XV

ALEJANDRO HABÍA ESTUDIADO el proyecto de tertulia. Ya había llegado a conclusiones. Habló con Darío toda una tarde sobre sus ideas. Darío se entusiasmó. Él ya había desistido de todo proyecto semejante: la idea de Alejandro le renació y la apoyó con todas sus fuerzas. Planeaba Alejandro que cada día uno hablase sobre un tema cercano a su especialidad pero con suficiente interés general. Querían formar en todos una cultura más amplia, y despertar inquietudes por algunos problemas que les parecían fundamentales. Consideraban que en ello consistía el primer paso. Luego serían los pocos de la tertulia los que fueran despertando inquietudes en los círculos en que cada uno se movía. Y así imaginaban que fuera propagándose su labor, en ondas amplias recreadas constantemente, hacia un despertar de las mentes dormidas. Querían conseguir con ello elevar la cultura y combatir la excesiva especialización.

Se pusieron de acuerdo en todos estos puntos. Darío olvidó de golpe todo su desánimo. Se dedicaron con fervor a la tarea de planear los últimos detalles. Y a buscar amigos que pudieran interesarse en el proyecto. Alejandro propuso a Rafael: estudiaba tercero de Derecho; de estatura regular, fornido, plantado, serio y con gafas.

Las reuniones se celebrarían en casa de Alejandro. Tenía una habitación-torreta independiente. Serían los domingos por la mañana.

El primer domingo después del diálogo Alejandro-Darío estaban todos reunidos a las once de la mañana. Una mesa central ligaba allí la atención y agrupaba encima los ceniceros con colillas. Como habían convenido, empezó a hablar Darío:

—Alejandro tenía un proyecto bastante ambicioso. Era ir haciendo una especie de grupos de trabajo con el fin de hacer una como Historia de la Humanidad. Pensaba empezar ya con el problema del origen de la Tierra como planeta, seguir por las eras geológicas, la aparición del hombre, y después ya toda la historia de la humanidad. Y en la historia del hombre, especializándose en grupos —según las carreras que se estudian y las aficiones— estudiar cada uno una serie de temas en las épocas.

Tomó la palabra Alejandro:

—O sea, era un estudio demasiado completo, una cosa enciclopédica: hacer primero la posición del hombre en la época. Y luego estudiar cronológicamente, históricamente, y después ir agrupando, pues… Sociología, Matemáticas, Física, Química, encajándolo dentro de la época. Para ver ésta no como Historia, no como Literatura, sino como conjunto. Es interesantísimo.

Luis, repantigado en un butacón, intervino:

—Me gusta mucho la idea de trabajar y, vamos, hacer de esto un seminario, ¿no?

—Sí.

—Bien. Pero, ya que estamos en ello, ¿por qué no podríamos estudiar nuestra situación actual?

Alejandro quedó un instante pensando:

—De acuerdo. Pero estudiar la situación actual sin conocer el ambiente anterior es muy difícil. Por eso pensamos luego estudiar sólo algunas épocas interesantes. Para desembocar en los problemas actuales, ver si hay crisis; y, si la hay, ver por qué la hay. Es decir, una interpretación histórica de los problemas. Después hemos pensado lo que en fin de cuentas nos ha parecido: que cada uno de los que estamos aquí se hiciera un examen de las circunstancias en el mundo actual, y en España, y que al día siguiente las plantease. De esas ideas sacaríamos las generales: en las que estuviéramos todos de acuerdo que eran puntos flacos. Y luego estudiaríamos —en vista de ellos—, por ejemplo a partir de la caída de la Edad Media.

Luis se incorporó en su asiento:

—Me parece demasiado ambicioso. Y, cuando hayamos hecho eso ¿qué hemos hecho?

Darío se adelantó a contestar:

—¿Que qué hemos hecho? Conseguir ideas claras, tener una visión de conjunto de esas cosas.

—Pero para el exterior no hemos hecho nada.

—¡Claro! Pero no es eso lo que perseguimos. ¿Quieres decir que no llegará a ser una obra que se publique? ¡Es que es imposible! Aún hay demasiadas lagunas para los mismos especialistas. De esta otra manera obtendrás un juicio personal sobre ello.

—Pero es tonto ponerse a investigar lo que otros ya han hecho tantas veces.

—¡Si no se trata de investigar ni nada parecido!

Alejandro cortó tajante:

—Hay una crisis. ¿Estás de acuerdo?

Luis se levantó. Dio unos pasos por la habitación:

—Sí. Mira, se me acaba de ocurrir ahora: ¿por qué no cogemos nuestra situación, pero la nuestra, la de tú y la de yo, y…?

