LOS PRIMEROS DÍAS de curso de abril pasaron para Darío en estudio y pensar en Bele. Iba menos a conferencias: había pocas que le interesaran. También las reuniones perdieron la primacía de sus preocupaciones. Aún no terminados los segundos exámenes parciales ya se estaban anunciando para mediados de mayo los terceros. Quedaban a un mes vista. Hizo un balance del segundo trimestre: se asombró del número de cosas que había hecho y de lo poco que sumaban en fin de cuentas. Dedicaba a estudiar todas las horas que podía resistir. Redujo el tiempo de todo lo demás. A la Facultad sólo iba a las clases más interesantes. No regresaban ya en lento charlar con Luis y Melletis, o con Alejandro o Fry. Estudiaba en su casa, en una butaca ante una mesa baja, solo y en silencio. No iba al cine. La única distracción que tenía era el paseo vespertino, siempre por el mismo camino, lento, mirando el cielo y las casas. Mirando la gente, observando sus caras. Intentaba a veces adivinar qué había tras los rostros vulgares que se cruzaban a cientos en las calles. Poco a poco los iba clasificando en tipos generales. En alguna ocasión veía alguien que destacaba del resto. Le alegraba mucho. Por lo general veía cientos y cientos de personas que podía encuadrar en solo tres, cuatro, ocho tipos. No más. Tenía la visión de unas cuantas multitudes de números iguales, afanosos, que iban en metro, autobús y tranvía; que leían los periódicos por la mañana y se acostaban con sus esposos o sus amantes por la noche. Recordaba el diagnóstico que preveía Camus para los hombres del siglo XX: «Fornicaban y leían los periódicos». Pensaba que era muy cierto. A menudo le invadía una preocupación ansiosa: se preguntaba si él sería también a los ojos de los demás simplemente un representante de un tipo vulgar de hombre. Subía por él una angustia interior. Temía ser vulgar. Luchaba por mejorar, por establecer una línea personal, analizándose y analizando a los demás en largas horas de insomnio. Pensando y repensando las nuevas cosas: las aprendidas en los cursos, en los libros que leía; las experiencias de la jornada. Se esforzaba en desarrollar lo original que hubiera en él. A veces caía en sopor, se abandonaba durante días, o semanas. O por meses. Volvía a levantarse y a luchar por avanzar un poco. Volvía a caer. Su vida era un bajar y subir. En él gastaba sus energías y su tiempo. Cuando temía ser, pese a todo, vulgar, el mundo se le caía encima.
A veces caminaba en estas reflexiones cuando se cruzaba con Bele. En ese instante todo él se esfumaba. Se esfumaba el sitio, el lugar, la hora, él mismo. Y únicamente veía a Bele. La miraba acercarse, con la suave cadencia de alambre tierno. Se embebecía en ella. De esta contemplación vivía hasta la tarde siguiente. A menudo —cada vez más a menudo— cuando estaba estudiando —en camisa, los zapatos desabrochados, un libro en las manos, abierto; en la mesa, dos o tres montones de libros, papeles, plumas y bolígrafos— dejaba de pronto el libro abierto sobre la mesa, se recostaba en la butaca y pensaba en Bele. Unas veces se la imaginaba correteando por la finca de Guadarrama, como si fuera una gacela. Otras recordaba gestos suyos, giros, actitudes que le parecían llenas de gracia. Otras, en fin, veía con el deseo escenas de una vida conyugal con ella; le apetecía tener hijos con ella, en los que se fundirían él y su amada. Soñaba incluso en los dos ya viejos, uno al lado de otro tras una vida feliz.
Muchas veces se rebelaba contra estas debilidades propias. Asegurábase que no volvería a intentar más verla ni a perder el tiempo imaginando bobadas. Pero volvía. Dos o tres veces que la encontró sola se atrevió a acompañarla hasta su casa. La primera vez que se puso a su vera notó que le temblaban las piernas. Y en el fondo de su boca —donde comienza la lengua— apareció un extraño sabor a sal un poco amarga. Se sintió incapaz de hacer nada. Y fue la mayor parte del tiempo silencioso, a la par: los dos, juntos y callados. Ella no sacaba ninguna conversación, a pesar de ser de costumbre voluble y habladora. Y quiso imaginar las causas de su silencio. De modo que, de pensar en ello, él tampoco dijo nada. Al dejarla en el portal se prometía firmemente no perder la próxima ocasión de hablar. No llegaron a ser cien las palabras que entre todas las ocasiones se dirigieron los dos.
