ME TENGO QUE ENAMORAR.
Tras esta declaración, Darío quedó serio y tranquilo, mirando los pies que tenía sobre la butaca. Luis estaba en la otra butaca del tresillo. Darío tenía el tronco sobre el sofá y no apoyaba los riñones. Había estado contando a Luis los desasosiegos que le venían invadiendo desde el comienzo del trimestre. Por fin, quedó satisfecho al tomar esa resolución.
Luis enarcó las cejas:
—¿Si? Vaya.
—Sí.
Siguió un rato de silencio.
—¿Sabes que haré?
—No. ¿Qué?
—De todas las chicas que conozco —bueno, de todas las que me agradan— voy a pensar cuál me conviene más. Haré una lista y…
—Muy racional me parece…
—Sólo de sentido común.
—¡Hum! ¿Y qué vas a conseguir con ello?
—Enamorarme lo mejor posible.
Pasaron varios días. De nuevo en casa de Luis, semitumbados.
—Luis, ya hice la lista.
—Ah.
—Me enamoraré de Equis.
—¿Nuevo método?
—No. Es que no sé cómo se llama. Es del grupo de Fry.
—¿La conoces?
—Estaba en la Sierra cuando la excursión de diciembre. Vino con su hermana.
—¡Ah! Ya sé. No me acuerdo muy bien.
—Es muy mona. Me agrada mucho.
El grupo de Fry estaba sentado en un quiosco de la Castellana. Darío preguntó a Melletis, que estaba a la derecha:
—Oye, ¿cómo se llama esa chica?
—¿Qué? ¿Que no sabes cómo se llama? ¡Qué tío! ¿Dónde vives?
—Bueno, deja las extrañezas para otra ocasión. ¿Cómo se llama?
—¡Si es Bele!
—¡Ah! ¿Bele? Ya. No sabía que fuera ella. Pero, ¿cómo se llama de verdad?
—Isabel, hijo. Estás en las nubes.
—Bueno, deja de decir que estoy en las nubes, ¡vaya!, ya me estás jorobando con esa cantinela.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué te pones así?
Hizo una pausa.
—Oye, ¿no será que te gusta?
—No sé. Lo tengo que decidir.
«A Darío le gusta Bele», «a Darío le gusta Bele» susurraron al oído unos a otros. La noticia llegó como la pólvora a oídos de Bele. Se envaró, sacó el pecho, y lanzó tres miradas coquetas a Darío. Él, ajeno al oleaje que había levantado, seguía meditando si debía gustarle o no.
Pero le gustaba Bele. Había levantado el andamiaje de la lista sin saber por qué. Ya al ocurrírsele la idea sentía a quién iba a elegir. Pero no quería admitirlo. Se empeñaba en hacerlo todo conscientemente y a sabiendas de por qué lo hacía. Y acallaba su racionalismo con la tramoya artificial que había montado.
Bele miraba a Darío y Darío al vacío. Y todos miraban a Bele y a Darío. Y se alegraban de aquello. Todos querían a Bele y a Darío. En cada uno subió el orgullo de pertenecer al grupo de Bele y Darío. Pero muchos no querían a Bele con Darío. Les era más suya Bele. Temían que la personalidad taciturna de Darío influyera en el grupo; sentían en su fuero interno sin sentir de veras. Estos sentimientos encontrados les pusieron de mal humor, sin querer estar de mal humor. De peor humor por no saber por qué era su mal humor.
Darío seguía mirando al vacío, decidiendo si le gustaba Bele.
Darío seguía meditando si le gustaba Bele. Iba por casa de Luis. Discutía con Luis. Salía con Luis. Y siempre hablaba de Bele. Luis estaba agotado.
Hablaba con Melletis y hablaba de Bele. Iba al cine, estudiaba o se lavaba la cara. Y estaba pensando en Bele. Dormía. Soñaba en Bele.
Estaba embelesado.
Darío seguía meditando si le gustaba Bele.
Darío llamó a Bele. No podía salir: se iba a la sierra.
Desde luego era evidente que prefería la sierra a él. Estuvo considerando la respuesta. Se vio postergado. Sin motivo fundado comenzó a amontonar los ánimos. Se compadecía a sí mismo. Se imaginaba no ser querido por nadie. Se sentía despreciado, solo ante el mundo. Solo ante un «demás» vago, confuso y amenazador. Mientras pensaba escenas terribles en que era torturado se recreaba en la contemplación de su mala suerte. Aquella tarde comenzó a escribir sus pensamientos en un diario.
