EN LA UNIVERSIDAD, las mañanas y las tardes pasaban despacio, correosas. El calor agobiaba. Las ropas se pegaban a los asientos. El bigote del auxiliar de química parecía ser más negro y recio que nunca. Las explicaciones resultaban todavía más ininteligibles. Todo el mundo pensaba en los exámenes cercanos, en las notas no salidas, en las papeletas que sería necesario extraviar antes de que las pescaran en la familia.
Las muchachas llevaban ya ropa de verano. Muchos ojos se iban tras ellas, sin hacer caso para nada de la pizarra. Cada vez había más claros en las filas; y hasta llegaron a faltar los sabios oficiales de los cursos. Todo el mundo aceleraba en un sprint que valía una carrera.
Fuera de los edificios se buscaban las sombras más recónditas y allí se tumbaban boca arriba, dejando los libros al costado. La comida del bar era peor que de costumbre. Pero las bebidas con hielo sabían mejor que nunca. Todos los pocos que trabajaban allí aquellos días tomaron el bar por cuartel general. Hasta los dados saltaban despacio, calurosos.
El grupo de amigos había perdido contacto. Sólo Melletis, Fry y Luis se veían los domingos en el quiosco de la Castellana. Los demás se cruzaron alguna vez por casualidad en el ir y venir a los tablones de anuncios de las Facultades, a la espera de las convocatorias de exámenes.
Luis y Darío estudiaban alguna vez juntos en casa de uno u otro, y al final de la tarde daban un paseo para estirar las piernas y tomar un bocadillo en cualquier bar. Algunos domingos, con algún tercero, jugaban a las cartas un rato. A veces el tercero pensado se resistía: dos o tres veces irrumpieron bruscamente en su casa, aprovechando la inadvertencia de las criadas, y lo sacaron a rastras.
Sólo esto era lo que ocupaba la mayor parte del tiempo de los estudiantes universitarios por esa época.
Cuando estaba en medio de una marea de libros y apuntes, luchando a brazo partido con el correr del tiempo, Darío se enteró de que en el colegio de Bele iba a haber una fiesta de fin de curso y de que había posibilidad de ir.
Seguía por el día y buena parte de la noche estudiando. En los días siguientes habló por teléfono con Fry y Melletis, para saber en qué consistiría la fiesta. Le dijeron que sería como todos los años, seguramente: juegos diversos donde gastarse el dinero, una rifa, y una representación teatral religiosa. Tanto a juicio de Fry como de Melletis, tenía el aliciente de que habría muchachillas en abundancia, muchas de ellas «potables», decían. La entrada era libre y costaba quince pesetas.
Darío decidió ir. No le interesaban juegos ni rifas. Sólo la función, porque trabajaba Bele en ella.
Era una amplia sala rectangular, casi cuadrada. En uno de los lienzos cortos se había levantado una tarima como escenario, de madera reluciente por el barniz. Sobre ella aparecían decorados que significaban convencionalmente el cielo, la tierra y cosas por el estilo. Estaba la función en pleno desarrollo. Las actores y las actrices se movían torpemente por el escenario. Iban vestidas con atuendos originales que indicaban quién era quién. Entre una «sanjosé» y una «virgen» menudeaban pastores y ángeles de muchos tamaños. Las largas guedejas de algunas recordaban con tristeza los peinados de moda en que habían estado hasta poco antes. Darío, de pie hacia el fondo de la sala oscura, recostado en la pared —manchándose la manga de la chaqueta y parte de la espalda con la cal de la pintura al temple— sólo veía un ángel. Un ángel de melenilla corta que movía de forma sospechosa la cintura: Bele.
