DARÍO se separó de la mesa de la comida. Vio a Blanca, y sorteó rápidamente entre ella y él. La sacó a bailar. La terraza estaba llena de gente. En un borde —el opuesto a la entrada en la casa de Zaro— estaba la mesa, llena de helados de fresa y de vainilla, sándwiches y cuba-libres. Eran las ocho y media de la tarde. Llevaban ya casi dos horas bailando. Hacía calor y casi todos sudaban. Bailaban despacio. Aún así se topaban a cada momento. Darío apretó a Blanca: sintió la presión de sus dos pechos contra el propio. Sintió sus piernas cálidas y su largo cabello rubio. Se notaba transido de deseo. Le placía que le observasen.
Los helados estaban derritiéndose en las fuentes.
De pronto, en medio de la pista improvisada, apareció Lázaro y gritó:
—¡Que han dicho mis padres que luego nos dejan bañarnos!
Darío hablaba con Blanca:
—¿Has oído?
—Sí.
—Dará gusto remojarse al caer la noche, después de este calor. Oye, ¿qué te parece? ¿Por qué no nos ponemos los trajes de baño? Seguiremos bailando, y cuando llegue el momento, ¡zas!, al agua.
—Bueno.
Cogió a Blanca del brazo y bajaron las escaleras a la piscina. Se metió cada cual en su vestuario; se pusieron los trajes de baño que habían dejado allí por la mañana. Darío dejó encima la camisa de verano. Siguieron bailando al borde de la piscina, sobre el césped y las losas, con los pies descalzos.
A través de los trajes de baño, pegados en la piel, sus cuerpos se unían. Al contacto, los sudores se mezclaban. Darío sentía hervir su sangre. Su imaginación se desbordaba pensando placeres en los que jugaba papel de primer orden la piel de Blanca.
Darío se dio cuenta de que por ese camino desbarraba. Sujetó su alocado éxtasis y lo desterró de sí. Aflojó los brazos con que ceñía a Blanca para recobrar alguna holgura física. Y, con ella, holgar en lo posible la cabeza. Miró hacia el cielo, de un azul intenso, y el césped de su rededor, verde. Vio reflejadas sus figuras en el agua de la piscina. Esponjó su ánimo; aspiró una bocanada de aire, todavía caliente. Al henchir el pecho rozó de nuevo los senos de Blanca. Temió por un momento volver a la vorágine anterior. Se puso a mirar el cielo y las plantas que bordeaban el recinto de la piscina. Dejó de pensar en nada. Paladeó la serenidad luminosa del atardecer y se dejó llevar por la música, dedicándose únicamente a disfrutar del sitio, del aire, sumergiéndose en un mundo nebuloso y espiritado.
Los helados seguían deshelándose bajo el sol poniente.
Desde la terraza, donde seguían bailando los demás, se asomaron dos de la pandilla:
—¡Mírales! ¡Qué fresco, cómo se aprovecha!
Darío y Blanca se sonrieron con complicidad.
Antonio daba vueltas, con cara triste y disgustada. Aquellos días era el novio de Blanca. Habían reñido al principio del guateque.
Se oyó un tumulto en la terraza. Darío se separó de Blanca. Subió las escaleras. Le dijeron que no había baño. Los padres de Zaro temían por las digestiones. Regresó a donde Blanca.
—Oye, que no hay baño.
—¡Mm! ¡Qué asco…! Me iré a vestir, entonces.
—Sí. Que empieza a refrescar.
Se empezaba a ir la gente. Cuando Darío subió a la terraza, ya vestido, no quedaban más de diez personas. Y ni un grano de comida ni bebida. Se le acercó Antonio:
—¿Por qué te has llevado a Blanca? Has de saber que es mi novia.
—Estaba sola y sin bailar.
—Si yo no bailo con ella, nadie baila.
Darío se encogió de hombros.
—¡Déjame en paz! Llévatela.
Antonio se alejó con Blanca. Salieron de la casa.
De los helados de fresa y vainilla sólo quedaba un líquido caldoso en el fondo de las fuentes.
Darío se sentó en una silla del jardín, de hierro pintado de blanco. Se dio cuenta de que aquel guateque le había hartado. Se había divertido. Lo había pasado bien. Pero tenía la sensación de haber perdido el tiempo: eran horas en blanco.
Poco después salió de la casa con Melletis y Luis. Darío iba algo doblado hacia delante según las ingles: sentía fuertes dolores.