Fue interrumpido por varias voces. Levantó el tono:

—Se… ¡Se trataría de decir: la juventud actual está intelectualmente pachucha!…

Alejandro cortó:

—Pero para eso hay que saber de dónde viene…

—Pero es que verás: vamos a concretar: decir «nuestra pachuchez actual consiste en este fallo, en este fallo y en este fallo».

Todos estaban inquietos. Se movían de sus asientos. Fumaban. Pero se volvieron a una al oír las últimas palabras de Luis:

—¡Eso! ¡Es lo que decíamos!

—No. Eso se tiene que hacer ateniéndonos a nuestra situación actual, y después de que hayamos hecho eso será el momento de…

—¡Eso!

Darío estaba algo aturdido por las voces altas y el humo. Abrió la ventana y se volvió hacía los demás:

—Alejandro lo que ha dicho es, primero, ponernos de acuerdo en qué puntos nos parecen más claves de los problemas actuales. Con esto a la vista…

—Pero es que los problemas actuales son unos problemas muy gordos.

Alejandro quiso zanjar la discusión:

—Yo lo que he dicho es que pienses los problemas que tienes a tu alrededor y que al día siguiente los traigas en un papel y que entonces nos pongamos de acuerdo…

La discusión se prolongó aún por diez minutos. Cada cual repetía varias veces lo que había dicho antes. No se ganaba terreno hacia un acuerdo. Por fin comprendieron que poco más o menos todos decían lo mismo con distintas palabras. Alejandro preguntó a los demás, entonces:

—Bueno, ¿sabéis para qué queremos hacer esto?

Luis contestó:

—No.

Darío comenzó a explicar:

—Una lucha contra la especialización…

Alejandro le quitó la palabra:

—Lucha contra la especialización y lucha contra la…

Darío se la quitó a Alejandro:

—… incultura.

Alejandro siguió:

—… la inmovilidad intelectual de la Universidad.

Melletis comentó:

—Muy bonito.

Alejandro siguió:

—Y sobre todo…

Rafael intervino por vez primera:

—O sea, que vamos a suplir las deficiencias de nuestro bachillerato.

Darío le contestó:

—Sí.

Alejandro aclaró:

—Las deficiencias de nuestra formación.

Darío concretó:

—… la formación en general.

Luis intervino de nuevo:

—Esto es trágico. Estar en esta situación a los dieciocho años es trágico, ¿no?

Alejandro habló:

—Más vale darse cuenta ahora que no cuando tengas cincuenta.

Hubo un silencio. Todos estaban conformes.

En aquel silencio se oyó a Darío:

—Melletis, quita tus patas de la mesa, que se estropea.

A continuación habló Alejandro. Cuando empezó, todos volvieron a sus asientos. Se acomodaron y se dispusieron a escuchar atentos. Alejandro anunció que iba a hablar del origen del Universo. Habló durante una hora. En aquella habitación silenciosa se oía su voz fría que mentaba el Mioceno, el Dyopitethecus, el Pleistoceno, el Pytecanthropus. Luego habló de Caldea y China, la astronomía, y de la filosofía griega. Metió por medio la Edad Medía y al arzobispo de Dublín. La Edad de Piedra, el Amazonas y Nueva Zelanda. Los pueblos salvajes de África. La herejía de Juan Huss, el Pacífico y Gauguin. Luego hizo varias preguntas seguidas: «¿Desde cuándo estamos?», «¿De dónde salimos?», «¿Cuánto estaremos?», «¿Por qué estamos aquí?», y «¿A dónde iremos?». Habló curso seguido de la «Astronomía metafísica», la Astrofísica, Einstein y los sólidos fundidos.

A propósito de los sólidos fundidos se despertó gran interés. Hubo una discusión sobre Sirio A y Sirio B, los métodos para averiguar la edad del Universo —que calculaban ellos en quinientos millones de años— y los movimientos de expansión de las espirales galaxias.

Finalmente, Alejandro consiguió recobrar el dominio del grupo y siguió su discurso, aunque ya era interrumpido de vez en cuando. Habló de galaxias y espirales y estrellas dobles, triples, cuádruples, y algunas que sólo eran simples. Por último, acabó con una referencia a la expansión del Universo y a una «cierta nube de polvo y gas»…

Todos estaban muy contentos del éxito de la reunión.

Una moto de gran ruido pasó por la estrecha callecita a la que daba la habitación. Los reunidos, al calor de la calefacción, ventanas cerradas y el cuarto lleno de humo muelle, no la oyeron. Delante de la cancela del jardín un niño de unos siete años, con la mirada tierna, apretaba entre el codo y la axila una pelota de caucho amarilla. Asomados tras los hierros de la cerca, en el jardín de enfrente, dos pecosos americanitos le miraban.

—¿Puedo jugar?

What is he saying, Willie?

He wants to play with us.