Había a medio acto un punto a partir del cual Bele ya no se movía. Quedaba en algo que semejaba cueva quieta, de pie, cara al público. Cara a un público bonachón de papás y mamás (cosas distintas en mucho a «padres» y «madres»), dispuestos de antemano a otorgar largo aplauso a la buena labor de sus preciosos hijos, olvidando en un momento de tierna emoción el disgusto causado por tantos suspensos dos días antes. Entre tantos papás se mezclaban anónimos jovencitos del colegio cercano dispuestos a aplaudir a la más simpática o a la de mejor cuerpo —estimaciones nada concordes con la delicadeza de la obrita— (de una monja de la nueva ola) ni con el respeto de la presencia solemne de la Muy Reverenda Madre Superiora (la misma a la que Bele pusiera en una triste ocasión cara de golfillo).
Y además estaba Darío. Darío. Darío, serio. Que había tomado a pecho el papel de amante acongojado por el desprecio y estaba viviendo horas intensas. Era el caso que Bele no le quitó ojo desde que le descubrió en la sala. Y él —no hay que decirlo— tampoco a ella desde que la distinguió bajo túnicas azules y alitas blancas.
Bele y Darío se miraban. Se miraban porque no tenían otra cosa que hacer. Pero Darío descubría en el mirar de Bele nuevas virtudes, nuevos caudales de terneza y coqueteo. Y era cierto que Bele le miraba con dulzura. Y que pensaba otra vez cuán extraño era. Y que vio nacer cierto cariño por él. Que creyó que le quería. Que pensó en hacerse novia suya, y que se figuró incluso la personalidad que adquiriría ante sus amigas por tener un novio tan extraño. Pero…
Bele seguía mirando a Darío y Darío a Bele. Darío la observaba luchar contra el cansancio de estar quieta; miraba cómo buscaba en los brazos una postura nueva. Cómo caía por turno hacia uno y otro costado. Miraba como entre nubes todas las líneas de su cara (lo demás de ella estaba tapado por informes montones de telas rosas y azules). Estaba contento, feliz, radiante de la nueva felicidad, paladeando el secreto de los dos, la intimidad que había entre ellos —entre la sala oscura y el escenario brillante— ante tantos que no sabían nada. Paladeaba de antemano el éxito, el éxito final que tanto le había costado conseguir, pero que al fin ¡al fin había conseguido! Y en el momento en que ya no lo esperaba. Se sentía feliz, se sentía capaz de grandes cosas. Aquel mirar y ser mirado le alimentaba el espíritu, a modo de nuevo y exquisito maná. Y hubiera hecho en aquel momento grandes cosas si se le hubiesen presentado —y no tuviera que mirar a Bele.
Pero…
Terminó la función. En un tumulto —que revelaba no sólo lo mal que educaban las monjas a sus alumnas, sino también lo mal que educaron quienes fueran a sus papás ternísimos— se levantó el público. Darío luchó por salir. Y utilizó su último recurso: de costado, hendiendo en el tumulto con el codo doblado, apalancando con el hueso más saliente. Pero ni así consiguió vencer a las demás.
Por fin salió. A la sala donde había bar y rifa. Ambos, atendidos risueñamente por bonitos esquejes de mujeres. Allí esperó, tomando una coca-cola. Al cabo de veinte minutos ilusionados apareció Bele. También risueña, también alegre, andando como podía entre la gente que hablaba en alta voz e iba de un lado para otro sin descanso. Y Darío se acercó, confiado, alegre:
—Hola, Bele. ¿Cuándo podemos hablar un momento?
—¡Uy no sé! ¡Tengo un montón de cosas que hacer! Además, bueno… ¡Tengo prisa! ¡Adiós!
—¡Pero espera! ¡Un momento tendrás! ¡No digas que no!
—¡Adiós, adiós!
Se marchó entre la gente. Darío la siguió:
—¡La verdad es que no te comprendo! ¡No sé qué…!
Estaba irritado.
—Mira, déjame, ¿quieres? Eres un latazo.
Darío quedó atónito. Se quedó quieto entre la gente. Cuando volvió en sí, se fue.
Es que, en las imaginaciones que Bele había tenido mirando a Darío, mucho había sido el aire del momento, la emoción del papel y de verse admirada. Y la terneza de los ojos fue en mucho el lloriqueo por los potentes focos que le daban en plena cara.