Sin notarlo, Darío fue acostumbrándose a contar con la pandilla de amigos de Fry. Cada vez iba menos a la Universidad y necesitaba seguir en contacto con gente. Pero Darío era persona que cuando entraba en liza gustaba de mirar por encima y por debajo el objeto de que se tratara. Le daba vueltas y vueltas hasta apurar todo su jugo y convencerse de que estaba apurado. Cuando se encontró por primera vez con una parla de sociedad —la de amigos de Fry— se sintió aturdido y mareado, incapaz de hacer nada. Iba con ellos y callaba. A veces se preguntaba por qué se había enamorado de Bele. Le dirigía largas miradas en un intento casi siempre frustrado de escrutar su carácter. A veces descubría en ella —o creía descubrir— algo nuevo, diferente a las demás. Se animaba e intervenía en la conversación. Pronto se perdía en una maraña de cien conversaciones mal tejidas. Se cerraba en sí. Pensaba sobre esta inhabilidad suya, en su amor por Bele, en las otras muchachas. Iniciaba estudios comparativos de los distintos caracteres de la pandilla y acababa intentando comprender el sentido que tenía para ellos su pandilla y su vida. En esto a veces tenía de compañero a Sebastián, las raras veces que se le veía.
Los fines de semana iba y venía con Fry y sus amigos. Notaba, entre ausente y presente, que era mejor recibido y más querido desde hacía algún tiempo. Agradecido, y como cada vez más le apetecía ver a Bele, frecuentó más el grupo, a pesar de que sus tontas conversaciones ya empezaban a hastiarle.
Mientras, se devanaba la cabeza pensando en su amor por Bele. Quería analizar cuidadosamente si estaba o no enamorado de ella y si le convenía o no. A eso iban todas las largas contemplaciones. Y por las noches se revolvía en la cama estudiando los resultados de sus pesquisas. Se enteró bien de dónde vivía, observó la casa por fuera y procuró hacerse una idea del carácter de sus habitantes, en especial de los padres de Bele. A fuerza de tanto pensar en ella se convenció de que estaba enamorado.
Iba por la pandilla para ver a Bele. Llegaba al círculo de sillas, cogía una que colocaba algo fuera del círculo y decía:
—¡Hola, gente!
Porque para él los demás no eran más que eso: gente. Ni Fry tenía personalidad clara cuando estaba con sus amigos. Y todos fueron cada vez más sólo gente.
Un buen día comenzó a sentir vacío en torno suyo. Echaba de menos a Luis, Alejandro y Carlos. Sentía la necesidad de hablar con ellos largo y tendido sobre un tema, sobre un solo tema, sin interrupciones ni tontas bromas. Pero sentía una necesidad mayor y creciente de ver a Bele a menudo. Se balanceaba entre una y otra. Por momentos se hacía más difícil de tratar. Estaba nervioso y cansado, siempre eternamente cansado. Abandonó su cortesía y se mostró frío y cortante, cínico e irónico. La tensión con la pandilla aumentaba. Tentaba por todos medios buscar una salida al retortijón en que estaba metido.
Todos los días acababa prometiéndose que no volvería a ver a los de la pandilla. Todos los días se argumentaba razones para volver. Volvía para ver de nuevo a Bele.
Darío seguía las mismas calles tranquilas a la misma hora, mirando despistado el cielo, que iba siendo más luminoso. A los pocos días se cruzó una vez más con Bele. Regresó a casa con nuevos ánimos. La vio varias veces más en la semana.
En la pandilla todos se acordaban de tres cosas: que les había quitado a Fry y a Melletis para el club; que les había seguido quitando a Melletis hasta hacía poco; y que se decía que era un sinvergüenza y que las fiestas del dichoso club habían sido una indecencia. Había, por tanto, cierta frialdad. Aun —cosa rara— entre las chicas no influía a favor su fama pícara. Únicamente Fry, Melletis y Piti demostraban algún interés por él. Algunos volvían la cabeza.
