XVIII

LA ESTACIÓN DE CUENCA es como todas las castellanas: fría, sucia, con olor a carbonilla. Algunas veces al día pasa un tren. Otras, alguna máquina pequeña de los tiempos del ferrocarril a Aranjuez hace maniobras: recita el papel de los pitidos y resoplidos como un mal actor viejo.

Saliendo de la estación se va a una llanada de asfalto y carros. Calles medianas, no muy limpias, tiendas pobres. Algún guardia de tráfico sin trabajo. Calle principal arriba se llega a un puente. Cruza el Huécar en su unión al Júcar. Ante él se yergue una montaña isla. El Júcar y el Huécar la rodean. En las paredes de la montaña —que avanza como una proa— cuelgan los hocinos. El Huécar ha hendido en vueltas y revueltas un desfiladero. El lecho es corto. La pendiente de las laderas, brusca. La tierra se mezcla con piedra de arenisca en formas caprichosas. En pequeñas terrazas brillan las hojas de los cultivos de huerta. Al fondo se ve el hilillo del Huécar, río enjuto.

En la altura está la Cuenca vieja. Calles estrechas: tres a lo largo —no da más la anchura de la isla—. Casas extrañas, de diez alturas por dentro y fuera. Balconadas colgadas al precipicio. Piedra y cemento de la tierra manchega. Ladrillo y baldosín rojo puertas adentro. Frío. Humedad. Belleza de fortaleza enhiesta de moros y cristianos. Molino de tradición y estilo de muchos abuelos. Sayas negras. Traje de pana marrón en días laborables.

En una casa cerca de la cumbre, sobre la hoz del Júcar, entraron Alejandro, Melletis, Carlos, Luis, Rafael, Darío y Miguel. Llevaban maletines y bolsas de deporte. Pantalones vaqueros y gruesos jerseys. La portalada era umbría. De la sala-hogar partía una escalera de peldaño largo. En hornacinas y arcones había cacharros de cobre relucientes. Sobre la repisa de la campana de la chimenea de la planta alta había varios objetos de cerámica: entre ellos, el clásico toro.

Era el atardecer. El sol brillaba en los hocinos. De la sala-hogar, subiendo y bajando peldaños, al seguir los recodos de un pasillo se salía a una pequeña huerta. Toda una mitad estaba creciendo de tomates. Desde la tapia de piedras amontonadas se veía la pared opuesta de la hoz del Júcar. Interpuesta, en el fondo, la alameda del Júcar; sorbiendo su jugosa agua verde.

La cena, la primera comida del grupo excursionista, fue alegre. Poco antes habían sorteado el servicio. Tocó servir y retirar los platos, camino y vuelta a la cocina, a Carlos y Miguel. Hubo risas y extraordinario apetito. Después de cenar todos salieron a la huerta a contemplar la noche oscura. Un rato más tarde encendieron fuego en la planta alta. Todos metían baza. Cada cual daba su opinión sobre el asunto. Luis sopló el acordeón que había llevado. Casi tumbado en un arcón pasó al aire melodías de moda, entretejidas y bien ligadas. Los demás se sentaron en rededor del fuego, sobre tajos y pieles de cabra. Crecían las llamas y el calor. Las caras estaban coloradas. Los pitillos se encendían a dos palmos de los leños. Alguno coreaba trozos de las canciones que salían de Luis. Todo era calma, olvido.

Más tarde, el acordeón dejó de vivir. Silencio.

Silencio, más silencio. La luna encendía tenuemente las nubes más allá de los cristales del balcón. Otro cigarrillo. Quizá, es posible, alguna palabra suelta que no dejaba memoria.

A las cuatro de la mañana se oyó ulular. Miguel se despertó sobresaltado. Vio sobre sus ojos una maraña. Era una escoba para techos que Luis blandía al otro lado del ventanillo.

Miguel aún estaba medio dormido:

—¿Qué pasa?

—Vamos, levanta, vago. Es hora.

—¡Aún está oscuro!

—Hora de levantar, lo digo yo.

—No son las cuatro aún. Y ya molestando.

—Vamos, leñe, levanta.

La escoba tomaba parte importante en el diálogo. Hostigaba a Miguel. Miguel saltó en pijama. Medio huía, medio intentaba agarrar la escoba y tirar. De repente Luis soltó la escoba. Se restableció un silencio pesado. Miguel cogió la escoba. Quedó todavía de pie, esperando el próximo ataque.

Entró Alejandro, muy serio. Llevaba un pijama liso.

—¿Qué haces con esa escoba? Ya está bien de ruido. Los vecinos van a protestar. Parecéis unos críos.

—Pero, ¡pero sí yo no…!

—Pero si nada. ¿No sabéis comportaros? ¡Hombre, métete en la cama! Como coja a alguien armando jaleo le atizo.

Alejandro se fue. Cerró la puerta con cuidado. Miguel estaba indignado con él. Hablaba consigo mismo.

—¡Quién creerá ése que es! ¡Majadero! Podía enterarse antes de hablar. ¡Representando el papel de juez altanero! Pues ahora no me vuelvo a la cama. Para que vea lo que vale su autoridad.

