XVI

AH, LA VIDA ES BELLA.

Estaba borracho.

—Sí, muy bella. Pero tú eres muy feo. ¿Por qué eres tan feo, Bastia? No me extraña que te dejen las mujeres. No me extraña naa-da.

Bastia se contorsionó sobre la barra. Basculó sobre un pie y un codo. Luego volvió la espalda a Darío.

—Eh, simpático. Rellena.

Señaló con vacilación los vasos. El camarero escanció Valdepeñas blanco.

—Está muy bueno. Pero que muy bueno. Y yo un tonto.

—El vino.

—Sí. Y la idiota en la Sierra.

—¿El vino? ¿Qué hace allí?

—Esquiar.

—Estará frío.

—¡No, hombre! El vino, no esquía. Ella.

—Ya.

—¿Tú has visto alguna vez un vino que esquíe? Di, ¿lo has visto alguna vez?, eh.

—Por mi garganta.

—No seas bobo. Esas luces no dan luz.

—Sí, son muy fuertes. Esquían.

Se irguió. Era un buen golpe. Lo repitió.

—¿Ves cómo esquían las luces?

—¡Qué tonto eres! Estás borracho. ¿Estás borracho, eh?

—¿Yo? En mi vida he estado mejor. Tú sí estás borracho.

—¿Yo? Quita de ahí. ¡Camarero! Otra ronda. Oye, ¿la nieve está fría?

—No sé. No me la han presentado.

—¡Qué pena! A lo mejor hay una cepa bajo la nieve.

—Oye. ¿Y si no está fría?

—No sé. ¿Tú qué harías?

—Tampoco sé. Es un problema.

Quedaron un rato pensativos.

Estaban en la calle. Iban agarrados por los hombros.

—Soy muy desgraciado. ¿Tú sabes que soy muy desgraciado?

—Yo… también.

—En las montañas no hay cepas. Hay maíces.

—Buen maíz, tú. Leñe, estás borracho.

—¿Borracho? Tú.

—No. Tú. Dame las llaves. Conduciré yo.

—¿Tú? Tú estás borracho. Conduciré yo.

—No, tú no.

—Tú tampoco.

—Pues… ¿qué hacemos entonces? Otro problema. La vida está llena de problemas.

—Ya sé. Ninguno. No conducirá ninguno de los dos.

—Ninguno. Eso está bien.

—Ninguno de los dos.

—Nada, ninguno de los dos. Ya está dicho.

Un gran silencio. Tres pasos. Sebastián tenía la cara preocupada:

—Oye, ¿y por qué ninguno?

—¡Es verdad! Otro problema.

—¡Otro!

—Ya sé: porque no tenemos coche.

—¡Ay qué bueno! Se me ha olvidado el coche. ¡Que me destornillo!

—Será «desternillo».

—Yo no: ¿no sabes que soy una máquina? Hay que celebrar lo del coche.

Bebieron en silencio en un bar vacío y sucio.

—¿Pero a ti, Bastia, qué te pasa?

—Nada.

Cada vez hablaban más despacio. Colgaban las palabras por medio. Estuvieron un rato mirando los escaparates de una tienda de discos e instrumentos musicales. Un acordeón de teclas brillantes atraía la vista a sus perfiles. Daban en él las luces de la calle. En aquel fuelle muerto vibraban algarabías de cien fiestas canallas. Con los ojos turbios imaginaban los farolillos de colores —papel de un día— del mítico Montmartre. Irónico monte de mártires del juego. Tras las lunas del escaparate, entre saxos y contrabajos, penaban las ilusiones de muchas orquestas no nacidas, de muchos oídos no afinados, de muchas gargantas sin triunfo. De muchas horas de solfeo sin gloria. Era una fiesta fantasmal.

Salieron a la carrera de San Jerónimo. Enfrente, colgada del espacio, se veía la iglesia de los Jerónimos iluminada, esbelta vigilancia.

Pasaron dos coches a toda velocidad.

—Mis abuelos viven cerca.

—Enhorabuena.

—Sí. Tengo suerte.

—¿Pero tus abuelos son los padres de tus padres?

—Sí. ¿Por qué?

—Ná. En estos tiempos nunca se sabe…

—¿Y tus padres son tus padres?

—Pues… no sé. A lo mejor me confundieron en el sanatorio. Yo, ¿sabes?, era muy pequeño y no me daba cuenta.

—Lo siento.

—Y… sí, creo que mi madre es mi madre. Mi padre, psé…

—Ya.

—Psé.

—Psé.

—Psé. Mira ésa: ¡tiene un…!

—¡Las mujeres! Diablo de mujeres.

—En la Sierra.

—O dan calabazas. ¿Tú sabes de eso, Bastia?

—Es que soy feo.

—Lo que pasa es que es una fulana.

—No. No digas eso.

—Te ha dejado.

—Sí.

—Ha hecho mal. Tú eres un tipo estupendo. ¡Coges cada merluza!

—¿Yo? Yo no.

—Pues ahora estás…

—Estoy sreno.

—Tú, qué vas a estar sereno. Tú estás… tú estás más curda…

—De pequeño llevaba gafas.

—Ahora me explico.

—Lo comprendes, ¿no?

—Lo siento. ¡Somos más desgraciados!

—Yo cuando nací era un maíz pequeñito… un maíz pequeñito.

—No llores. Qué se va a hacer.

—Los maíces no crecen si no tienen agua.

—Las mujeres no tienen en cuenta lo difícil que es ser maíz. Tú lo sabrás, que lo has sido.

—El agua, falta o sobra.

—Nunca lo justo.

—Nunca.

—O no te da para crecer…

—O te cubre.

—No te riegan de pequeño, y creces seco.

—¿En qué estamos? No me acuerdo.

—Yo.

—Los maíces. Ya.

—Sí. Yo.

Volvió de pronto el sueño. La colecta del antiguo tiempo, las panojas, las risas; la sequía, la tormenta eléctrica. Todo en un instante. En una espiral alucinada. Sebastián rompió en un largo monólogo encabalgado:

—Yo, yo, ¿sabes?, era gordo y feo de pequeño. Mi madre gritaba siempre mucho. Siempre. Siempre regañaba. Sí yo salía, porque no estudiaba. Si estudiaba, porque era aburrido. Era horrible, horrible. Los maíces necesitan humedad para crecer. Yo no tenía. Y crecía retraído, gafoso —llevaba gafas, ¿sabes?, unas gafas horribles, quevedos—, feto. No sabía nada. Nada. A los catorce años las niñas se reían de mí. Yo era idiota, siempre burlado, escarnecido, maltratado. Me insultaban, me pegaban. Hablaban mal de mis padres. Yo, yo —se ahogaba, le faltaba aliento— no respondía nunca. Me callaba. Me callaba. Se me revolvían las tripas. Volvía del colegio a casa con ganas de llorar. Te aseguro, era así. Era débil. A veces abría la cartera en la calle para llorar sin que me vieran: escondía la cabeza. Me echaban borrones en la clase de dibujo, me rompían los ejercicios. ¡Y en mi casa…! En mi casa me seguían pegando, insultando. Mi madre me llamaba marica. Mi madre me odia, ¿sabes? Me odia. Soy como mi padre. Están separados. Las tripas, se me revolvían las tripas… ay, agg.

Vomitó en la acera. La fuente de Cibeles cambiaba de colores.