SE ABRIÓ LA PUERTA de la habitación de Sebastián. Era su madre.
—¿Cómo estás hoy aquí? ¿Qué pasa?
—Tengo examen.
—Estudia. Estudia, hijo mío, que para ti haces.
—Sí.
Sebastián estaba haciendo garabatos en un papel y miraba el techo.
—Bueno, hijo. Me voy. Ya veo que estás ocupado.
Cerró la puerta.
—Puah. Siempre así.
Y volvió a los libros.
Quedó sobre ellos bastante rato. Y más creyó él que había sido.
De pronto cerró los libros, ordenó las hojas y metió todo en la cartera. Miró el reloj: sobraban veinte minutos para llegar a tiempo. Pensó un momento estudiar más. Pero antes de haber decidido salió.
Se oyó un portazo.
—Mila, ¿quién ha salido?
—No sé. Voy a ver.
Volvió al momento.
—Creo que es el señorito.
—¿El señorito Bastia?
—¡Claro!
—¡Ah! Sí es verdad. No me acordaba que Pedro se había ido a Sevilla. ¡Qué tonta! Pero, ¿qué hace ahí parada? ¡Muévase, mujer! No quiero verla todo el día ahí. ¡Ah! Ya le tengo dicho que me gusta que me llamen «señora». Cuando yo le hable me tiene que contestar de «señora». Que no se vuelva a olvidar.
—Sí, señora.
La señora de Soto volvió a Asesinatos en el castillo de Oakland.
Sebastián fue despacio hacia la Universidad. El examen estaba convocado a las cinco. Cuando llegó a la Facultad eran las cuatro y media. Los pasillos bullían de ojeras por no dormir. Había corrillos formados donde cada cual presumía de lo que sabía o de lo que no sabía. Pero se trataba de presumir de algo. Los nervios no daban más de sí. En los alféizares de las ventanas los más estudiosos o los que sabían menos pasaban febrilmente hoja tras hoja de libros y apuntes sin enterarse de nada. Algunos, de los grupillos que estaban cerca, aprovechaban para estimar y discutir las piernas que colgaban debajo los libros.
Sebastián dio varias vueltas entre el barullo, pisando al paso varios cientos de colillas apuradas al límite y de cigarrillos casi sin tocar. Una vez, al pasar ante los lavabos, entró: no sabía qué otra cosa hacer.
En una de sus idas y venidas presurosas tropezó con Pititi, que iba con prisa semejante en dirección contraria. Se arrimaron a una pared a cambiar impresiones. Pititi era una chica curiosa, muy dada a mirar de hito en hito de forma desconcertante.
—¿Tú que crees que caerá?
—No sé. ¿Qué tal vas?
—¡Huy! No sé nada. ¿Entiendes lo de errores?
—Sí. Creo que sí.
—¡Eres un empollón!
—Y tú una gallina.
—¿Qué?
—Nada. Va a caer Taylor, ya verás.
—¡No seas gafe!
—Y afinidades en plano.
—Eres repelente. ¡Claro, como tú te sabes todo!
—No.
—¡Buá!
—Ni bueno ni nada. Este lo llevo mal. Me van a cargar.
—Sí, eso dices. Y después sacarás nota.
—¡Quiá!
—Ya verás. ¡Es que estudias mucho!
—Sí, sí, mucho.
—Ya. ¡Anda, no seas modesto!
—Es la verdad.
Pititi puso ojos entornados.
—Ponte cerca de mí.
—Bueno.
Pititi no estaba mal. Siempre sería un descanso verla cerca durante el examen.
—¿Me ayudarás?
—Te repito que voy muy mal.
—Vamos, deja el cuento.
En esto se formó un revuelo alrededor de la puerta de un aula. En medio de un gran corro que se movía en sístoles y diástoles había un auxiliar bajito y rechoncho con un papel en la mano. La masa de estudiantes se movía como una gran ameba intelectual. El auxiliar iba leyendo despacio la lista. Y a cada nombre había una convulsión en la ameba. Pasaba uno y el aula lo comía. Al cabo de veinte minutos la ameba había desaparecido. A la puerta del aula sólo quedaba el auxiliar gordito y semicalvo.
