XXIII

EL CURSO, pese a la avanzada fecha, era una incógnita.

Cuando uno volvía la vista a los meses pasados, no distinguía nada. Todo era un borrón gris lleno de zozobra. Cualquier detalle pasado por alto en alguna de las infinitas clases habidas podía acarrear el suspenso de los próximos días. De tropezón en tropezón la gente había ido estudiando las asignaturas. Todos, a salto de mata, habían terminado la mayor parte de los programas. Pero eran muy extensos: en cada página, en cada línea, en cada figura o en cada fórmula podía haberse trastocado algo. Algo que no tuviera importancia en el conjunto de una asignatura, pero que podía ser fundamental para una pega del examen. Había la seguridad de que, de los mil detalles inadvertidos, caerían varios. Sólo cabía esperar que se pudieran salvar con un rodeo diestro.

Así que los estudiantes volvían una y otra vez sobre lo sabido, para amartillarlo y pulirlo; y no se preocupaban de estudiar lo no sabido. En los próximos días se celebrarían unos catorce exámenes, entre finales, últimos parciales y de prácticas. Eran más de los que se habían hecho durante el curso: eran decisivos; las notas anteriores servían de orientación, pero de nada más. La hora de la verdad llegaba.

Todo era ansiedad y algo de impotencia. Nadie perdía el tiempo en criticarse los fallos anteriores o encomiarse los aciertos: de poco valdrían ante los que se cometieran en los días próximos.

Nadie sabía casi nunca cuáles podía aprobar. Había probabilidades a favor de una u otra asignatura, pero nada más. Sólo alguno de más edad podía asegurar con cierto conocimiento sus suertes.

Al revisar el curso se le veía como una laguna negra, compacta, llena de riscos. Al otro lado estaba la orilla tranquila, la seguridad. La desazón invadía a quienes no confiaban pasar: era estar aún más tiempo en el aire. Era no llegar a ser sin dejar de ser. No aprobado el curso no se era nada aún: no había título que respaldase el esfuerzo. No se era universitario. Pero no se dejaba de serlo tampoco. Un alumno de primero: poca cosa, aun sin entrar de lleno.

La juventud es época de tanteo. Desde que se nace a la iniciativa mental personal, allá por el principio de la adolescencia, todo es un ir y venir sin compás. Nacen al mundo sin saber nada, por lo menos nada de lo importante. Los colegios, las familias, les han enseñado a sumar, los huesos de la cabeza, a veces a leer. Casi nunca a cosa distinta. Pero no les han transmitido una válida concepción del mundo. Les han hablado de cosmología, de plantas y animales, de religión, de filosofía de Aristóteles, de alguna cosa más. Con ello les han abierto vías a un mundo lejano, al que no llegarían por sí solos. A un mundo que incluso a algunos interesa. Pero no les han ayudado a entender el mundo próximo, el de cada día. Muchos, a los quince años, saben más de geografía de África que del sentido de sus actos de siempre. Y cuando los padres o los profesores han sido capaces de confiarles una imagen sensata del mundo del rededor, va siempre plagada de matices personales y de verdades particulares de la generación de veinte o treinta años antes. Nunca sirve del todo.

El hombre —la mujer— joven se nota nadando en un vacío espantoso. Él —ella— y las cosas están unidos por lazos desconocidos que se anudan en la gente mayor. Él —ella— no conoce esos lazos. No puede, por tanto, gobernarlos. En tanto no lo consiga no se siente persona individual. Empieza entonces con frenesí a querer cerciorarse de todo por sí, a ponerlo todo en tela de juicio, a no aceptar por autoridad extraña más que lo imprescindible. Tanteando, ciegos, van apretando resortes. A veces dan en piedra dura, plana o cortante. A veces miden mal las distancias y manotean en el vacío; o se estampan contra un muro; o se hunden en un pantano; o pierden pie y caen, vacío abajo.

Mal que bien van avanzando. Presos de pánico nervioso, se aferran a cualquier cosa que parezca asidero. Aceptan cualquier aseveración con el mínimo viso de verdad. Tienen prisa por hacerse una idea del camino y disponer de elementos de viaje, la cosa es echar a andar cuanto antes… Hay que tener pronto un concepto del mundo, de las cosas, de las personas, de las actitudes, de los fines; hay que tener pronto unos principios base, unas creencias evidentes —o que lo parezcan—, unos criterios; la cosa es poder actuar sin ayuda cuanto antes.

