POCO DESPUÉS había atraído a varios amigos y habían encontrado un local. Lo amueblaron como pudieron: uno llevó una lámpara vieja, otro un cojín. Con lo que había sido puerta de un armario empotrado, dos cajones, tablas y almohadones consiguieron algo que se parecía a un sofá. Compraron dos tajos campesinos en El Rastro. Luego pusieron más cojines por el suelo, esparcidos, y banderines por las paredes.
Todos estaban muy contentos: Alejandro, Carlos, Darío, Melletis y Fry. Eran los fundadores. El día que habían terminado de pintar una mesa hecha con una contraventana y mosaico estuvieron un buen rato mirando satisfechos su obra y felicitándose mutuamente.
—¿Qué os parece? —dijo Carlos.
Carlos había trabajado mucho en la instalación.
—Bien, bien. Está macanudo.
—Ahora, no queda sino ponerlo en marcha.
Era Darío quien hablaba.
—Sí.
—Bah, no hay problema. En cuanto vean esto…
—No te entusiasmes tanto, Fry. No va a ser fácil.
—Bah, Darío, no seas tan pesimista —terció Alejandro—. Opino como Fry.
—¿Y cómo los traemos?
—No sé. Ya se verá.
—Pensad, pensad. Las cosas no salen por arte de magia. Hay que organizarlas.
—¡Tú siempre das la lata con la organización, moño! Organízate tú, y déjanos a los demás.
—No, Melletis.
—Esta pata está algo floja. Dame unos clavos y el martillo.
—Toma, Carlos.
—Gracias. Podíamos hacer una fiesta de inauguración.
—Si empezamos con fiestas… malo.
—Pues a mí me parece bien.
—Y a mí. ¿Por qué no quieres, Darío?
—No es que no quiera. Pero…
—No te gusta.
—Eso. Yo quería formar un grupo de chicos y chicas sensatos.
—Ya. ¡Y les vamos a decir!: «Venid aquí que se discutirá de algo muy interesante». ¡Algo iluso eres!
Carlos se levantó estirándose. La pata ya estaba fija.
—Hombre, me parece buena idea lo de la fiesta. Hacerla el día de la inauguración no supone nada. Después no se dan más.
—¿Y quiénes iban a venir?
—Pues, más o menos, los del grupo.
—Todos no. Creo que sólo los más amigos y las chicas necesarias.
—¡Hombre!
—Nada. Transijo con la fiesta pero sólo así.
—Bueno, habrá que verlo despacio.
Cedió Darío porque la situación lo exigía. Carlos y Alejandro no habían intervenido casi en la discusión, como si fuera un asunto extraño. Darío sospechaba de la colaboración de ambos; porque tenían novia. Lógicamente las novias no les iban a dejar sueltos los días de reunión en el club, que serían los pocos de fiesta a lo largo del curso. Ni ellos tendrían interés en abandonarlas. Melletis habría estado de acuerdo con él de haber habido mayoría. Pero Fry le presentaba un camino más fácil y divertido y se hacía de su causa. Claudicó con tristeza. Pero aún no se sentía vencido.
Llegó el día de la inauguración. Además de los cinco fundadores y las novias de Carlos y Alejandro fueron Sebastián, Blanca, Piti, Lolina y dos parejas más sacadas de algún sitio. Pasó la tarde bien. Habían comprado coca-colas y una botella de ron, algunas cervezas y galletillas saladas y perritos calientes con mostaza. El sofá pareció al principio que se vendría abajo. Pero al comenzar la música disminuyó el peso. Casi en el resto de la tarde no estuvo allí sentado más que Sebastián. Tenía una tarde indolente. Quizá pensara en algo.
Hubo animación. Las chicas encomiaban el club, especialmente la decoración. Gustaron mucho unas cortinas de tela de saco, pintadas con óleo rojo, negro y amarillo, que había a la entrada. Los cinco fundadores estaban contentos; aunque Darío en algunos momentos pensara que era otra cosa lo que él hubiera deseado.
El hallazgo que representó el club se vio el día de la inauguración. Era una forma barata de pasar bien la tarde del domingo. Esto lo observaron en especial Fry y Sebastián. Se puso de manifiesto también la absoluta falta de interés por lo intelectual. Pero Darío no quería convencerse de lo evidente.
Durante los primeros días de la semana siguiente Darío fue por las tardes al club. Llevó algunas colecciones de revistas científicas y algún Paris-Match. Tomaba alguna coca-cola de las que sobraron el primer día. Hacía y rehacía proyectos para dar al club un carácter a su idea. Alguna vez fue con él Sebastián. Presionado por éste, admitió ir celebrando pequeñas reuniones no serias —como la inauguración— cada semana poco más o menos. Se argüía que de ese modo podría ir captando el interés de algunos por su proyecto original.