Dentro del aula —alta como una casa moderna de tres pisos— estaban todos, un sitio ocupado de cada tres. Era rectangular el aula, y la dividía una escalera de cemento a lo largo. En un banco de hacia la mitad estaba sentada Pititi al lado de la escalera, y —dos sitios por medio vacíos— a su izquierda estaba Sebastián.
Sebastián estaba cambiando impresiones con el del banco de debajo. Se aclaraban dudas mutuamente.
—¿No sabes bien esto?
—¡Hombre, me lo he estudiado bastante! ¿Y tú?
—Es mi última. Tengo todo aprobado menos ésta. Y las incompatibles, claro. Si la apruebo, el año que viene termino. Si no, no sé qué haré. Se me acaban las convocatorias.
—¿Cómo? ¿Tienes aprobadas de otros cursos? ¿Se puede?
—Es que soy del plan antiguo. Cuando vino éste me dieron dos años de plazo, y éste es el último: en un septiembre no me presenté, conseguí dispensa, y por eso tengo este junio.
—Pues, ¡nada! ¡A ver si hay suerte! Oye, en el resto de Lagrange en notación de Mac Laurin. ¿Cómo es el denominador, sabes?
—Sí. Mira…
La conversación siguió. Por fin entró el auxiliar gordito, detrás del catedrático. El catedrático hizo las advertencias de rigor: el que copiara sería expulsado y perdería el derecho a examen en junio y septiembre. Para evitar tentaciones deberían dejar los libros en el suelo, mejor en el pasillo. Los alumnos le escuchaban con media oreja. Dejaron los libros en el pasillo. Los dejó Pititi. Los dejó Sebastián. Y los dejó el del plan antiguo. Al dejarlos, Pititi se miró las manos con expresión de fastidio:
—¡Se me ha borrado! ¡Con tanto ir y venir!
De las fórmulas que apuntara cuidadosamente antes de salir de casa no quedaban más que trazos borrosos. Intentó reconstruirlos.
El del plan antiguo comprobó que estaban en su sitio las «chuletas»: unos rollitos de papel cebolla atados con gomas en los cuales, con letra diminuta, constaban los temas que llevaba más flojos.
Un religioso se tranquilizaba al comprobar que en el doblez de la ancha bocamanga del hábito permanecían en orden las hojitas que podrían salvar un fallo. Por la mayor gloria de Dios.
Entretanto el auxiliar fue dictando las preguntas.
Sebastián se disponía a escribir. Algunos lameteaban las estilográficas en espera de la necesaria inspiración. Otros pocos no tardaron en firmar al pie de la hoja en blanco. Entregaron el ejercicio y se fueron al cine.
Unas filas detrás de Sebastián, una chica se levantó las faldas; y las sujetó a la cintura. En los muslos, cerca de la misma ingle, bordeando las puntillas de las bragas rosas, estaban ordenadas fórmulas y teoremas que llegaban hasta las rodillas. Era una mocita de buen ver, rellena y torneada. Para desgracia y suplicio de su compañero de banco, que no aprobó aquel examen.
Por más de dos horas no se oyó casi más que el rasguear de plumas febriles. Era un ciempiés gigante que bailaba una danza. La danza del suspenso.
Cuando Sebastián terminaba de rellenar su tercera página se oyó la voz indignada del auxiliar. Al momento salió del aula uno, expulsado por copiar.
Poco después Pititi llamó muy quedo:
—Oye. ¡Chss! ¿Cómo se hace esto?
—¿Qué?
—La tercera.
Sebastián miró alrededor. No se veía auxiliar en las cercanías. Habló apresurado:
—Derivas, igualas a cero, hallas las raíces y sustituyes.
—¿Qué? No te entiendo.
—¡Cuidado!
Sebastián fijó la mirada en su papel. Un auxiliar subía. El auxiliar dio media vuelta y fue hacia abajo lentamente.