Darío no volvió a ver a Bele. Cuando salió del colegio fue recto a su casa; siguió estudiando con ahínco, buscando en ello el olvido. Siguió, así, estudiando, por más de dos semanas. Estaba sin moral, sólo en un arranque de voluntad pudo estudiar dieciséis horas al día. No perdía un minuto. Porque el primero que hubiera libre, sabía, lo emplearía en pensar en Bele. Y esto le quitaría las fuerzas para seguir estudiando. Y necesitaba estudiar. Cuando llegaron los exámenes estaba extenuado del trabajo y la tensión. Falto de sueño y de ánimos, profundamente herido por el desprecio, reprochándose duramente las ilusiones que tuvo, suspirante y ojeroso, andaba camino del primer examen.
El primer examen era el de latín.
Se examinaba en un aula larga, con ventanas a un lado y puertas al otro. Al frente, en un escaño, la pizarra, y el sillón del catedrático. Al fondo, los profesionales de la copia. En los primeros bancos los aduladores y demás perrillos falderos de catedrático. En el medio, la masa estudiantil, amorfa y abotargada, confusa.
En aquel aula, llena de gente, en un día de últimos de junio, hacía calor. De buena gana todos se hubieran aflojado las corbatas y desabrochado los cuellos. Pero no podían. La costumbre académica lo hacía causa de expulsión de examen. Y por eso estaban aquel día de junio más de doscientas muchachas y muchachos de diecisiete a veintitantos años sudando. Sudaba todo el cuerpo. Caían las gotas por los brazos, desde las axilas. Por el cuello. Por la cara. Las frentes estaban empapadas. En los hombres, el pantalón se pegaba por debajo de la rodilla; y tenían que despegarlo de vez en cuando. Las manos se pegaban a las plumas y manchaban el papel de examen. Los dedos se cansaban de apretar la pluma para que no se escapase. Había poca luz: las persianas no podían abrirse, a causa del calor. Y aquella penumbra, a las cuatro de la tarde de un día de finales de junio, producía una insistente invitación a la modorra. Muchas cabezas que intentaban descifrar un misterioso texto de latín —misterio en el que tomaba mucha parte el bar de la Facultad— se sentían pesadas e incapaces.
Todos los exámenes eran semejantes. El día de examen que aparecía nublado o lluvioso era acogido con un suspiro de descanso por los estudiantes. El día en que apretaba el calor eran más los que abandonaban pronto el aula. Muy pronto: alguno no tardaba ni cinco minutos.
Aquel año todos los días hizo calor. Todos los exámenes se hicieron pesados. Excepto en latín y griego. Darío tardó en todos ellos más de tres horas. Hubo uno —Historia— en el que llenó veinte folios de apretada letra a través de cuatro horas de trabajo a ritmo intenso. La mano derecha estaba agarrotada: tuvo que dejarla quieta, desentumeciéndola, más de veinte minutos. Los ojos se cansaban. Le costaba respirar aquel aire —viciado a pesar de las ventanas abiertas y de la prohibición de fumar—. La espalda le dolía de estar inclinado sobre el papel. Le costaba cambiar el cuello de postura. Y con las piernas ya no sabía qué hacer. Pero siguió luchando contra el tiempo —que ya se iba acabando— porque había suspendido el promedio del curso.
Así hizo cuatro exámenes más, en una lucha contra el tiempo y el cansancio.
Mientras tanto la pandilla hacía su vida de siempre. Seguían reuniéndose los domingos por la mañana. Pero ya no en el quiosco de la Castellana, sino en la piscina de Zaro.
Zaro, grueso y bajo, era un comodín en la pandilla. Cuando no sabían qué hacer organizaban algo en casa de Zaro: un baile o un baño. Zaro se dejaba llevar, sin oponer ninguna resistencia. No se atrevía a decir nada. Todos los años la pandilla invadía la piscina de su casa. Lo más que Zaro hacía era ir a bañarse a la de un amigo suyo que vivía cerca.
