SE CELEBRABA la segunda reunión en casa de Alejandro. Asistían todos. Alejandro y Darío estaban gozosos del interés que habían tomado los demás. Fue una reunión tranquila, en la que tocó disertar a Darío. Todos estaban en la misma amplia habitación, sentados a gusto, mientras leía Darío. Darío estaba sentado de costado en la esquina de la mesa central, alto, tendido sobre el escrito. De cuando en cuando arrancaba un pelillo de su incipiente barba. Leyó una meditación de su diario:
Cada vez me convenzo más de lo extensa e importante que es la parte social del hombre. El juicio siempre es el juicio de la mayoría, al cual se llama “el mejor”, cuando no “el bueno”. Añádase a eso la función amplificadora y distorsionadora que tiene lo social y se comprende cómo se puede llegar a maremagnums y maëlstroms. Me estoy dando cuenta de algo que pudiera llamar “función tremendista de lo social” o quizá mejor “función social del tremendismo”. Cuando hechos y cosas de los que nos han dado noticia ámbitos sociales llegan a sernos próximos, vemos que nunca han tenido la magnitud ni la importancia, ni el mérito o bondad que se les decía. He notado también que esa función pluriresonadora tiene una ley de actuar, en cierto aspecto: en vida y actividad del hecho origen va contra él: minimiza bondad y mérito y aumenta e inventa maldad, peligro y méchanceté. Una vez pasado —o, en algún caso, aun sin llegar— tiende a ahondarlo, enaltecerlo o quitar hierro. Es que responde a dos situaciones: la defensa competitiva, de presencia activa y competencia, y que se libra en el seno de una colectividad, en el mundo visible de lo próximo, vecino, por una parte; y por otra, cuando la presencia se debe más que a una realidad, a una continuidad con visos de realidad que es provocada por la correa sin fin que es toda supraindividualidad, esto es, una presencia artificial que crea y aprovecha la sociedad, que se podría bien llamar “presencia aureolar”. En esta segunda situación, la competición interna ha desaparecido y es sustituida por una competencia de cuerpos sociales. Ya no es el singular que aterroriza y deja caer en cuenta de su defecto a los pares de su contorno, sino pares contra pares foráneos, que ahora luchan valiéndose de las individualidades que pudieron vencerlos a sí mismos, “mérito” que se cargan. Por esto pienso que lo social es sólo en cuanto no es ya o no es aún, total o relativo; por tanto, que no tiene presente social. Y como casi todo presente es social, caigo en la cuenta de que el presente no es real, sino que se hace presente “de segunda mano” cuando, por dejar de serlo, adquiere mérito y utilidad sociales, lo que ha inducido a creer en su existencia. Esto plantea un grave problema: sólo queda al individuo su presente, no por lo que de él le quede, sino por aquello de lo que no le queda de pasado ni futuro.
Esto explicaría el terror que produce una individualidad y el tragedión que es ser un “yo” radical. Es la presentalización de todo, la insocialización y la falta de base —el pasado— en cuanto que si lo hay no es sentido como “yo” sino como yo-social. El yo-par, hoy degenerado en yo-masa, es como el bichito que va por el agua apoyado en las ondas que produce con las patas —el “zapatero”—: Por esas ondas se puede saber que se mueve y cómo hace el moverse; gracias a ellas se mueve; al moverse ha fabricado pasado; y hele apoyado en algo que fabricó, que le sirvió, que en cierto modo “le sirve”, y que no es suyo, sino del contorno. Algo como un avión, sus ondas y su rumbo. ¡Quítale el rumbo, quítale el mapa o a lo menos la línea que marca el camino hecho! Verás al avión no saber qué hacer: querer parar y no poder; seguir por fuerza volando —algo por lo menos— sin realmente “poder” volar. Y si va en escuadrilla, no sólo él sufrirá su problema, sino que los otros aviones le intentarán convencer hasta que, cansados, le ametrallarán para que no agonice en vida ni sea peligro suyo un avión “a rumbo haciéndose” entre varios de rumbo previsto, prefijado, y sin volver a ver ni a fijar.
La mayoría de los que le escucharon no entendieron nada. Hicieron algunas preguntas. Tras insistir en algunos puntos llegaron a tener una idea vaga de lo que quería haber dicho Darío. Sin embargo, a todos pareció esfuerzo importante y admirable. Y todos salieron contentos de la reunión, con un nuevo problema en su cabeza al que dar vueltas en busca de solución.
Darío seguía yendo a conferencias, y estudiando y leyendo. Antes de dos semanas de no salir del trabajo se notó cansado. En adelante todos los días daba un paseo a media tarde. En estos paseos, al dejar fuera todo lo intelectual, dio sin remedio en inclinarse a lo sentimental. En principio los dio a una hora que coincidía con la de salida de Bele del colegio. Después los hizo coincidir a intento. Solía pasar por delante de su casa y seguía la apacible calle, el mismo trayecto que hacía Bele a la misma hora en sentido inverso.
Se cruzaba casi siempre con ella. Iba con Piti y otra que Darío no conocía. Se saludaban. Y seguía cada cual su camino. Darío volvía satisfecho, rememorando la estampa de Bele.
El último domingo de marzo se celebró la tercera reunión en casa de Alejandro. Faltó Rafael. Carlos habló por dos horas y media sobre las guerras del Peloponeso y sus generales. La reunión se hizo algo pesada y todavía estaba a medias el tema. Pero muchos siguieron el discurso con interés.
El lunes se reunieron otra vez para tratar de un proyecto de excursión de fin de trimestre. En las mesas de una cafetería extendieron planos, mapas, guías turísticas y artísticas. Por una serie compleja de circunstancias escogieron pasar tres días en Cuenca, donde disponían de una casa en la parte vieja.
El viernes era la salida. El jueves dio Darío su último paseo del trimestre. Iba a zancadas lentas, con aire abstraído. Llevaba la gabardina casi abierta del todo, aunque llovía fuerte y cerrado —lluvia de primavera—. Se cruzó, como todos los días, con Bele. Pero iba sola, con una hermana que no pasaría de los ocho años. Llevaba un comando corto, calada la capucha. Al paso apresurado, huyendo de la lluvia, se veía el tijeretear de sus piernas, enfundadas en medias rojas de espuma de nylon.
De ello hizo un cuento.