Muchas veces se equivocan. Muchas veces se pagan con creces los errores. Siempre hay lucha con la generación padre. (Y, lamentablemente, suele concentrarse en las verdades particulares de cada generación; no suele ir al hueso mondo.) Pero, a pesar de todos los inconvenientes, gracias a todo este trajinar alucinado, a toda la energía perdida en banalidades y luchas internas; gracias a todo ello van llegando, poco a poco, hacia el principio. Lo serio empieza cuando, al rajar una cortina como tantas otras, abren sus ojos a un panorama sin medida. Las cosas se han mudado. Ahora sobran los caminos, los entrelazajes, los roces con el mundo piel con piel. Ahora falta precisamente la ayuda de fuera. Las almas se han hecho impenetrables; cada una tiene un mundo propio y un lenguaje propio. Nadie la entiende ni a nadie entiende.

La cortina se rompe, entre los estudiantes, hacia el final del bachillerato. O, en todo caso, al comienzo de la Universidad.

El llegar a la Universidad coincide, o difiere en poco, con la hendidura en la cortina. El paisaje es vasto, de una anchura y profundidad desconocidas. Hay que explorarlo. De nuevo, ciegos, sin rosa de vientos, tantean la desconocida inmensidad del mundo desconocido. El primer curso de la Universidad es el tiempo en que se explora, a base de textos e intuiciones, la embocadura de la hacienda. Se ha pasado la mano por el labio rápidamente. En algún punto una sensibilidad sobreexcitada ha dado un estampido. Al final del curso se tiene idea de la línea de entrada, se presiente la enormidad del espacio digno de explorarse… Se sabe un poco de todo, y nada bien. Todo son atisbos, inquietudes, instintos.

Seguirán aún algunos años gastando sin rendimiento energías en un frente muy dilatado. El fondo penetrado será poco, delgado. La vida presionará ya mucho, se impondrá la necesidad de avanzar pronto en la carrera, aprobar asignaturas… Se irán abandonando ya desde el principio amplias zonas del frente. Aún las energías serán pocas para la amplitud que quede. Se abandonarán nuevas zonas…

La historia del avance de un hombre en la vida es la de los repliegues desilusionados que necesita hacer para conservar las fuerzas. Hendir un punto cuesta el abandono de una línea entera.

Es claro por qué los estudiantes no tenían idea de cuáles ni cuántas asignaturas podrían aprobar. El frente era aún demasiado ancho. Sólo los más viejos podían presumir de su previsión.

Miguel tenía la seguridad de aprobar el curso. Había trabajado mucho. Ahora ya iba a la Facultad más confiado. Estaba seguro de vencer al edificio, en una lucha por segundos, gris, en la que muchos iban a caer. Regresaría a Carrascalejo tranquilo a pasar el verano. En octubre ya comenzaría otro curso, ya se sentiría centro de la Facultad. Ya no habría ninguna diferencia entre él y sus compañeros.

Miguel sabía ya que él iría seguro, paso a paso, caminando por una línea hacia el fondo. Su victoria estaría en llegar más hondo, habiendo partido de más fuera. A veces, es cierto, envidiaba a aquéllos que podían dedicarse a jugar a conocer. A aquéllos que podían hacerse una mente amplia desde el principio, porque querían y porque tenían tiempo para leer, para pensar, tiempo que podían dedicar a meditar las cosas, a juguetear en su conocer, recreándose en su ejercitarse. Porque no tenían necesidad inmediata de dedicar su tiempo a la carrera. Porque tenían dinero. O lo ganaban sus padres.

Sonreía a veces al pensar en María Carmen. No tendría más remedio que declararlo a sus padres: se escribirían todos los días. Le preocupaba qué dirían los padres de ella; y sentía cierta inquietud.

Llevaba camino de ser un buen especialista.

Melletis salía con una muchacha del curso pero de otro grupo de prácticas. También se llamaba Carmen. Era de media estatura, bien pareja a él. Delgada, de mano larga y estrecha, dedos sensitivos. Pómulos suaves; nariz fuerte en el centro, fina en el entrecejo. Formas ligeramente angulosas. Ojos serios. Sonrisa ancha y fácil.

Hablaban y hablaban. Siempre con pausa. Ambos se tentaban las ideas. Y exhalaban un gemido de gozo cada vez que encontraban uno al otro morbideces que encajaban.

Melletis iba encaminando sus fuerzas cada vez más en lo político. El espejismo de lo social que le había invadido en el Preuniversitario iba rasgándose por las esquinas. Cada trocito de llanura que desprendía era sustituido por un pequeño relieve, más meditado, más estudiado. La pasión sola del principio iba empezando a transformarse en reflexión. De momento era un poco de reflexión apasionada. El tema hacía succión en la vida de Melletis y vertebraba su ir y venir intelectual. Fuera de él, todo perdía naturaleza. El juicio perdía justeza y precisión. Pero ganaba intensidad. Y vivir intensamente, a pesar de ser burgués en el fondo, es atractivo.