—¡Hola gente!
—Hola. ¿Qué es de tu vida?
—Ya veis. Mucho trabajo.
—¿Sí?
—Sí, con el club, las tertulias después, los estudios…
—¡Uy, ya creo! Creo que llevaste a una fiesta a unas italianas muy modernas.
—No recuerdo. ¡Ah, sí! Nada: una italiana que conocía yo de no sé dónde.
—¡Ya! ¡Una! ¡Menudo fresco estás hecho! ¡Siete!
—¿Siete? No digas idioteces. Si hubieran sido siete hubiera dicho siete. ¿Qué más da?
—Ya, venga a organizar bacanales.
—Bueno, ¿qué os pasa? No sé quién os ha contado tantas bobadas. Y, aunque fuera verdad, ¿a vosotros qué os importa? Todos los días oigo lo mismo.
Melletis y Fry salían en su defensa, corroborándole. Nadie les hacia caso. Darío se encogió de hombros y calló. Echó la silla un poco más atrás. Observó a los demás mientras hablaban.
Hablaba uno:
—¿El domingo que viene va a haber guateque?
—Sí. En casa de Toti.
Toti habló:
—No. Yo me voy al fútbol.
La conversación se mezcló:
—¿Entonces en casa de quién?
—¿Quién juega este domingo?
—Pues en casa de Zaro.
—El Madrid contra el Barcelona.
—¿Dónde está Zaro?
—Oye, Zaro: en tu casa, ¿no?
—¡Formidable! Yo estaba indeciso, porque no sabía quién venía. Pero voy. ¿Tienes abono? Yo tengo de medio fondo de quince.
—No sé si me iré a Burgos este fin de semana.
—¡Qué te vas a ir a Burgos!
—Yo tengo del diecisiete. Podemos ir juntos.
—Pues, ¿qué vas a hacer en Burgos? ¡No hay nada! ¡Vaya sitio más aburrido!
—Bueno, a las tres y cuarto estaré en tu casa. Oye, ¿vas hoy también?
—No, hoy no. ¡Para ver al «Aleti»!
—Bueno, en mi casa —dijo Zaro.
—¿Te fijaste en la jugada que hizo Rides el otro día? ¡Fue fenómeno!
—¿Quiénes van a ir?
—Yo no. Sí, fue estupendo. Ese brasileño vale por tres. Regatea como nadie.
—Yo sí.
—Yo también.
—Y yo.
—Yo no.
—¿Qué te pasa, Rod? ¿Como no vienes?
—¡Y que hay quien diga que es mejor Tento!
—Me voy al fútbol.
—¡Hombre! Toti y yo también. Vamos juntos.
—Bueno.
—Yo sí.
—¿Y tú, Darío? ¿Vas a venir al guateque o tienes algo que hacer? Irás al fútbol, claro.
Darío levantó la ceja:
—No voy al fútbol, preciosa. El fútbol es para los imbéciles. Lo siento mucho, pero iré a casa de Zaro.
Toti, Rod y el tercero le miraron furiosos. Darío les miró de arriba abajo con desprecio.
—Oye, faltan chicos. Tendréis que traer amigos.
—¿Y el tercer gol contra el Sevilla el domingo pasado?
La conversación siguió al mismo ritmo durante el resto de la mañana. Darío observaba de vez en cuando a Bele y se desentendía de lo demás. Lo mismo hizo ya durante todas las siguientes veces que fue con ellos. En los guateques bailaba. Procuraba escoger las mejores bailarinas, fueran o no simpáticas. No pronunciaba palabra y daba las gracias al final. Algunas veces bailó con Bele. Pero notó la flojera de piernas y el embarazo y prefirió no bailar. Al poco tiempo dejó de ir a los guateques. La enemistad con la pandilla se tranquilizó: ya no hacían ni él ni los otros esfuerzo alguno por ocultar su desdén. Por fin, cada cual hacía lo que quería. Únicamente les forzaba a aguantar su presencia siempre que le venía en gana. Y cuando se cansaba, se marchaba.