En adelante se celebraron tres reuniones los sábados que siguieron. El núcleo eran Fry, Sebastián, Melletis y Darío. Alejandro y Carlos no fueron. Llevaban chicas de donde podían. Unas veces sobraban; otras no hubo más que dos. Llevaban pastelillos y galletas, y bebidas. Discos de moda. Inevitablemente en el club se bailaba apretado, ahogado. Era un sitio sin control de madres. Cada vez fueron yendo chicas más libres. Cada vez se afirmaba un trato coqueto al borde de lo picaresco. Esto era el carácter del club. Fry lo comentó en el quiosco de la Castellana ante la pandilla. Lo encomiaba. Algunas se picaron.
Darío añoraba su proyecto primero. Pero se conformó con lo evidente. Si el club no le permitía desligarse del mundo que le preocupaba por medio de otro irreal de ciencia e intelecto, se lo brindaba por la creación de otro también irreal, ligero, desprendido de la moral y usos imperantes. Descansó de Bele por unos días.
La inmoralidad que se decía del club fue la trinchera de la pandilla. Desde allí comenzó una campaña lenta, pero decidida. La presencia de Darío en la pandilla trastocaba las cosas consideradas buenas durante los años anteriores. La pandilla, por instinto de conservación, actuaba contra Darío. El habérselos excluido del club reforzaba esta postura.
No era nadie en particular quien había declarado la guerra a Darío. Tampoco eran todos. Ni algunos. Era el grupo.
La fama con que se regaló al club hizo que cada vez fuera más difícil convencer a alguien de que fuera a allí. Las muchachas se resistían. Fry y Melletis prefirieron mantener su buena fama y se desentendieron del club. Darío se vio obligado a cerrar y dejar el local. Recogieron los banderines y los cojines. Vendieron los cascos de botellas que se habían almacenado. Lo demás, que no podía servir para nada, lo abandonaron. El último día sólo estaban Sebastián y Darío:
—Vaya, ya está.
—Se acabó.
—¡Qué se va a hacer! Yo hubiera querido otra cosa.
—¿Qué hacemos con los banderines? ¿Quién los trajo?
—No me acuerdo bien. No importa. Nos los llevamos nosotros.
—¡Hombre, van a protestar!
—¿Y a mí, qué? Ellos lo han abandonado todo. ¿Qué pueden exigir?
—Si a mí no me importa.
—Ya. Bueno, coge también cojines. Ya no hay más que hacer.
Fueron hacia la puerta. Dieron un último vistazo a lo que había sido club. En un mes había nacido y había muerto.
Poco después Darío miraba los banderines en su cuarto. Sentía decepción: de sí mismo, por no haber triunfado; de sus amigos, por haberle abandonado; de los demás, por haber precipitado el fin.
Alejandro no supo qué había pasado al final con el club. Se enteró del cierre algunos días después, por casualidad. Inmediatamente comenzó a detallar un nuevo enfoque al proyecto original de Darío. Complementaba el estudio con los proyectos. Consultó con sus padres. Con algún amigo de confianza. Con su profesor particular. Todos le animaron a la idea. Por las tardes hablaba a su novia del proyecto. Y así, al hablarle, iba viendo en la cabeza todos los detalles.
Darío estaba desanimado. Llamó a Antonio. La quinta o sexta vez que llamó pudo por fin hablar con él. Antonio no tenía chavalas a mano. Todas se le habían escapado hacía poco. Pero conocía un sitio donde se podían encontrar con facilidad.
Fueron por la tarde en el Citroën del padre de Antonio a una bolera. Estaba en la calle de la Princesa, cerca de Moncloa. Por unas escaleras suavemente iluminadas se bajaba a la sala. Entre la barra y la pista de juego había muchas mesas, revueltas unas con otras en la oscuridad. De alguna manera, doscientas o trescientas personas conseguían estar sentadas en ellas. Eran todas jóvenes; y solían estar emparejadas. En algunas mesas se veían muchachas solas, muy compuestas delante de sendos cubalibres. Algunas eran prostitutas de oficio. Todo estaba envuelto en humo de tabaco y olor a bebidas diversas.