Melletis sentía en Carmen algo de él: el espejismo de lo social había estado prendiendo en ella los últimos meses. Él, conocedor del terreno, procuraba pincelar los nudos difíciles para acelerar los brotes en ella, dirigiéndola por el mismo camino que él acababa de recorrer. Ella se interesaba. A veces llegaba a anotar frases dichas por Melletis en una libretilla. Eran frases que sonaban bien.

Del curso aprobarían algunas. En el fondo no les interesaba. Su interés iba girando acelerado hacia lo político-social y lo que estaba en contacto con ello.

Al encontrar que el campo por recorrer es muy vasto para sus fuerzas, unos optan por hendir una línea hasta el fin y, de seguir en ello, llegan a buenos especialistas o a sabios en su especialidad. Otros, hienden un trazo algo más grueso y están dispuestos a explorar las ramificaciones por un trecho, aun a costa de perder profundidad: serán hombres cultos. Unos y otros —los Migueles y los Melletis— tienen una pauta a seguir. El camino será duro, pero no muy complicado.

Luis seguía estudiando. No se preocupaba por más. Sólo porque su padre tuviera que enfadarse en junio. No había más que una cosa clara: no aprobaría todas. Sin embargo, dedicó los últimos días a editar unos apuntes de prácticas de Física, quizá con la secreta esperanza de convencer a su padre de su interés por el estudio.

La idea se le ocurrió tarde, a principios de mayo. Oyó de pasada que uno se quejaba de que faltaran apuntes de ello. Y se le ocurrió hacerlos. Buscó dos cuadernos de prácticas y, junto con el suyo, compuso unos apuntes cortos y manejables, reducidos a lo elemental pero serios. Consiguió el visto bueno de un auxiliar. Y se puso en contacto con el que manejaba la multicopista del S. E. U. de la Facultad.

Estudiaba por las tardes. Trabajaba por las noches en los apuntes, de ocho a diez menos cuarto. Según terminaba, corría a casa del auxiliar: dejaba nuevo original y recogía lo que hubiera corregido. Volvía, cenaba y se acostaba. Por las mañanas iba al S. E. U., tiraba ciento cincuenta hojas por clisé; terminaba a las dos. Iba a su casa. Después de comer estudiaba. En siete días de este régimen consiguió editar las cincuenta páginas de los apuntes.

Se vendieron bien. Además de ganar unos cientos de pesetas se hizo popular. Todos los del curso le conocieron. Él hacía como si presumiera de ello y le satisficiera. En realidad no le importaba.

A Luis le importaban muy poco las cosas. Por eso aparentaba broma. Había sido buen estudiante en el bachillerato, de los que sacan nota. Había llegado prematuro a romper la cortina. Se había sentido importante ante lo dilatado del trabajo. Se había notado extraño ante los demás, los que aún no la habían roto. Luis tenía entonces, a los quince años, un carácter fogoso y dinámico, más que ahora. No admitía medias tintas. Si se hubiera sentido capaz, hubiera emprendido la tarea de explorar todo el gran espacio abierto a sus ojos. Pero vio que nunca tendría éxito digno. Decidió no hacer nada, no explorar nada. Las cosas, las realidades, estaban ahí, presentes en el contorno. Las aceptaba. Las usaba. No hacía preguntas ni a sí mismo. No quería saber un poco; y como no podría saber todo, prefería no saber nada. Nada más que lo que viniera a él. Él no iría a nada.

Había corrido un telón sobre su vida anterior de estudioso. En cierto modo compadecía a los que aún lo eran. Sus ánimos los encauzó en jugar al baloncesto. Nunca miraba atrás.

Alejandro luchaba frenéticamente con el curso. El suyo era más claro que el de Luis. No había duda de que aprobaría todas. La lucha de Alejandro era por sacar todas las matrículas que pudiese. Necesitaba por propia estimación quedar en todo lo posible a la cabeza.

Había llegado más tarde que Luis a romper la cortina, pero había sido antes de entrar en la Universidad. Su decisión estaba tomada. Tendría acción en todos los frentes y en todas las profundidades. Hasta que expirase de cansancio o de confusión.

Así iban. Del choque con la cultura ambiente salían las soluciones que cada cual se daba. Como siempre fue para todos, predeterminaban su carácter en la actitud adoptada. Todo era cuestión de organización de fuerzas. Todo era cuestión de fijar qué pruebas satisfacían a uno y qué se exigía uno. Era encontrar la zona de ataque a la cultura, el grado, la regularidad. El atacar no llegaría hasta bastante más tarde.

En esto, como en todo, atacar pronto no es atacar mejor.