EL DÍA SEÑALADO para salir con Bele, Darío estaba en el portal de la casa de ella. Paseaba a lo largo de la acera lentamente, haciendo tiempo a que saliera.
Pasaron cinco minutos. Encendió un cigarrillo. Lo fumó despacio: estaba queriendo prometerse que, si no salía ella pronto, al acabarlo se iría.
Acabó el cigarrillo. Siguió paseando cansino. Pasaron otros cinco minutos más. Ya llevaba casi veinticinco esperando. Empezó a ponerse nervioso. Encendió enfadado otro cigarrillo. El mal humor le subía en oleadas. Todavía a medio fumar, tiró el cigarrillo. Lo pisó con rabia con la punta del pie. Echó a andar. Se marchaba.
Justo entonces llegaba Bele por la calle, con aire feliz. E inocente. De buena gana Darío sólo la hubiera saludado y hubiera seguido adelante. Pero le pareció idiota perder la ocasión que tanto había deseado. Se paró en seco y esperó a que llegara ella allí.
—¡Hola! ¿Te he hecho esperar mucho?
—Sí. Un rato largo.
—¡Pobrecillo!
Aquel «pobrecillo» le molestó. Consiguió dominarse. En realidad, Isabel no había oído la anterior respuesta de Darío. Ya se encaminaba pizpireta hacia el portal, volviendo la cabeza al decir:
—Ven. ¡Tengo que subir a cambiarme!
Darío entró en el portal con ella.
—Mira.
Subían en el ascensor. Era pequeño y reluciente Darío miraba a Bele. Estaba él apoyado en las puertas —los tiradores de éstas encajados entre sus paletillas—. Ella, derecha, a la izquierda de Darío, casi de perfil, mirando al suelo. Él, con cierta dejadez; mirándola, estudiando las líneas de su cara: la suave curva del puente de la nariz, la tersura del pómulo, la boca fresca. Ella, viviendo su importancia, dejándose mirar. Y observando —de paso— qué descuidado era Darío: tenía les zapatos polvorientos, y uno casi desatado.
De repente ella sacó algo de su bolsillo de brazo.
—¡Mira!
Había erguido la cabeza en un rápido trazo. Le tendía la mano medio cerrada que sostenía algo.
Darío salió del ensueño. Miró la mano. Era una pequeña piedra de río torrente, color salmón, redondeada y pulida por la caricia del agua en muchos siglos. O por la de muchas manos como aquélla, en capullo. Sobre la piedra había unas pinceladas de color fuerte, en óleo.
—¿Te gusta? —preguntó Bele.
—Psé.
Darío pensaba que era más bonita la piedra desnuda, rosa-salmón, mate y pulida.
—¡La ha pintado Samuel Burgos!
Samuel Burgos era un pintor de fama. Hombre —se decía que no lo era propiamente— de sesenta años y cabello blanco brillante. Pintaba a gran color; con masas grandes de pintura, movidas, de gran fuerza expresiva en sus paisajes. Darío había visto varios cuadros suyos. Y le gustaban. Entendía a su través el carácter atormentado, o resignado, o sereno, de cada paisaje. Pero la piedra aquella le gustaba más sin trazos de pincel. Además, ¿qué interés podía tener que los hubiera dado Samuel Burgos? Lo mismo podían ser de un niño de tres años. O manchas de poner encima botes de pintura. Al oír la última exclamación se concentró en Darío un odio que sentía por lo que llamaba «deificación de personalidades». Era el hablar de todo gran hombre como de un predestinado. Era el ver valor no sólo en aquello suyo que lo tenía, sino también en todas aquellas cosas que eran en él igual que en todos los demás y sin mérito. Todo se agolpó en su cabeza. Hubiera querido protestar del papanatismo. Pero no quiso ofender. Sólo dijo:
—¡Ah!
—¿Le conoces? —preguntó sin mucha seguridad Isabel.
—Sí —contestó Darío con acento seco.
Él pensaba:
—¡Qué idiota es! Se figurará que soy un inculto y que no le conozco. ¡Qué presumida! ¡Claro: una niña mimada!
Ella pensaba:
—¡Qué antipático es! Y además inculto. No ha oído hablar de Samuel Burgos. ¡Con lo bonita que es esta piedra! —Guardó la piedra de nuevo en el bolso—. ¡Habiéndola pintado Samuel Burgos! Pues le voy a fastidiar:
—Vengo ahora de su casa. Me lo ha dado.
—Mira qué bien.
Por fortuna para los dos el ascensor llegó a su destino. Salieron. Él quedó algo detrás mientras esperaban a que abrieran la puerta.
Abrió una criadita joven. Tendría unos pocos años más que Bele solamente. Era muy agradable. Por un momento deseó citarse con la criada para la noche. Pero estaba Bele. Siguió con ella. La casa le pareció espaciosa, de habitaciones grandes. Bele fue abriendo varias puertas, a la par que decía:
—A ver dónde puedes esperarme. ¡A ver!: no, aquí no. Está sin arreglar aún.
