XXVI

VENÍAN ANDANDO por la Castellana. Hacia tiempo que no se veían. Llovía bastante. En las losas del paseo había charcos. La tierra de ambos lados estaba barrosa y tenía color de sapo. Las gotas de agua cloqueaban al caer sobre los charcos. Por la calzada pasaban muy de tarde en tarde coches, a gran velocidad en rectas y frenando al límite en las curvas. El asfalto brillaba con lujuria, húmedo, bajo la fuerte iluminación. Entre las sillas amontonadas de un quiosco con los cierres metálicos echados había una pobre prostituta de la más baja categoría, esperando por rutina a que en algún momento llegara el negocio. Era, sin embargo, noche avanzada: las tres o las cuatro de la madrugada.

Iban por el andén de los impares, camino de los Nuevos Ministerios, con las solapas de las chaquetas subidas. Por fuerza de costumbre procuraban ir bajo los árboles, aunque la poda última los había reducido de tal modo que no paraban lluvia. Luis llevaba los zapatos calados de agua. A cada paso notaba la suela rezumando bajo las plantas de los pies.

Mientras iba fijándose en estas cosas, Darío debió de estar dando vueltas a algo en la cabeza. Porque en cierto momento, tras dos bocacalles en silencio, dijo:

—… pero es triste.

—¿Qué?

Cuatro pasos. Siguió.

—Encontrarse así.

—¿Cómo?

—Tan fastidiado. Sin ilusión por nada.

—¡Hombre, no digas!

—Sí digo. He puesto ilusión en tantas cosas, y todas me han fallado.

—A ti te duele lo de Bele.

—No. Llevo una época bastante tranquila. Aquello no me influye… ¡Vamos, no me influye directamente! Sí me influye en cuanto a que antes me influyó, y lo que hice antes determina en cierto modo lo que pueda hacer ahora.

Cambió de tono. Hablaba ahora despacio y se paraba a menudo, meditante.

—No, no es eso. Es algo, sí, en fin, distinto. He buscado, he confiado, he esperado de todo, por sucesión, y todo me ha defraudado. ¡La ilusión que yo he puesto en las cosas y lo que se me ha pagado!

—Es que no puedes esperar pago ninguno.

—Ya. Ya. Pero no sólo no me han pagado. Cuando yo pongo mi interés en beneficio de esto o de lo otro, Esto o Lo Otro no sólo no me responden agradecidos —que tampoco lo espero— sino que únicamente ponen de su parte obstáculos y críticas. Tú date cuenta, que yo todo lo tengo que hacer por mí mismo. No tengo apoyo ninguno. Lo busqué en la familia; lo busqué en la amistad, en el amor sexuado —digo «sexuado» porque a mi entender la amistad es amor asexuado—…

—Pero no debes limitarte a eso. No es lo más importante.

—Yo creo que no. El amor es lo único importante en la vida. A mí, concretamente —y perdona que siempre hable de mí: no tengo otro punto de referencia, por lo que ahora te diré—, a mí el amor es lo único que me puede resolver la vida. Siempre me queda esa esperanza. Yo ahora lo que hago es mera rutina. De todos los campos en que tiene que actuar una persona, normalmente en la mayoría su conducta está pautada por un sistema de referencia: la familia, la religión, el amor, el interés por el trabajo… A mí me falló la familia, me fallaron la religión, el amor, la amistad, el trabajo. Toda decisión que tome es un esfuerzo radical. Me tengo que extender en muchos campos, y por lo tanto el rendimiento de mi esfuerzo se esfuma. Todo me ha defraudado, por otra parte, y no tengo, por ello, ilusión en nada. Por lo tanto, me faltan las fuerzas que necesito. Muy a menudo he pensado en suicidarme.

Luis se indignó. Observó de paso que seguía lloviendo. Corrió a refugiarse bajo el alero de un quiosco de periódicos cercano. Entonces se encaró y le gritó:

—¡No seas loco! Todo lo que dices son tonterías. No presumas de débil y maltratado. Trabajas mucho más de lo que podría yo…

—… pero sin ilusión.

—… tienes una vitalidad tremenda…

—… la tenía.

—… te interesas por todo…

—Ya no. Eso fue.

—¡Y es! ¡No digas que no!

—Digo que no.

Seguía Darío con voz lenta y suave.

—¡No me digas que no!

Subió el tono y la energía:

—¡Te digo que no, y no me repliques!

—¡Te replico! Lo que te pasa es que te ocupas demasiado de ti mismo. Todo es egoísmo. Preocúpate menos de ti. No te empeñes en enamorarte. Yo lo sé: las dos veces que me he enamorado es cuando no tenía ganas de enamorarme.

Estaban parados bajo el tejadillo del quiosco. No podían sacar las manos de los bolsillos porque se mojaban. Estaban codo con codo, mirando los dos el asfalto central del paseo, brillante de luz y agua, y las luces que se perdían por la Avenida de América.

La conversación fue decayendo. Darío seguía repitiendo las mismas cosas con otras palabras. Luis también. Por un momento había escampado. Siguieron andando. A los pocos pasos vieron a una mujer. Estaba en el centro del paseo, casi de cara a ellos. Estaba ocupada con gran soltura en no se sabe qué manejos en las ligas. Enseñaba una pierna y un muslo blanco, bien formados y rollizos. Iban por el paseo del borde del andén, paralelo a aquél donde estaba. Aminoraron el paso: fueron contemplando el espectáculo gratuito de piernas y demás. La vista de aquello los distrajo de la especulación intelectual. Hasta que fue necesario doblar mucho la cabeza para verla, siguieron. Luego se olvidaron. Sin duda era otra prostituta desesperada por no encontrar cliente.

A veces se avergüenza uno de ésta y otras caminatas nocturnas. En ellas el incitante silencio lleva siempre a temas escabrosos y profundos, que se tratan muy en serio. Y se aventuran las más descabelladas tesis. Todo ello proporcionaba un disfrute angélico.

Bien es verdad que a la mañana siguiente todo se ve rebajado de líneas y vulgar. Pero el caso es que no acaba uno por decidirse si es más real y apropiado el trascendentalismo de las cercanías del alba o el vulgarismo de media mañana.