Por el cielo, azul y despejado, volaba con gran estrépito un B-52 de tripas electrónicas, con una bomba atómica en sus entrañas, mirando, mirando el radar.

El americanito más pequeño y rubio mascaba chiclé, con las manos en los bolsillos de su traje de béisbol.

En un jardín de otra calle un terrier chiquito, blanco, ladraba entre un banco de lilas que le envolvían.

En su nuevo entusiasmo cultural, Darío empezó a ir a conferencias. Recorrió durante las semanas siguientes varias salas. Oyó hablar a diversas personalidades de las letras, las ciencias, la filosofía y la crítica. Redobló el interés por el estudio. Y despertó un ansia de saber más, de ampliar conocimientos. Compró varios libros de Filosofía, Arte y Matemáticas. No solía salir de su casa: quedaba en ella estudiando, leyendo o pensando.

Bele había dejado de ir a la Sierra. Volvía a reunirse con sus amigos de siempre. Iban los domingos por la mañana al quiosco del paseo de la Castellana, que tenía las sillas de mimbre amarillo. Allí estaban todos. Menos Melletis. La falta del nervioso era muy notada. Se preguntaron unos a otros a qué se debía. Corrió el rumor de que iba a unas reuniones que organizaba Darío, con algún dudoso fin. Algunos, astutos que sabían las ideas políticas de Melletis, opinaron que serían reuniones políticas subversivas. Otros pensaban que debía tratarse de algo más o menos cultural, o alguna extravagancia parecida. Piti sintió brotar una confusa admiración por el extraño Darío. Otros no opinaron nada. Pero en general descartaron el asunto. Le dieron el trato que las señoras de cierta edad dan a los deslices sexuales de sus hijas: mejor es non meneallo.

Y siguieron hablando del «Mercedes» último modelo, Nat King Cole y las gambas al ajillo.

Extrañó a Bele la llamada que Darío hiciera a mediados de enero. Más le extrañó que no volviera a haber llamado. Una vez pensó que era muy presuntuoso. Comentó su impresión con Teresa. Estuvieron de acuerdo. Teresa tenía una alta reverencia por Bele. Hacía de los problemas de ésta los suyos propios. Tomó a pecho el desprecio de Darío. Le resultó antipático.

Bele se olvidó pronto de todo. Seguía su vida de colegio, en la que se sucedían aburridamente las clases. Seguían persiguiéndola muchachos en continuas llamadas telefónicas. Ella se divertía feliz. En Darío no pensó más que para reprocharle ser causa de la ausencia de Melletis, el divertido nervioso.

«¡El fuego! ¡El fuego! Los maíces se queman. Y las nubes no llueven. Estúpidas nubes. ¡Estúpidas! Siempre de cháchara, allá en sus alturas. ¡Sin importarles nada lo que pasa allí abajo! ¡Que se las necesita! El fuego viene ardiendo campos. Campos de maíz. Campos que hubieran sido alimento de hambrientos, sangre de ganados, jornal de mozos. Pero ahí está el fuego. ¡Crujiente, sádico por triturar hombres! ¡Sádico de triturar maíces!

»Ya no brillarán los granos en las solanas. Ya no habrá fiesta las noches con luna. Porque el fuego raja la vida. El valle arde en llamas. Desde el mar los barcos ven el humo. Pero van felices en agua. ¡Dichosos los buques en galerna! ¡Dichoso morir en abundancia! En el valle los maíces han muerto.

»Hay luto. Redoblan las campanas. Van al cortejo tránsfugas alegrías. Las cartas del mus están cerradas. ¡Agua maldita! ¡No regaste el maíz cuando era tiempo! ¡No corriste los surcos! No creciste las plantas. No pusiste resistencia al fuego. Los campos son eriales. La tierra está empapada de cenizas. Ya no hay maíces. Los delantales de las mozas están vacíos. En el maizal ya no se oyen chistes. ¡Fuego!

»Todo está en silencio. Otras veces también era el silencio. Pero el agua corría por los surcos. Los maíces, pequeños, crecían al conjuro de la humedad. Sus tallos alzaban. Engordaban. Estallaban más tarde en mazorcas amarillas y blancas. En bigotes magníficos.

»Pero esta vez ¡qué silencio! Todo es negro. ¡No hay agua! El fuego ha pasado. Los maíces no estaban jugosos. Amarillos, secos. Nunca tuvieron agua. Las cenizas. Rastrojos. Nunca tuvieron agua. Todo fin. El maíz se ha quemado. ¡Estoy quemado! ¡Estoy muerto! ¡Muerto, fuego, sin agua! ¡Aaaaayy!».

—¡Señorito, señorito! ¿Qué pasa?

Sebastián tenía los ojos desorbitados. Sin decir nada, aún entre sueños, bebió fuego. No: ginebra. Duermevela de pavor.