—YA ME CONTARÁS qué tal te ha ido.
—Ya.
—¿Qué tal es?
—Bien.
—Eso y nada todo es uno.
Sebastián le miró. Mirada de frente aparentando reojo. Hubo silencio.
—Bueno, nada, guárdate el secreto.
—No hay secreto.
—¿No?
—No.
—Bueno, pues di.
—La conocí en Filosofía.
—Ha sido un descuido por mi parte.
—Estaba sola, me acerqué. Es del curso.
Darío esperó que continuara.
—Del de extranjeros.
—¡Ah! ¿Está bien?
—Muy buena.
—¡Suerte! Adiós.
—Adiós.
Bastia siguió en el coche. Eran las ocho de la tarde. Estaba anunciándose el anochecer. Enfiló Cea Bermúdez a ochenta. Los semáforos pasaban vertiginosos. Los coches parados en los cruces eran espectros. Frenó en seco en una esquina. Subió al coche una muchacha. Era delgada, rubia. Color clarísimo centroeuropeo.
—Bonjour, Bastia.
—Hola. ¿Qué tal?
Arrancó.
—Bien. Hoy hemos tenido una clase muy interesante. Levet es muy buen profesor. ¿Tú le conoces?
—¿Levet? Sí, creo que sí. Me han dicho que tenéis un buen equipo. Esos cuatro, un buen equipo; y joven. Eso haría falta en toda la Universidad.
—¡Ajá!
—¡Qué adelantada estás!
—No comprendo.
—No, nada. Sin importancia. Vamos a Fuencarral.
—¿Está muy lejos?
—No, quince minutos. Dan un cordero asado estupendo. A la castellana. ¿Lo has comido? ¡Pues ya verás! ¡De relamerse!
—Y tú, ¿qué es de tu vida?
—Nada. Tirando. ¿Comprendes?
—No. ¿Tirando?
—Pues… yo creía que la Universidad era una cosa. Es otra. No me gusta. Sigo porque no hay alternativa. Eso de ir tirando.
El tránsito atrajo la atención de Sebastián. Alice, la suiza, revolvió su bolso.
Al poco rato pararon. En uno de los muchos restaurantes donde servían el mejor cordero cenaron. El limón chorreaba sobre la piel turrisca y hacía pocillos en la salsa. La carne estaba rosa, prieta y tierna. Sabrosa. La sangría regaba las bocas.
Luego montaron en el coche. Escogieron carretera de poco tránsito y poca luz. Bajaron ante una casita de los alrededores de Madrid, con diez metros cuadrados de jardín. La puerta chirriaba algo. La primera habitación estaba oscura. En la segunda dieron la luz. Había un armario barato y un tocadiscos. Algunos vasos sucios. Discos en las sillas y por el suelo. Una botella de coñac medio bebida en un rincón, lleno de polvo. La luz era poca y roja. Se veía lo imprescindible para no confundir los discos. Las paredes estaban pintadas de dibujos.
Pusieron un disco, lento, con sordina. Unieron sus cuerpos en un abrazo forzado.
Así estuvieron media hora. Sebastián intentó besuquear el cuello de Alice. Alice esquivaba suavemente. A ratos bebían coñac, de un vaso metálico alto.
—Tengo sed.
—Ven.
Fueron a la cocina. Todo estaba sucio. Enjugaron un vaso cualquiera. Alice bebió. Sebastián volvió a la otra habitación, a cambiar el disco.
—Por favor, Bastia, ¿puedes poner bien esto?
Se puso de espaldas a él. La cremallera que corría por la espalda del vestido estaba abierta un palmo. Se veía la cinta del sostén y la carne blanca-rosa. Bastia estuvo tentado de abrir la cremallera al máximo. Rozó un poco su carne y jugueteó con la cinta del sostén; pero, antes de que tuviera tiempo para decidir, ya había cerrado la cremallera en un movimiento automático. Siguieron bailando. A poco, ya ni siquiera hacían como si se movieran. Estaban quietos.
Sebastián cogió por la cintura a Alice. Subieron unas escaleras oscuras y crujientes.
Entraron en una habitación. No había más que una cama enorme en el centro, cubierta por una colcha roja. La cama era de madera. Alice se tendió en ella, terciada. Sebastián encendió un infernillo eléctrico. Los bucles de la resistencia se pusieron rojos. Estaba apoyado en la pared, inclinado, cara a ellos. De allí venía toda la luz que había. Y algo del calor. El coñac se estaba acabando. Hacía frío. La casa estaba en general abandonada, el día había sido húmedo y había soplado aire de la Sierra. En el estómago, el cordero cargaba la sangre de fuerza animal.