Darío fue enterándose de sus notas finales. Había aprobado todo. De los demás, la mayoría habían suspendido alguna asignatura. La noticia sentó mal en el grupo. Se lanzó una campaña para ridiculizarlo. Darío tuvo vergüenza de haber aprobado. Aunque su semblante risueño delataba su contento. Dolía a los demás.
Unos días después pareció que la tensión se relajara. Una de las chicas —que habían sido las más sañudas— se le acercó. Le ofreció, de parte de todas, una bola de anís. Darío hizo de tripas corazón: no le gustaba el anís, le picaba mucho la lengua pero aceptó la bolita, por temor de relaciones más amigables.
Se extrañó un poco del presente. Miró al grupo de chicas, que estaban en el lado opuesto de la piscina. Con sus ojos, entre asombrados y abstraídos, vio una expresión risueña en los de ellas. Él no podía permitirse hacerles un feo, en aquellas circunstancias. Cogió la bola en la punta de los dedos, algo confuso e inseguro de sí mismo. La estuvo haciendo girar despacio entre las yemas. Por fin se decidió y la metió en la boca. El contento y la extrañeza vencieron la repugnancia por el sabor.
Más tarde, años más tarde, cuando había perdido de vista a toda la pandilla, se conoció la historia: Darío aparecía aquellos días retraído, por impedir que se creyera que quería hacer presente su éxito: deseaba pasar inadvertido. Las chiquillas decidieron que aquello era muestra de altivez y orgullo. Para reírse de él, decidieron alimentar lo que creían que pensaba, que ellas estaban pendientes de él. Pero él no lo advirtió. Le extrañó. Y se encogió de hombros sin explicarse la deferencia; y siguió adelante.
Iban mucho por la piscina de Zaro aquellos días. Todas las mañanas había algunos del grupo bañándose. Entre baño y baño se recostaban en la hierba. Se embromaban unos a otros. Había persecuciones alrededor de la piscina. Cuando el perseguido era alcanzado, caía sin remedio al agua. A veces caían en tropel, chicos y chicas mezclados, y alguno había que aprovechaba la confusión para palpar a una. Y alguna a otro. Darío solía contemplar distraído estos juegos. No le gustaban las aglomeraciones ni el bullicio, ni las cosas confusas. Buscaba siempre la claridad y la precisión. En todo acto suyo había un fin o un motivo que conocía. Y cuando obraba sin saber por qué o para qué a ciencia cierta, se desesperaba intentando vislumbrar cuál sería. Por esto no era gracioso y se alejaba de los juegos. Y, cuando saltaba al ruedo de la gracia —salvo si era en un ambiente muy íntimo— era insípido. Sólo sobreponiéndose se obligaba, a veces, a tomar parte activa, porque consideraba que debía hacerse más flexible.
Cuando estaban sentados en la hierba solía colocarse un poco excéntrico al grupo. Allí se le acercaba alguno a veces para darle un poco de conversación.
—¿Verdad que es monísima?
—¿Quién?
—¡Bele!
—Ah. Sí, tienes razón.
—Fíjate, tiene un cuerpo precioso. Un poco pequeño el pecho, quizá. Pero, porque tiene complejo y va echada de hombros. ¡Cuando lo saca…! Mira, ahora que está así: qué muslos. ¡Están de un rico!
Darío miró, por fuerza de insistirle, hacia el grupillo. Todas con los muslos al descubierto, todas con el pecho apretado, todas muy monas, todas muy alegres…
—¡Y es tan alegre! Da gusto.
—Sí.
… Todas tan pícaras. Evidentemente Bele era como decía Melletis.
Volvió a sus pensamientos. Pensaba en el verano. Melletis seguía hablando de Bele, y él contestaba con monosílabos, sin fijarse ni interesarse en la conversación.
Luis y Carlos consultaban mapas, libros, medían kilómetros con un curvímetro de Alejandro. Pasaban las mañanas y las tardes ensayando el plante de la tienda, comprando cuerdas, cuchillos, latas de conserva, sobres de sopas, colchones neumáticos, linternas, bulbos de butano para el infiernillo; preparaban sus carnets de campistas; y hacían otras muchas cosas con vistas a la excursión que proyectaban. Distribuyeron los turnos de cocina, de lavado, de conducción y administración del dinero. Alejandro arbolaba en toda discusión el Manual del perfecto excursionista. Llevaban hasta comprimidos para hacer el agua potable.
Decidieron seguir el camino de Santiago.