Darío se dejaba llevar por Antonio. Confiaba en su experiencia. Dieron varias vueltas entre las mesas con toda naturalidad, escogiendo con la vista. Al fin se decidieron: había dos en una mesa de un rincón. Tras una corta conversación quedaron de acuerdo. Ellos se presentaron como Pepe y Antonio. Ellas, como Maribí y Anita. Se sentaron todos. La que correspondía a Antonio —Maribí o Anita— era la más baja, morenita con melena corta y largo pecho, cara graciosa. La de Darío —Anita o Maribí— era algo más alta, de labio ansioso. Ambas contaron la misma historia: trabajaban de mecanógrafas en una empresa que no supieron decir bien a qué se dedicaba. Antonio contó que estaba en tercero de Arquitectura y que Darío en cuarto de Derecho. La conversación —diez minutos hasta que el camarero llevó las bebidas— la llevó Antonio. Luego, en seguida, pasaron a la pista de baile. Estaba contigua, separada por cortinas semicerradas. Dentro no se veía nada. Estaba repleta de gente: aunque alguien hubiera querido bailar le hubiera sido imposible. Se apretaban ellos con ellas y pasaban así el tiempo, moviendo de vez en cuando un pie con timidez. Darío y Anita —o Maribí— se apretaron. Antonio y Maribí —o Anita— se apretaron. Y cada pareja se perdió entre las otras.
A raíz de aquella tarde se planteó Darío muchas cuestiones. Había conseguido de aquella muchacha todo —casi— lo que se puede conseguir. Y cuando se despertó a la mañana siguiente para ir a la Universidad consideró que no se había divertido. Reconocía que se sentía un gusto especial en palpar un seno bajo el sostén y apretar el pezón duro y turgente. Pero era en el momento. Luego, lo que más quedaba era asco y tristeza. No asco ni tristeza de sí mismo, sino del ambiente y de las muchachas aquellas. No era natural aquel sobeo organizado.
Estuvo preocupado varios días. No encontraba una norma moral al respecto que le satisficiera. Al fin escribió en su diario:
Me repugna el toqueteo organizado. Hay chicas que van a cafeterías, boleras y salas de fiestas a dejarse convidar y meter mano. Según el convite, se prestan más o menos a los deseos del acompañante. Son prostitutas de afición. Pero pienso que todas las chicas más o menos lo son. Por ejemplo, las de la pandilla. Son de buena familia, educadas y de muchas pretensiones. Y sin embargo, también se venden. Venden su compañía de una tarde por ir al cine gratis. Si se dejan coger del brazo o se aprietan más al bailar es a buen seguro porque cotizan que su amigo se ha excedido en gastos, tengo la impresión. Ellas dirán quizá que es sólo correspondencia al afecto del otro. Pero será que el afecto se mide por las pesetas del convite. Se creen en la necesidad de ser llevadas de aquí para allá, a fiestas y cines. Juzgan que, si no, no podrían vivir. Y como son incapaces de tener simple afecto o camaradería cuando no hay amor, su ir y venir se cotiza en entradas de cine, cubaslibres o ginfizzes.
¿A qué viene todo esto? Creo que a haberles metido en la cabeza desde pequeñitas que su única preocupación ha de ser casarse lo mejor posible. Que no tienen más que procurar. Ya que, de alguna manera, llegan siempre a considerarse el ombligo del mundo. Y creen además, que el mundo no tiene más que hacer que contemplarse el ombligo. Viven en cacareo. Al andar, al hablar; todo es cacareo banal. Ponen escotes amplios, jerseys que moldean bien el busto, andar coqueto, y piensan atraer así al macho. Y lo atraen. Despiertan —con lo anterior más bocas pintarrajeadas, ojos traviesos y provocantes, y gestos desenfadados— el macho en el hombre. Pero no le apaciguan. A esa hora —del apaciguar y dar satisfacción— se acuerdan de que son jovencitas inexpertas y de la alta —o menos alta— sociedad. Y olvidan su provocación. Y se lavan las manos. Se quedan tan frescas, inconscientes de estar jugando con la sexualidad y la paciencia del muchacho.
Me parece que todo esto no está bien. No comprendo la moral que impera. No comprendo que en muchos pese más una tonta reprobación de la sociedad que el cariño a un hijo fuera de boda.
”Creo que los actos sexuales y sensuales por sí ciegan al momento, pero no más. Y que los hechos con la amada llevan sobre su materialidad algo más, que es el verdadero placer. Comprendo que si lo que hice a aquella Maribí —o Anita— lo hubiera hecho con Bele, hubiera sido otra cosa: sobre el simple acto hubiera estado su valor de prueba de afecto, de apreciación de lo que es la amada concretada en un acariciarla. Comprendo esto, pero no sé claro en qué está la diferencia. Y tengo que saberlo.