Dejó de ir a los guateques. Pero siguió pasando las mañanas de los domingos en la Castellana. Iba porque era una ocasión segura de poder mirar a Bele a sus anchas, ya que nadie se ocupaba de él. Y porque eran días agradables de primavera.
Un día consiguió vencer la resistencia de Bele para salir juntos. Pero antes de llegar el día, Bele le dijo que era imposible, porque tenía que ir a la finca con sus padres. Era cierto.
Pero Darío quedó convencido de que eran excusas. Buscó explicaciones de diversas clases. Se revolvió la cabeza intentando comprender lo que se figuraba un problema importante. Llegó fácilmente a la conclusión de que las culpables eran las amigas de Bele. Era una forma de convencerse de que debía perdonar a Bele. Y a la vez descargaba el mal humor sobre las dos amigas, Piti y Teresa, sin perjuicio para nadie. Por fin quedaron Bele y Darío citados para pocos días después, día laborable en que era fiesta en el colegio de Bele a causa de alguna patrona no muy concreta. Darío decidió sacrificar las clases de la Universidad —a las que ya no iba casi nunca— y estar a las once en el portal de Bele.
La salida le alborozaba. Se había estado convenciendo a lo largo de los últimos meses de que hablando con Bele en tranquilidad todo iría como él deseaba. Había soñado repetidas veces lo que le iba a decir. Tenía perfectamente meditada la perorata que le iba a lanzar diciendo las cosas claramente. Todo estaba bien.
Darío suponía que a esa primera entrevista seguirían otras más a menudo y acabarían por comprenderse mutuamente y hacerse novios. Pensaba él que todo era cuestión de quedar de acuerdo. Que la muchacha, como igual, accediera a un acuerdo de buena gana. Sin estrategias, sin trampas, sin disimulos ni fachada. Él amaba a Bele. Se lo decía. Hablaban del asunto tranquilamente. Llegaban a un acuerdo. Y luego, si todo iba bien y se compenetraban, de común acuerdo desearían hacerse novios y luego casarse. No era cosa de tapujos y recovecos.
Era sólo mediados de abril: hacia el veinte.
«La arena estaba húmeda. Compacta. Al pisar corriendo rezumaba agua del mar. La huella del pie quedaba. Sólo un momento. En seguida el agua delgada la borraba. Hacía sol. Pero cerca de la orilla suavizaba la brisa. Los niños jugaban en la playa mullida. ¡Era tan plácido! Eran niños regordetes, armados de palitas y cubos de hojalata pintados de colores. Con las manos abrían hoyos anchos, túneles, castillos con fosos. A unos diez centímetros bajo el nivel aparecía el agua ya en pocillo. No podía llegarse más hondo, pues disolvía las paredes y amenazaba ruina. Daba gusto la pretura de la arena maciza contra el brazo. Todo era felicidad. Las olas rompían lejos de la playa, a unos dos metros, y se derramaban sobre la orilla. Las ondas venían en sucesión, una fila tras otra. Despacio, despacio. Sebastián jugaba con la arena. Era un niño pequeño, regordito, con mofletes y gafas. Una ola más fuerte llegó a él y le cubrió la caña de la pantorrilla. La resaca le hizo dar un traspiés y se mojó la espalda. Era molesto, los bordes de la mojadura daban frío. Dio veinte pasitos mar adentro —unos dos metros— y esperó en cuclillas. Otra onda le lamió entero. Ya estaba bien. ¡Ya estaba bien! Ahora las ondas no lamen entero. Mojan a trozos. ¡Hace tanto frío! Los maíces pequeñitos eran regados por el agua que andaba los surcos plácida. Penetraba en la tierra porosa, llena de gusanillos, y henchía las raíces y el tallo. El agua crecía la recta y los bigotes del maíz. Los maíces eran altos, fuertes, esponjosos; nutritivos. Otras veces no había agua. ¡Agua! Los maíces fueron bajos, débiles, secos; baldíos. ¡Otras veces! Otras veces, otras…
»El grito del estertor de la caña de maíz rompió el silencio de Josafat.