Sebastián se tendió. La besuqueó. Ella estaba inerte, con los ojos semicerrados. Sebastián abrió la cremallera de un gesto.
—Antes la cerraste, ahora la abres. ¿Para qué la cerraste?
—Antes no era momento.
—¿Y ahora?
—Bastia.
—¿Qué?
Las voces sonaban ahogadas, lentas.
—Por favor, no.
—¿No qué?
—Deja, déjame. Por favor.
—Pero, ¿por qué?
—Esto, esto, no me gusta.
—Quien te entienda, que te compre.
—Es que… Tú no puedes comprender.
—No.
Siguió tendida, quieta, mirando el techo. Sebastián, se incorporó y bebió coñac, de espaldas a Atice.
—Dame un poco. ¿Queda?
—Sí. Toma.
Le alargó el brazo. Alice también se incorporó. Bebía a sorbos cortos. Sebastián se arrimó a ella. Alice no se movía.
Alice terminó el vaso. Los bucles del infernillo despedían calor y luz roja. Se tendió de nuevo. Estaba todo en silencio. Sebastián miró la cara de Alice: ella le miraba. Había algo indecible en la mirada, algo como amargura. En la de Sebastián apareció la extrañeza y la incomprensión.
—¿Qué te pasa, Alice?
—Nada. ¿Puedes dejarme sola un poco, por favor?
—Sí. Pero no veo la necesidad.
Alice callaba. Bastia se sentó al borde de la cama, a lo moro, de espaldas a la estufa. Miraba a Alice. Seguía tendida.
—Todos sois iguales.
—¿A qué viene eso? No entiendo qué pasa ahora.
Alice habló con amargura suave:
—Sí, todos sois iguales. Veis una mujer y no pensáis más que en acostaros con ella.
—No. Eso sí, es cierto. Pero hay algo más.
—Quizá con vuestras novias. Las extranjeras son fáciles, pensáis.
—Eso es una tontería, Alice, y lo sabes.
—Sí, lo sé, sé que es verdad, no una tontería. Las españolas no se dejan hacer, las extranjeras sí. Eso pensáis.
El infernillo chillaba calor. De repente Sebastián notó que la excitación del cordero y del coñac había cesado. Alice seguía, en lamento:
—Una extranjera, ¡qué bien para divertirse una noche! Luego se la olvida.
—No, no. Eso sí que no es cierto.
—Sí es cierto.
—Algunos quizá piensen así. Yo, desde luego, no.
—Todos decís lo mismo. Después…
Hubo un silencio.
—Después, ¿qué?
—Nada. Después nada. Otra extranjera, otra noche. Y otra, otra.
—¡No! No digas eso. No es cierto.
—Tú no haces más que decir «no es cierto», «no es cierto». Pero no se te ocurre más… porque no puedes decir nada más. Porque es como digo.
—¡No! ¡No! Otros, quizá sí. Yo no.
—Todos igual. Siempre promesas. «Yo no, yo no». Y después, él sí, tú también. Y Alice ¿qué? ¡Nada! Ya les ha dado placer, ya no sirve para más. Ya no interesa. Después, más tarde, os casáis con una española…
—No. Yo no pienso casarme. Por lo menos con una española.
—Ya. Pero la familia, la posición social. Os casáis con una española. Y tiene que ser virgen. No admitís que no lo sea. Vosotros os habéis divertido, pero ellas… Y luego…
—Yo te aseguro que estás equivocada. No me casaré. Y si lo hago no me importará que sea virgen o no. ¡Estoy cansado de la castidad ficticia, que se olvida en cuanto se cierra la puerta de la propia habitación! No es natural. O nada, o todo.
—Ya: para vosotros, todo; para ellas, nada.
—No: todo para todos. Es lo natural, si se hace sólo cuando se necesita y con persona querida. No si se hace por manía, por esnobismo…
—Con esos argumentos no me convences. Estarías conmigo esta noche. Me prometerías que no me ibas a olvidar. Luego, una vez que hubieras disfrutado, ¿qué te importa lo que sea de mí? ¿Qué te importa lo que sienta Alice? Sólo pensáis en vosotros.
