su habitación sin que se enterara su mujer. Rieron muchísimo. Demostraron sin duda que, con menos, sabían divertirse más que sus hijos.

Luis, Alejandro y Carlos siguieron viaje. Dejaron buen recuerdo de Vivero. En su camino hacia el Este visitaron Sargadelos, cuna de industria española. Admiraron el azul y los sepias de su cerámica. Hay allí, camino de una presa de sillería, un llamado Paseo de los Enamorados porque empieza ancho y termina estrechado.

Luego fue un peregrinar costero: Ribadeo y su ría tranquila, Luarca —a pico sobre el mar el terreno verde—, Cudillero —leyenda de puerto y marinidad—, Salinas, Luanco, Avilés, Gijón. Se adentraron en Cangas de Onís. De camino pasaron un puerto difícil. A media ladera había niebla. La carretera no se distinguía. Iban al borde del barranco a pico. Luego, en la cima, algún desgarrón de las nubes dejaba ver debajo el valle, por un agujero. La garganta del Cares, río de agua limpísima, roca hendida y montañas guerreras por todos sitios. Y ya luego Santillana, Altamira, Santander. Allí quedó Luis y Carlos tomó el tren a Barcelona, Alejandro, en el coche, siguió camino a Bilbao.

Todos se encontraron héroes de algo en Madrid, en setiembre.