Comenzaron a ir los domingos por la mañana. Luego, según fueron terminando de examinarse, iban entre semana, cada vez más gente y por más tiempo. Al borde de la piscina se tumbaban sobre la hierba a tomar el sol. Por lo demás, todo era igual que si estuvieran en el quiosco de la Castellana. Las criadas de casa de Zaro llevaban coca-colas, cervezas, almendras y tapas. Ellos y ellas picaban con displicencia de todo, como cuando estaban sentados en el quiosco. Las conversaciones eran las mismas. Si cabe, un poco más apagadas.
Bele y Piti iban todos los días a la piscina. Piti se había enterado a medias de lo que había pasado entre Bele y Darío. No cejaba en intentar enterarse de todo. Asaltaba una y otra vez a Bele con preguntas. Bele procuraba no contestarlas, sino atender a la conversación general. Conseguía de vez en cuanto desasirse de Piti. Pero a poco Piti aparecía cerca y reanudaba la inquisitoria. Bele acababa por contestar algo. Y se encogía de hombros. Piti le reprochaba veladamente su conducta. Solía acabar la discusión cuando una de las dos se echaba al agua.
Al día siguiente Piti volvería a insistir. Y volverían a acabar enfadándose. Fue la misma escena repetida durante cinco o seis días. Al fin, Piti tuvo que renunciar a hacer preguntas. Piti estaba resentida contra Bele. Le gustaba Darío. A Bele no. Pero con sus coqueteos le había encandilado y le cerró el paso a ella. Bele sacudió el asunto con desprecio y siguió tomando el sol.
Uno de aquellos días Piti encontró a Darío en la calle.
Venía de un examen, cansado. Ella le dio conversación. Él la convidó a tomar algo. Con cierta vergüenza, desde luego, él volcó en ella toda su desilusión, que por entonces ya se había extendido a los amigos en general. Ella le suavizó. Quedaron citados: fijaron día, hora, sitio. Al cabo de un tiempo Darío se despidió, alegando que tenía que estudiar.
Habían quedado citados para la tarde en que Darío tenía el último examen. Pero llegó muy cansado a su casa. La telefoneó: aplazaron el encuentro para dos días más tarde. Quedaron también en que Darío buscase un amigo con coche. Consiguió convencer a Antonio.
Fueron a bailar a una sala que había al borde de la autopista de La Coruña. Antonio conducía. Llevaba al lado a su pareja, una sueca llamada Birgitta. Darío y Piti iban detrás.
Se sentaron en una mesa en el jardín. A los terceros tragos de los cubas-libres y el coñac con soda salieron a bailar. El ron y el coñac habían iniciado su actividad.
Birgitta, de un cutis rubio muy estirado, era simpática y dulce. Piti también se mostró simpática y dulce. Estaba asistiendo a una nueva faceta de Darío. Estaba comunicativo, incluso ocurrente. Y con el traje de verano tenía un aire más elegante y mejor tipo. Darío también observó que estaba como más posada; y que tenía un cuerpo excelente. En consecuencia, bailaron quietos y apretados, disfrutando cada cual del otro. Querían desaparecer el uno en el otro. Llegaron a sentirse encariñados.
Pasaron casi tres horas bailando uno contra otro. En el coche, a la vuelta, Piti se reclinó en Darío. Birgitta iba reclinada en Antonio; el brazo de éste la rodeaba. Piti se tumbó boca arriba en el regazo de Darío contemplándole. Pensaba en sus ojos —que seguían tristes a pesar de la animación de la tarde y del coñac con soda—. Seguían tristes aunque se reía la boca. Piti sintió compasión por aquel muchacho orgulloso que había sentido aplastar su orgullo por otra fuerza. Le rodeó la cintura con el brazo, apoyando la mano en la cadera. Darío la miraba con cariño. Pero sólo era cariño de agradecido. Darío observaba el subir y el bajar de sus fuertes pechos. Se inclinó un poco, suavemente, y la besó. Ella le rodeó el cuello. Y así siguieron un rato. Luego Piti se incorporó. Siguieron abrazados. Darío pasó un brazo tras el cuello de Piti. Su respiración se hacía entrecortada, por verse atendida por un hombre a quien quería. Aunque sabía que nunca la amaría y que era posible que incluso en aquel instante pensase más en la otra. Quizá nunca más volviera a estar él para ella. Sorbía aquella única ocasión, para enjugar con ella el recuerdo futuro. Aquello ayudaría a Darío en su pena.