—No. ¡No me reproches eso! Es lo que siempre he echado en cara a las mujeres: que no tenían en cuenta lo que dentro de mí hubiera. Algunos, sí serán así. También algunas mujeres son así. Mira —avanzó el torso hacia ella, la miraba fijamente—: Yo he tenido la ilusión de encontrar una chica distinta, de salir adelante. Esperaba que la Universidad se portara bien conmigo. Quería dejar atrás todo mi bachillerato, todos mis fracasos. Mi complejo de inferioridad, mí familia. ¿Por qué iba a estar condenado a estar siempre seco, huido, a ser echado de todas partes? Pero no pude: no he podido hacerme a su forma de ser. Ellos ven las cosas de otra forma. Son gente que no han sufrido.
—Y tú sí has sufrido, ¿no?
Alice había cambiado de postura. Sebastián le estaba acariciando la pantorrilla. Al interrumpirle Alice, levantó la mano; la miró extrañado.
—Sí. Sí, he sufrido. ¿No lo crees? Muchos no se dan cuenta de que los niños y los adolescentes son capaces de sufrir. Y de sufrir en carne viva. No entienden que sus problemas, por pequeñeces que puedan parecer miradas de lejos, para ellos son su vida; y que se toman en serio, muy en serio.
—Todos decís lo mismo. Todos habéis sufrido mucho. Da importancia.
—Pues en mí es cierto. Mis padres están separados. La vida con mi madre, en el colegio, ha sido muy difícil. He crecido solo, a tientas. No sabía «ser fino» con las chicas. No bailaba bien. Era huraño. Tuve que aislarme. Me echaban. Deseaba vivir con gente, deseaba amigos. Pero siempre me equivocaba. Luego, la Universidad. Creí que encontraría chicas más formadas, más comprensibles. No. No ha sido así.
—Y tú aprovechas a las extranjeras, que son fáciles.
—No. Tú me gustas. No demasiado. Pero me agradas. Por eso quiero estar contigo. Por eso hemos venido aquí. Si fuera capaz de sentir algo más, sólo atendería a mi novia. Pero no puedo. Llevo dos años en la Universidad y he agotado las soluciones. Necesito cariño, igual que tú. ¿Por qué no vamos a poder hacernos un favor el uno al otro?
—Porque lo que dices no es cierto. Lo piensas ahora. Ya se sabe: la luna, la noche, el silencio, la soledad, el coñac, un cuerpo cerca. Se hacen esfuerzos sobrehumanos para justificar las acciones propias. Pero a la mañana todo es viejo, olvidado.
—Alice, Alice. No seas así. No puede ser que no me creas. Es cierto. Soy sincero. ¿Te das cuenta de lo que es para mí? ¡Por una vez en la vida soy sincero!
—No, Sebastián, no puede ser.
Sebastián creyó que cedía. Se recostó contra ella y comenzó a acariciarla por encima. Ella le tenía la cabeza con pena, pena por ambos. Alice cedía algo.
Hubo un silencio. Sebastián estaba acurrucado junto a ella, sorbiendo su calor.
—Decías, Alice, que qué me importaba lo que tú sintieras.
—Sí.
—Tienes razón. Casi nunca tenemos en cuenta vuestros sentimientos. Pero es que no podemos.
—¿Por qué?
—Porque estamos en mundos distintos. Hemos crecido separados.
—Bastia, no; no busques explicaciones; no merece la pena.
—Sí, es cierto… Los niños y las niñas son diferentes… Cada uno va concibiendo un mundo a su antojo. No se conocen. No sabemos qué sois vosotras, ni vosotras qué somos nosotros. Vamos aprendiendo tarde, ahora, a tropezones.
La luz corta de la estufa eléctrica proyectaba sombras rojas desvaídas. El silencio se hizo. Se notó más el frío. Alice se adaptó a Sebastián en repliegues.
—Tampoco a vosotras os importa casi cuáles son nuestros sentires.
Alice meditaba.
—También sentimos nosotros, Alice. También nos doléis.
—Bastia, Bastia.
—¿Empiezas a creerme?
—Un poquito.
—Ya ves. Me han dolido muchas veces las mujeres. Yo te he dolido hoy, a ti. Y eso que me gustas.
—No lo creo, eso. No vuelvas; no intentes convencerme.
—Sí, tienes razón. Cada cual ha de ir por ahí sin el otro. ¿Cómo ha sido?
—¿Qué?
—Esto. ¿Cómo es que nos hemos cerrado el camino el uno al otro?
—No sé. Quizá nos hemos puesto muy serios. En estas cosas no se debe hablar. No se debe pensar. Porque es volver al mundo. Es cerrar la vía libre a la naturaleza.