Darío no creyó que no estuvieran arregladas aquellas habitaciones. Procuró lanzar varias ojeadas mientras Bele abría puertas y atisbó muebles pasteles fríos. A él, las habitaciones le parecían arregladas. Pero —pensó— sería que se había acostumbrado al desorden de la suya.
Iba tras Bele en su recorrido mientras esperaba que decidiera.
—¡Ah! Ya sé. Ven por aquí.
Fue. Tras una esquina, una puerta daba al arranque de una escalera de caracol, pequeña, en hierro. Bele le dijo:
—Sube y espera ahí. ¡No tardaré mucho!
Subió. La escalera salía a un cuarto pequeño que tenía una puerta enfrente. Había un sofá. Allí se sentó. Estuvo observando el cuarto, los libros que había por él; un dibujo al carbón de Samuel Burgos. Supuso que la puerta daría al cuarto de Bele y de su hermana. Fue observándolo todo. Había bastantes novelas baratas del género llamado rosa, de las llenas de príncipes y pobrecitas.
Mientras, abajo, Bele se cambiaba de vestido con calma, y se daba un toque al pelo y al rojo de labios.
Al cabo de un tiempo —que a Darío, entretenido en observar, pareció poco— Bele gritó desde abajo:
—¡Oye! ¡Ya puedes bajar, si no te has dormido!
Darío bajó. No entendió bien lo de «dormido» pero dijo por decir algo.
—No.
Darío creyó que debía intentar hablar. (Pensó que había estado muy seco a la subida.) Pero no se atrevía a hablar de nada de lo que le interesaba. Hubiera querido hablar de ella, de él, preguntarle sus ideas, exponer las propias. Pero temió que Bele se asustara o no tuviera qué decir. Y, sobre todo, temía producir con ello una intimidad prematura. Por todo, dijo:
—¿Qué tal tu hermana? Hace la reválida, ¿no?
—No. Hace el quinto.
—¿Y qué tal?
—¡Uff! La van a cargar… por lo menos, por lo menos, tres.
—¡Hombre! Es una pena.
—Bah, a ella no le importa nada. Como le digo yo, ¡como es tan simpática! ¡Naaada! Tiene mucho éxito. Gusta mucho a los chicos. Y los tiene así, en racimo.
—Pues tú no tienes de qué quejarte. No dirás que no gustas.
—¡Uy! ¡Pobrecita de mí! Algún despistado que habrá por ahí. Además, ¡mejor! ¡Me molestan más ésos que hay pesados, que no dejan a una en paz!
Darío se embotijó. Volvió el silencio. Y en todo el tiempo que siguieron juntos no despegó ya los labios sino para contestar y comentar lo que decía ella. Estaba despectivo, despechado. Tenía la palabra anquilosada.
Fueron a un quiosco de la Castellana, al mismo que iba la pandilla. Estuvieron sentados un rato. Bele no paró de hablar. Contaba anécdotas que le parecían divertidas —Darío ponía sonrisa por cortesía; contaba sus proyectos de ir a Suiza— y Darío decía que era muy bonita Suiza, pero que él no la había visto; preguntaba a Darío qué le parecía el traje que llevaba —y Darío contestaba que era muy bonito, y se fijaba en el busto de Bele, aún poco desarrollado, aún en flor, un busto escondido de adolescente. Y se fijaba en las piernas de Bele y en el talle de Bele; y en las manos, y en los tobillos, y en las orejas. Y sobre todo en los ojos, los ojos negros de mirada entusiasmada a veces, a veces coqueta y mimosa. Y así hacía como si escuchara pero no se enteraba de nada.
Bele hablaba. Pensaba que era muy soso Darío. Algunas observaciones que hizo le parecieron impertinentes. Se afirmó en que era presumido y orgulloso. Pero, además, tonto: a veces tenía una gran cara de bobo.
Hacia la mitad del tiempo ya había prescindido de él y le hablaba sin tener en cuenta quién era.
Ambos descansaron cuando se separaron, de nuevo ante el portal de Bele. Bele subió las escaleras indignada tanto que se olvidó de coger el ascensor, y se indignó aún más por este olvido. Había pasado una mañana aburridísima.
Darío también se había aburrido. Pero sobre todo volvió a su casa —en triste estampa— desilusionado.
Aquellos días no supo hacer nada mejor que estudiar. Reanudó la asistencia a las clases de la Facultad. Le resultaban, en general, pesadas. Había perdido el entusiasmo de las primeras semanas. Había perdido la visión orgánica del curso. Ya no intentaba buscar un sentido central a su formación ni veía el curso en relación con los que seguirían. Conocía bien ya los defectos de cada catedrático y sabía que no podían pedirse aclaraciones a los pasajes oscuros. El curso se presentaba, a aquellas fechas avanzadas, como una depresión inmensa que saltar confiando en un ángel guardián que le llevase a uno en vuelo. Luego, ya se vería. El despiste imperaba. Todos andaban locos, haciendo cálculos y cálculos para tratar de atisbar qué asignaturas podían aprobar. Hacían cálculos de probabilidades, pero ni de ellos se fiaban. No había ni que pensar en profetizar cuáles serían las asignaturas que se aprobarían, ni aun si aprobarían alguna. La expectación crecía. Los nervios restallaban. De tan tirantes como quedaron pudiera haberse pulsado en ellos música. Toda la Facultad era un hervir de ansiedad, preocupación y ceguera. En consecuencia, Darío preparaba las siguientes para el examen. Sólo le interesaba aprobar, como fuera. Muy a menudo, antes reprochaba esta única tendencia de muchos de sus compañeros de curso. Ahora, cuando también él la practicaba, procuraba decirse que él ampliaba por su cuenta, que el curso era mero trámite y lo importante era estudiar por cuenta propia. Se empeñaba en convencerse de que no era de los que sólo querían aprobar, porque él estudiaba mucho aparte y leía mucho. Y aunque era cierto este mayor interés, y leía y estudiaba con fruición y frecuencia cosas al margen del curso, no dejaba de sentir cierta desilusión de sí mismo.