Y Darío olvidó a Bele por vez primera en mucho tiempo.
A todo esto, Birgitta y Antonio seguían abrazados. Habían parado hacía un rato el coche en un rincón oscuro y solitario de una carretera olvidada. Hacia delante y hacia atrás había cada poco trecho coches, también parados y apagados.
En su casa, en la cama, desvelado, le vino, a Darío, a la memoria la tarde pasada con Piti. Se mezclaba el recuerdo con las estrofas de una joya de García Lorca. En el duermevela sin guardia se mezclaron ambas cosas. Piensa Darío:
Y que yo me la llevé al río…
«No fue al río adonde me la llevé. Tampoco me la llevé. Vino ella. Y que me la llevé casi por compromiso. Yo creía que era boba niña de diecisiete años. Y era mujer ansiosa. Y la ansié. Y me ansió.
»No debí hacerlo. No. La he tratado más o menos durante cerca de un año. Y creí que sólo era lo que aparentaba: niña de peinados de moda, cría de colegio de monjas y de la Castellana. Como las otras. ¿Será como las otras? ¿Serán las otras como ella, como ella es, ahora que sé cómo es? ¿Me habré equivocado? Todas me parecían pajarillos parlanchines. Siempre hablando de coches, últimas modas, esquí. Siempre girando los ojos, y con las melenas tapando media cara, tan tuertas por fuera como por dentro. Siempre distinguiendo entre «lo fino» y «lo que no es fino», «lo de moda» y «lo anticuado», «lo de mal gusto» y «lo del bueno».
»¿Serán todas como ella? ¿Bele también? Yo pensaba que Bele era un bibelot fino, con la gracia de recién mujer, aún niña. Y ahora me entra la duda. No la duda. No. Bien he visto que tiene fuerte voluntad, carácter. Y no es tan cría como me parecía. ¿Como me parecía o como quería yo que me pareciese? No sé. ¿Era ya mujer cuando la creía mozuela? ¿O ha cambiado luego? ¿Me he equivocado? ¿Era yo el mozuelo que me creía hombre?
»Piti. Yo creí que era mozuela. Mozuela de cuerpo y alma. Pero, al tocar en aquel coche su pecho; (sí,
en las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos).
»Sí. Entonces advertí con claridad que no era ya mozuela, sino moza garrida.
»Bele. ¿Era mozuela o lo creí yo así? ¿Estuve todo el año construyendo castillos de arena, casas de papel, montañas de naipes? ¿Fue todo imaginar sobre la imagen? No. No pudo ser que tanto errara. ¡Si además bien claro lo daba ella a entender, con tan voluble charla! En las líneas de su cuerpo, aún sólo esbozadas. En su reír. En su habla. En todo decía ella que era mozuela chica. Pero también pareció Piti. Y más que ella, aunque su cuerpo era más lleno. Y me he llevado sorpresa.
»No sé. No sé. Yo me porté como a mozuela. Y ella conmigo. Pero quizá me rehuyó por poco hombre, porque a sus ojos era mozuelo y ella no era también mozuela. Porque los dos hacíamos de mozuelos sin serlo. Pero yo no puedo decir que no quisiera enamorarme, que no me haya enamorado
… porque teniendo marido
me dijo que era mozuela…
… no cuando la llevaba al río, sino cuando íbamos a la Castellana con la pandilla, o a guateques».
Siguió todavía un rato debatiéndose entre preguntas nostálgicas. Acabó por dormirse.
Había llegado la noche.
Pero una noche corta de verano. Y siempre al resplandor de luna llena.