Bele seguía yendo a la sierra los domingos. Darío solía reunirse con los restos de la pandilla en la Castellana. Las tardes intentó estudiar. Quería sacar un buen curso. Por otra parte, se acercaban los segundos parciales. Tenía fijadas las fechas de varios, entre ellos la Historia. La Historia se le había atragantado. Requería un esfuerzo de memoria mecánica que le era muy costoso. Pasaba las horas largas con los textos abiertos, haciendo resúmenes, cuadros sinópticos, recitando en alta voz reyes, fechas, batallas, tratados. Una y otra vez caía sobre la maraña babélica de la Reconquista. Una y otra vez fracasaba. Al cabo de dos semanas de trabajo intenso, en las que no pensó más que en Historia, se notó cansado, nervioso, irritable y con unas ganas terribles de dormir. Estaba desanimado, disgustado. Por dos semanas había conseguido no pensar en Bele. No se embargó en desazón por el esquí que les separaba. Pero este mismo esfuerzo por estar tranquilo, por dominarse a sí mismo, no hizo más que enconar el agotamiento. Al haber cumplido dos semanas de esfuerzo decidió echar todo por la borda. Se tumbó en la cama tal como estaba vestido, desesperado. Durmió veinte horas seguidas.
Se levantó con gran dolor de cabeza. Tomó una larga ducha de agua caliente. Le relajó. No sabía qué hacer: eran las cuatro de la tarde. Se vistió nueva ropa y salió a la calle. Echó a andar sin rumbo, buscando anchuras. Sentía el goce de mover las piernas por sí solas, sin fin de ir a ningún sitio. Anduvo mucho. Cuando regresaba se encaminó sin darse cuenta hacia la calle donde vivía Bele. Siguió el camino que ella usaba de su casa al colegio. Pero sabía bien que hacía tiempo que había salido del colegio. Si la hubiese encontrado, no hubiera sabido qué decirle.
Por la noche fue al cine. La película le puso de buen humor. Al día siguiente fue y volvió paseando de la Facultad. Por la ancha acera de la avenida iban grupos de estudiantes. Tranquilos, charlando a la sombra de la bóveda formada por los plátanos de Indias. El mediodía de marzo anunciaba la primavera. La luz era viva. Algunas parejas de novios volvían de las clases de la Universidad con los libros bajo el brazo, cogidos por la cintura o por el cuello, haciendo proyectos y proyectos, charlando, charlando…
En los primeros días que siguieron, Darío fue pelele de su imaginación. El sentimiento por Bele fue casi una obsesión.
Por las noches —tumbado en la cama boca arriba, con las palmas bajo la nuca— intentaba imaginar el rostro de Isabel. Parecía que lo iba a coger y se le escapaba. Sólo conseguía recordar unos rasgos desvaídos. Se retorcía en la sábana como el perro que quiere morderse el rabo, queriendo siempre plasmar la imagen que siempre escapaba. Por las noches soñaba a menudo: una faz que no veía le miraba de frente. Era la cara de Isabel —lo sabía—. Se acercaba sigiloso a ella para verla. Ya casi la veía. Ya. La cara entonces se alejaba. Él corría detrás, con los brazos extendidos hacia ella. Nunca conseguía acercarse. Apresuraba el paso: la cara fugitiva aceleraba por mantenerse siempre inalcanzable. Sin facciones. Seguían corriendo mucho tiempo. Darío se veía correr y jadear. Reprochaba a este otro Darío que corría tras el rostro desvaído que perdiera la idea del tiempo. Había muchas cosas que hacer. No podía seguir tras ella siempre. No podía dejar de hacer lo que tenía que hacer. Había que dejar la persecución: había cosas más urgentes. Pero ahí estaba él: corriendo tras ella, olvidado del quehacer. Se llamaba. Pero era inútil. Cuando su voz llegaba a donde estaba corriendo, ya no estaba allí, sino más allá, lejos, rápido, en vértigo tras ella. Darío sabía que tenía que hacer; por eso no corría. Pero no podía ir al quehacer: no se acordaba de sí mismo: ahí estaba —se veía— corriendo sin saber nada. No podía ir: no se acordaba: corría, siempre estaba corriendo tras el rostro. Mientras no dejase de correr y se acordase del trabajo pendiente no podría ir él, que no corría y sí se acordaba. El-aquí y él-allí, él-sabiendo y él-sin saber, él-sin correr y él-corriendo. Perdía el tiempo sin saberlo y sabía que perdía el tiempo. Perdía el tiempo sin…
Se despertaba desasosegado. Cansado de correr en sueños y de la tensión. Y con gran tristeza de no haber llegado a ver el rostro de Isabel.