Sebastián susurró a Pititi:
—¿Qué decías?
—¿Qué dices? No te entiendo.
—¿Que qué decías?
—Que no te he entendido.
—Derivas, igualas a cero, hallas las raíces y sustituyes.
—¿Derivo qué?
—La ecuación. ¿Qué va a ser?
Pititi quedó mirando el problema. No acababa de saber qué quería decir Sebastián.
No lo entendía. Definitivamente no lo entendía.
—¡Bastia! ¡No lo entiendo!
Sebastián estaba contestando en este momento una consulta del del plan antiguo. Se volvió a Pititi con impaciencia. En las fuertes cejas brillaba el malhumor:
—Derivas, igualas a cero, hallas las raíces y sustituyes.
—Tatata, tatata-tatata, tatata-tatata e ta-ta-ta-ta. ¡Mocoso!
—A la mierda.
Después, todo siguió con normalidad.
A la salida, Pititi se enfrentó con Sebastián.
—Eres un indecente. Ya podías haberme ayudado.
—¿Por qué?
—No te costaba nada ayudar a una chica.
—Una pobre chica indefensa ¿no?
Sebastián estaba irritado. Había hablado con soma.
—Pues sí. No eres nada galante. La verdad es que eres un grosero. Me van a suspender, y todo por tu culpa.
—¿Por mi culpa? ¡Por la tuya, que no has estudiado! ¿Te apetece tomar algo?
—No, me voy.
—¿Tienes algo que hacer? No, mira: me interesa esto. Quiero hablar contigo. Vamos al bar y charlamos.
Fueron al bar. Una vez ante las bebidas volvieron a ello. Pititi se sirvió la coca-cola.
—Está caliente.
—Sí, no está muy fría.
Pasó un rato en silencio.
—Bueno, contesta, Pititi. ¿Por qué me he portado mal?
—Nada, deja.
—Nada de dejar. Quiero ponerlo en claro. Me preguntaste una cosa y te la dije. Te la repetí varias veces.
—Sí, ¡pero de una forma! No entendí nada.
—Pues era muy sencillo: te decía que derivaras, igualaras a cero, obtuvieras las raíces y sustituyeses en la ecuación.
—¿Pero en qué ecuación?
—En la que te daban. ¿Tienes por ahí el enunciado?
—Sí. Aquí está.
Sebastián había estado enfrente de Pititi. Se levantó; se sentó ahora al lado. Se inclinó sobre el papel que estaba en la mesa, delante de ella. Pititi no se movió. El codo de Sebastián, al escribir, rozaba un pecho suave bajo la blusa floja. Sebastián intentó concentrarse en el plástico amarillo que recubría la mesa. Era una mesa redonda y ligera, ligerísima.
—¡Ah! ¿Era eso? ¡Si eso lo sé yo! Si me hubieras ayudado un poquito…
—¡Si lo hice!
—Bah. ¡Estuviste ayudando a ese tipo que tenías delante!
—¿Y por qué? ¿Por qué tenía que ayudarte, a ti, en vez de al otro?
—Al otro no le conocías.
—No. ¿Crees que por ser una mujer te tenía que ayudar?
—¡Hombre, no! Pero hay algo que se llama galantería ¿no?
—¡Galantería, galantería! ¡Estupideces!
—Tú, lo que pasa es que eres un maleducado. Sí, un grosero.
—Y tú una niña boba. Os creéis el eje de la creación. Os gusta veros rodeadas de chicos que se despepitan por vuestros huesos. Os gusta que os rindan pleitesía. Él tenía su última oportunidad. No le quedaban más convocatorias. Y de su carrera depende su vida. Y, y ¿hasta qué punto tenéis derecho a que se os trate mejor, a que se os faciliten las cosas para competir con ventaja con nosotros? Luego ¿quién mantiene la familia?
—Eso es una tontería. Hoy trabajan tanto las mujeres como los hombres.
—¡Alto! Tanto, no. Trabajan las mujeres; cuando no tienen más remedio. Cuando no encuentran marido, o el que encuentran gana poco. Pero el trabajo no es para vosotras vuestra vida. Para nosotros sí.