»Los maíces esponjosos, los maíces fuertes a veces también sufrían el rayo. Venía una tormenta. Descargaba agua, agua, agua de mares purificada. Las brujas huían en escobas. El número pi danzaba hacia el abismo de la pérdida. El agua crecía. Crecía. El agua crecía. Más. Más. Llegaba a las primeras hojas. A las primeras mazorcas. A los bigotes. A las segundas hojas. A las segundas panojas, a los segundos bigotes. ¡A las terceras hojas, a las terceras mazorcas, a los terceros bigotes! El valle. ¡El valle estaba inundado! ¡Inundado! ¡Qué horror, inundado! Las cocinas cubiertas, los lechos empapados, arrastrados, perdidos. Las barcas volcaban. Los campesinos abandonaban sus pocas cosechas, sus aperos, sus cartas de mus. Abandonaban sus mujeres. Se perdían en los tejados, en espera de un auxilio que nunca llegó. Los maíces estaban cubiertos. Ahogados. ¡Ahogados! Todo perdido. ¡Agua caprichosa!
»Luego bajaba el agua. Se iba a inundar otros campos, a arrastrar otros lechos, a separar otros matrimonios y sumirlos en la pobreza. Llevaba su retaguardia de truenos y rayos. Caía sobre tejados, carros, maíces. Sobre iglesias y cafés. Los campos se quemaban. Los maíces se quemaban. Quemaban sus bigotes, borrachos de agua, se oían y se olían por todo el mundo sus llamas. Se sentía el chisporroteo de un fuego húmedo, el doloroso chisporroteo del borracho sin tino, de la medida rebasada. ¡Por Dios, el fuego viene! Y la luna, la luna…»
Sebastián se desveló también esta noche de abril. Siempre en la noche.
Dentro de la pandilla había pequeñas rencillas y antipatías. Todos estaban encasillados en un papel. Si se salía, el grupo caía encima del culpable y le obligaba a centrarse o a salir de la pandilla. Hasta las rencillas estaban oficializadas y hubiera sido deslealtad hacer tregua. Aparentarlas era un modo de entretenerse. Los novios formaban una sección autónoma: iban y venían con la pandilla casi siempre pero tenían vida aparte: siempre se sentaban juntos, charlaban entre ellos. Viceversa, quienes se sentasen varias veces juntos y hablasen entre sí eran nombrados novios.
Darío, por ignorancia, obró como le vino en gana. Era inencasillable. Y los demás, con un horror al vacío digno de una bomba, le crearon una casilla especial: la de inencasillable. Pertenecía a las casillas sin consideración de respeto. Y a éstas no se les permitía pasar a algo respetable, tal como hacerse novios. Todo esto, naturalmente, vivía en la pandilla sin saberse ni notarse, como un duendecillo maligno que se divirtiese jugando a sus espaldas.
Cuando se supo que le gustaba Bele pareció muy bien a todos: era entretenido.
Bele se puso muy contenta. Era el nuevo. La cosa no pasó de ahí.
Darío, por el tercer trimestre, comenzó a menudear sus encierros en sí mismo. Era impermisible: la reiteración de su conducta le ponía fuera de su tipo de inencasillable. Cuando la cosa por Bele fue también sedimentando, la situación se puso tirante. Era inadmisible tal desafuero a un inencasillable.
Cuando propuso hacer excursiones la marea creció. ¡Hacer excursiones! Tal cosa no se le había ocurrido nunca a las pandillas de la Castellana fuera de la temporada de esquí.
Esto es lo que sentían todos. La atmósfera se cargó tanto que hasta se llegó a contar chistes, por vez primera en mucho tiempo: desde el verano anterior. Ya casi no se hablaba. La gente empezó a tener cada vez más compromisos extrapandillistas. Todo moría en ellos. Hasta Fry, que quería de verdad a Darío; hasta Enrique, que le tenía respeto; hasta Melletis, que le tenía de lado; y hasta Piti, que estaba medio atontada por él, todos, todos, estaban deseando que desapareciera de su vista de una vez para siempre, ¡demonio turbador de gente sencilla!
De repente todo se arregló. Darío no volvió más por la pandilla.