—YA VERÁS, son fáciles.
—Hace calor.
—Abre la ventanilla.
—Es buena idea.
Abrió. Entraba aire, fresco por la velocidad. Llegaron a la Moncloa.
—El año pasado había un grupo de francesas estupendas. ¿Sabes francés?
—No. Casi nada. Lo del bachiller, ya sabes.
—¿Inglés?
—Sí, algo mejor.
—A ver si hay yanquis.
Pasaban el arco de triunfo.
—¿Dónde vamos?
—Por la lateral, ya veremos. Despacio…
—La verdad es que estoy algo escéptico. ¿De verdad has conseguido algo de esta forma?
—Sí, hombre.
—Psé. Lo dudo.
—Hago reverencias ante su profundo desprecio por un simple mortal como yo.
—Mira, no te pongas tonto. ¡Puff, qué calor hace!
Pasaban de largo edificios macizos: Colegios Mayores.
—Oye, Antonio, ¿dónde vamos?
—A la piscina, don Darío.
—Si sigues tan idiota, me vuelvo.
—Allá tú, te lo pierdes.
—Ya veremos qué me pierdo. Me parece que poca cosa.
Antonio se encogió de hombros. Miró a Darío con una semisonrisa de labios afuera. Metió el coche hacia la piscina sin disminuir velocidad. Dio una vuelta al ruedo y frenó bruscamente.
—Eres un exhibicionista.
—Si tú lo dices…
—Lo digo. ¿Basta?
—Mira, no te pongas así. No te sienta ¿sabes?
—¿Tú qué sabes lo que me sienta?
En la piscina, alrededor y en la zona del bar próximo, había varios grupos de jovencitas extranjeras embutidas en reducidos trajes de baño. Algunas escribían cartas entre botellas de cerveza. Salteados con ellas, algunos jóvenes nativos, en distintas categorías de morenez y músculo.
—¿Qué hacemos?
—Dar una vuelta, a ver el ambiente.
Don Quijote y Sancho se pusieron en camino. Deslavazadamente, ponían un pie delante del otro con la mayor naturalidad.
Dieron la vuelta a la piscina. Se dirigieron hacia el bar.
—Te convido.
—Bien.
—Todavía me debes treinta de anoche.
—¿Treinta? Ya, y cincuenta si quieres: ni hablar.
—¡Hombre!
—No vuelvo a jugar a los dados. Cuando se juega algo, pierdo; y gano cuando no.
—¿Qué quieres?
—No sé.
—Yo, una cerveza. ¿Estará fría?
—Sí, señor. La tenemos en hielo.
—Vamos, decídete, Darío.
—Un tinto. Y cerillas.
Se acodaron en la barra. Miraron el panorama de exotismo.
—Aquella está buena.
—¿La del bikini azul?
—Sí.
—¡Ya!
—¿Vamos?
—Son cinco.
—¡Bah! Vamos.
—No tengo ganas.
—¿A qué moño hemos venido entonces?
—A hacer el idiota, ¿no ves?
Antonio echó a andar, seguro de sí mismo, balanceando la botella de cerveza en el extremo de la mano. Darío le siguió con indolencia.
—¡Hola!
Antonio se sentó.
—¿Francesas?
—Oui.
—Connaissez-vous une jeune fille très mignone, Colette? Elle est été ici le dernier été.
—Oui, moi.
—D’où êtes-vous?
—De Grenoble.
—Oh, je suis été à Grenoble. C’est beau, n’est-ce pas?
—J’en crois.
—Elisabeth, pourquoi parlez-vous avec ce gars-lá? Nous sommes occupées.
Había hablado la de azul. Tenía una boca grande, voluptuosa. Darío observaba, aún de pie. Antonio vio la ocasión.
—Ma copine, fâchez-vous pas. Tu es mieux…
—Je suis pas votre copine. Comprenez-vous? Ou faut-il vous expliquer mieux?
Le volvió la espalda.
—Darío, vamos. Aquí no hay nada.
Fueron al coche.
—Y ahora, ¿qué? ¿Tenía razón?
—Anda, calla.
—Papaíto está de malhumor. Dejemos tranquilo a papaíto. ¿Qué esperas? Arranca.
Arrancó.
—Llévame a casa. Ya está bien por hoy.
—¡Bueno! Contigo no se va a ningún sitio. Sigues pensando en la maldita Bele, ¿no?
—¡No! Pero me alegra ver con qué rapidez conquistas. Caen rendidas a tus pies.
Siguieron en silencio hasta cerca de casa de Darío.
—Oye, Darío, te vengo a buscar a las diez y media.
—¿Para?
—Dar una vuelta. A ver qué hay.
—Bueno, tomaremos el aire. Hace buen día.
A las diez y media Darío montó en el coche de Antonio.
A la una y veinte Darío bajaba del coche.
—Mañana paso a las once.
—Bueno.
Así todos los días.
Julio, agosto y setiembre. Un paréntesis desligado del curso. Darío no salía de su casa. Se levantaba tarde, tomaba una ducha y cogía los libros de texto. Pasaba todo el día sobre ellos, tomando un bocadillo de comida. Por la noche salía a cenar. Y volvía directo a los libros hasta muy entrada la noche. Estudió. Compró libros al margen de los textos. Vivía empapado en los libros y no pensaba en nada ajeno.
Pasaban los días y las noches. Se repetía el ciclo. Sólo dos veces —dos domingos al principio— dejó los libros. Fue con Melletis al cine y luego estuvieron al aire libre en el quiosco de la Castellana. Hablaban de la vuelta ciclista a Francia y de los fallos del equipo español.
Otros también permanecían en Madrid. También estudiaban. Les habían quedado asignaturas y tenían que aprobarlas como fuera para no perder el curso.
Fry y los demás de la pandilla se esparcieron por el litoral peninsular y algunos montes de Suiza. Se escribieron algunas cartas aisladas.