Se lió una sábana al cuerpo, tapándose la cara. Arboló la escoba. Apagó la luz y salió al pasillo. Melletis, Luis y Carlos estaban hablando en voz baja. Miraban a la habitación de Alejandro. Llevaban sábanas, velas y otra escoba. No dejaron dormir a Alejandro hasta las seis de la mañana, cerca ya el amanecer. Esa noche sólo durmió, y no muy bien, Darío, que a las primeras andanadas cerró su puerta con llave y se arrebujó en las muchas ropas de la cama de hierro.

Los cuatro de la fama y Darío salieron de sus habitaciones a eso de las ocho y cuarto con aire desentendido. Se esforzaban por abrir los ojos y resistir el agua helada que les iba devolviendo la actividad. Todos acechaban el momento en que apareciese Alejandro. Pero no apareció.

Dieron las nueve y media. Seguía sin saberse de Alejandro. Desayunaron. Llegaron las diez y diez. Alejandro aún sin dar señales de vida. Deambulaban por la casa, mirando la hoz del Júcar, se echaban agua de la fuente, fría, unos a otros.

Eran las once. Darío y Rafael estaban convenciendo a los otros para dar una vuelta por los hocinos. Había disparidad de opiniones. Llegó al fin Alejandro. No habló. Fue a su cuarto y volvió al poco con camisa nueva. Tenía cara de mala sangre.

—¿Dónde estuviste?

No hubo respuesta.

—¡Moño!, ¿dónde estuviste?

Tampoco se oyó respuesta.

—Oye, tú no te cachondeas de nosotros, ¿sabes? Los malos humores te los guardas para tu casa.

—¡Encima! Deberíais estar avergonzados.

—No amueles.

—Como sigamos así, menudo desastre de excursión.

—El señorito se siente ofendido. ¿Oís?

—Bueno, si queréis, venir.

—¿A dónde?

—Donde queráis. Yo voy a los hocinos.

—¡A buenas horas! Hemos estado esperándote toda la mañana.

—Y yo intentando dormir toda la noche. En paz.

—¡Narices! Poco aguante tienes.

—Haber hecho como yo: me encerré. Lo que es tonto es querer adoctrinar. Yo, desde luego, no lo aguantaría.

Alejandro se encogió de hombros:

—Adiós.

Fueron a los hocinos. Pronto tuvieron que regresar para comer.

Por la tarde dieron un paseo monte arriba. Cada cual siguió el vericueto que más le gustó, siempre por lomas y sobrelomas peladas. Alguno quedó quieto buen rato ante una vista peculiar, disfrutando el no pensar en una tarde serena. Pronto el sol cayó. Atravesaron los restos de la puerta alta de la muralla ya de anochecida. Cenaron pronto.

Después de cenar se reunieron en torno al fuego. Comentaron incidencias del paseo. Se comunicaban los mejores sitios que cada uno había descubierto. Chisporroteaban los leños. A ratos sonó el acordeón de Luis, templado por el cansancio. Las voces fueron decayendo hasta cesar. Luego todo permaneció en silencio. Silencio olvidado de todo, fuera de todo. Era el verdadero descanso, el descanso de lo conocido, el que llega al trasplantarse a un sitio sin antecedentes ni consiguientes, sin relaciones ni problemas. El que viene de sumergirse en un vacío, sin futuro ni pasado, donde nada ata a uno ni uno cuenta para nada.

La segunda noche fue más calma. Los fantasmas salieron poco rato, sólo a tomar el aire. Cuatro habían bajado a la ciudad a ver el ambiente. Los que quedaron prepararon unas trampas rápidas y luego se arrebujaron en las ropas de cama húmedas. Cambiaron las camas de sitio, los pijamas de una cabecera a otra, hicieron petacas y echaron migas de pan entre algunas sábanas. Durmieron con un ojo hasta que llegaron los otros, esperando divertirse con sus exclamaciones de fastidio. Pero no se oyó nada.

Por la mañana continuó el silencio administrativo. Era una guerra de nervios. Estaban sentados en rededor de la mesa, embutidos en sus jerseys empapados de rocío. Mirábanse unos a otros a hurtadillas. Los que primero claudicasen ante el silencio, los que sacaran a relucir las bromas serían los perdedores. El callar de los bromeados era un desdén. El de los bromistas un no admitir el fracaso. Ningún grupo cedió. Salieron temprano de caminata por el borde de la hoz del Huécar; y en ello se formó la tregua. Anduvieron bajo el sol, sudorosos. Por el simple placer de caminar. Fueron cuatro horas. A la vuelta, sobre los mapas, calcularon que habían hecho veinte kilómetros. Se dieron una ducha casi todos. Luego fue comer y a continuación cerrar maletas. Salía el tren a media tarde.

Por absurdo que pueda parecer, la hora y inedia que sobraba hasta salir el tren se pasó jugando a las cartas. Así no tenía nada de particular la marcha.

La casa quedaba vacía. Vacía de ilusiones. Los siete fueron calle abajo con sus bolsas de deportes y sus pantalones vaqueros. Con su acordeón. En la chimenea no arderían leños por una temporada.