Mezclábase a ésta otra reciente desilusión: la de Bele. El día que salieron volvió triste. Por más de una semana se quiso convencer a diario de que ya no la quería. Luego, de vez en cuando, siempre acababa volviendo al tema. Intentaba diseccionar su amor, meterlo como en tubos de ensayo y mirar a través. Pensaba que en realidad no estaba enamorado de Bele, que nunca lo había estado. Se repetía una y otra vez que todo había sido un juego de imaginación, desde la lista que hiciera cuando decidió enamorarse hasta la salida con Bele. Para convencerse de esto se dedicaba a estudiar a Bele. Descomponía lo que le parecían sus cualidades y sus defectos como piezas de un rompecabezas. Y estaba decidido de antemano a concluir que no tenía ella nada especial por lo que pudiera haberle enamorado.
Se imaginaba una y mil veces gestos de Bele, y una y mil veces acababa diciéndose que ella era idiota, y él por haber estado atontado. Todas estas imaginaciones y enfados le venían de repente en cualquier lugar. Cuando estaba en su casa estudiando, o en medio de una clase de Geografía, o en el bar ante una coca-cola y varios amigos. Lo cierto es que le gustaba que le viniera de repente, y ayudaba un poco. Entonces callaba de improviso y —dejando lo que estuviera haciendo— cruzaba las piernas y tenía cara triste y seria. Si estaba con alguien, éste comprendía lo delicado del asunto y le dejaba meditar en silencio. A lo más daba algunos consejos de amigo y frases para reanimarle, como por ejemplo:
—Las mujeres son todas iguales.
—No intentes nunca comprenderlas. Hay que dejarlas.
—¡Bah! ¡Si no valía nada! Ya encontrarás otra mejor.
—¡Anímate, hombre! A todos nos ha pasado.
Pero pronto percibieron que la última alusión igualitaria no era muy del agrado de Darío. De modo que en adelante sólo la decían los despistados o los que iban con mala idea. Pero afortunadamente eran pocos.
Nada se opuso, por tanto, a que Darío disfrutara mientras quiso de la contemplación de su equivocación. Pudo llegar con tranquilidad a la conclusión de que Bele era igual a las demás, una niña tonta y sin educar.
Pero en el fondo de toda la gran función que había montado para su propio entretenimiento había verdad. Había la verdad de saber por primera vez cómo era Bele en ella, a diferencia de cómo era en él. Había el verla niña de colegio y de la Castellana, presumidilla e impersonal, creyendo que todo le era debido por su cuna y su condición de mujer bonita. Darío —en su respeto a la educación y demás formas de convivencia social— reprochaba en Bele la informalidad de su trato. Aquella misma gracia que le encantaba, la veía ahora en frío mirar como falta de educación y pretensión de importancia.
Cierto era que estaba desilusionado y dolido por la entrevista. E imaginó ser el hombre más desgraciado del mundo —y desgraciado en verdad era, aunque no mucho—. Porque cada vez corría más tiempo entre vez y vez que se compadecía. Y llegó el día en que ya no volvió a acordarse de ello y se metió a fondo en el estudio, preparando los exámenes que se avecinaban, tanto los terceros parciales como los finales. Iba a la Facultad y las tardes las pasaba de común en su casa o en la de Alejandro o Carlos, o de otros compañeros de curso, estudiando y consultándose entre sí. Se hizo más afable en la Universidad y hasta llegó a trabar conversación con bastantes compañeros. Allí se le abrieron las puertas. A veces le consultaban sobre las materias en que estaba más enterado —incluso algunas muchachas, pese a que nunca les había hecho caso—. Fue la época más exclusivamente universitaria que había tenido hasta entonces. Llegó a ser considerado entre un numeroso grupo de compañeros. De todos modos rehuía siempre el contacto con la mayoría del curso, a los que calificaba de «estúpidos mimados». Entre ellos estaban casi todas las chicas.
Aparte de esto solía pasar mucho tiempo, en especial las fiestas, con Luis, Alejandro, Melletis y Carlos. En casa de uno u otro charlaban, estudiaban, se cambiaban impresiones sobre la Universidad o la política, o las noticias y bulos que corrían por Madrid. Era a finales de abril.