—Desengáñate, ya no estamos en la Edad Media. La tiranía pasó. ¡Nos hemos rebelado! Sí, ¡óyelo bien! ¡Rebelado, rebelado! Hoy las mujeres trabajamos más que los hombres. En casa y fuera. Y tenemos derecho a ser libres. Pero nos tratáis como cosas. Sólo veis en nosotras pechos, bocas, piernas. Os refociláis vuestros caletres sucios con imaginaciones sensuales.
—Es posible. No neguéis que en el fondo os gusta. Y, además, si sólo vemos eso —y no creo—, ¿por qué? ¿Te has preguntado por qué? Porque las mujeres no sirven para otra cosa. Porque no se puede hablar con ellas de nada. Porque tienen la cabeza llena de bobadas y de prejuicios. Veis las cosas al revés. Sois incapaces de pensar algo original.
—Parece mentira que digas eso a estas alturas del siglo veinte, cuando hay mujeres por todas partes de un valor reconocido.
—No niego que las haya por ahí. Pero ¿aquí, en España? ¿Cuántas? ¿Un millar? No creo que llegue.
—Porque no nos dejáis. Queremos aprender, trabajar, ser libres. Rabiáis. ¡Pero nos libraremos de la cama, sí!
—Me parece muy bien. Liberaos. Igualaos. Pero por el trabajo. Por el estudio. Trabajad, trabajad. ¡Pero no queráis vencer en el trabajo a impulsos de vuestra condición de hembras! ¡No intentéis trepar en los estudios valiéndoos de los favores de los auxiliares! ¡Daros cuenta de que sólo se os ofrece la aceptación íntegra de uno de los dos estilos! O galantería estilo siglo diecinueve, de ceder el asiento y levantar el sombrero, o libertad del siglo veinte. ¡Figúrate qué absurdo sería que os cediéramos el paso al entrar en una clase!: ¡cogeríais los primeros bancos, y los demás nos quedaríamos in albis! Las mujeres tenéis que aprestar un nuevo tipo de femineidad en la que conservéis vuestra peculiaridad de mujer, y a la cual se añadan modos prácticos de femineidad por los que ésta se inyecte en la vida y la cultura a modo de esencia, de fuerza vital y correctora.
—¡Bobadas! No me convence tu razonar.
—Sí: es el precio que tenéis que pagar por la libertad: el esfuerzo. También nosotros pagamos otro precio semejante y esa libertad no nos beneficia. Según algunos, todo lo contrario. Lo que no podéis es querer seguir como bibelots y luego hacer lo que os dé la gana.
Sebastián estaba de muy mal humor. Veía en Pititi una barrera que se resistía a ser perforada. Por otra parte, al final de la discusión, Bastia no estaba muy seguro de lo que decía; e, incluso, comenzaba a ver algo de razón en Pititi. Se levantó de la mesa bruscamente y se marchó.
Cosa de diez días más tarde, hacía los primeros de julio, Pititi y Bastia eran novios. Se dijeron las bobadas que se deben decir en estos casos. Desde aquel momento Bastia desapareció. No se supo de él hasta que volvió del veraneo, de Tours. Contaba con pormenor y regusto orgías y bacanales en casas de campo abandonadas con suecas e italianas en las camas. Traía barba negra de grueso pelo enmarañado y el cráneo mondado. Dijo que fue por una apuesta. De todas formas no se ha podido poner en claro. Pititi lo captó desde entonces y no se le volvió a ver. Alguna vez se le vio en setiembre u octubre: se había cortado la barba y estaba dejando que le creciera el pelo. Sus ojos y sus cejas ya no tenían la expresión feroz con la que se le había conocido. Estaba más alegre, más dicharachero. Desde entonces abandonó sus originalidades y su vida de tortuga de concha. Se hizo un hombre normal, feliz, sin historia. Permanecía de todos modos en su aspecto reconcentrado. Pititi fue encauzándolo con mano maestra. Fue de sentir no volverlo a ver.