Se sentía desilusionado. Veía la sierra interpuesta entre él y Bele. Deseó con fiereza que se acabase pronto la temporada de esquí. Que no nevase. O que lloviese. Perdió ánimos. No sentía fuerzas para estudiar. Salió a la calle.
Se dejó llevar por sus pies. Sin pensar, escogía calles amplias, de mucha gente y mucha luz. No tenía por qué pensar. Ni necesitaba ni podía pensar entre tanta gente. En un momento en que salió de su inercia descubrió el efecto hipnótico de las multitudes. Este descubrimiento le alegró. Enderezó la espalda. Sacó las manos de los bolsillos. Buscó calles a media luz y de poco tránsito. Aminoró la velocidad de sus pasos. Desabrochó el abrigo. Encendió un cigarrillo. Poco a poco, muy lentamente, fue creciendo en su cabeza un proyecto.
Aquella noche escribió en su diario:
Me parece que la mayoría de la gente que estoy tratando es tonta. No hace más que hablar de discos, automóviles y películas. No estoy dispuesto a tener que soportarlos. Se me ha ocurrido hoy una idea: voy a organizar una especie de club. Mi idea es conseguir un local y celebrar allí reuniones. Allí iremos de vez en cuando y podremos tratar los temas que nos interesen. Además, creo que será un modo de atacar la especialización. Cada cual podrá hablar alguna vez sobre un tema de su especialidad que pueda interesar a la mayoría. Por ejemplo, la evolución biológica. Tengo, que hacer algo así, porque temo que me estoy abotargando entre tanta ficción y estupidez. Quiero conseguir reunir un grupo de gente como yo. Estoy seguro que tiene que haber gente seria, que piense con la cabeza y no con los pies. Tenemos que reunirnos. Si permanecemos aislados esos niños bonitos de la Castellana acabarán por ahogarnos.
A veces pienso en el porvenir que nos espera. ¡Pensar que sean Fry y sus amigos y los demás como ellos los que dentro de unos años van a formar la alta sociedad de España! Los hijos de los grandes industriales, banqueros, políticos, son esos grandes idiotas que andan por ahí, venga a tomar medias combinaciones y a correr en coche con una al lado. Y son más idiotas cuanto más importante sea el padre. Y son éstos, los que estudian las carreras superiores: por tanto los que tendrán que ocupar los puestos clave de la sociedad y la nación. ¿A dónde vamos a ir? Lo más probable, a la mierda. A veces, cuando paso por la Castellana y veo tantos peinados a lo B. B. y a lo Sacha Distel sentados a las mesas delante de cubalibres y manhattans, me entran deseos de coger una metralleta y barrerlos a todos. ¡A ver si por lo menos en el morir se notaba vida en ellos!
Un conocido de la Facultad, que desde luego está un poco loco, me explicaba la muerte de una perdiz. Decía que la veía venir, dorada y majestuosa, llena de vida. Al disparar, toda su majestad desaparecía: se encogía, dejaba caer las alas y caía al suelo vertical. La matanza de cazador es un canto a la vida: a la propia, revalorizada por deshacer las otras bellas. La vida ¿qué saben de ella esos bobos? No conocen más vida que la de dar patadas a un balón. Viven un sueño drogado por los colegios y los «papás». Les han cortado las alas de su vivir y no saben moverse. Se las han cortado para que no se descarríen. Y ¿qué han conseguido? No, no han creado pecadores. ¡Qué va!, han hecho tibios, lo que es mucho peor. Gente que no tiene creencias de ningún signo. Han adoptado las que le han ofrecido por ley de mínimo esfuerzo.
Habló a Miguel del proyecto. Miguel no tenía tiempo. A finales de diciembre había conseguido una clase particular con la que se ayudaba en los gastos del noviazgo. Iba por la noche a una academia donde repasaba lo que estudiaba en el resto del día y hacía aún más problemas. El poco tiempo libre que le quedaba lo acumulaba el sábado y el domingo por la mañana para disfrutarlo con Carmen. Estaba contento. Llegaba a las diez y media pasadas a cenar a la pensión. Iba con el ánimo atlético, fortalecido por el esfuerzo diario sin descanso, sin relax alguno. La clase estaba bien pagada, o así le parecía a él: cuatrocientas, diaria de sexto de bachillerato y reválida. El niño parecía adelantar, a fuerza de explicaciones. Asistía al desarrollo del niño con un pasmo de milagro. Aunque el desarrollo era lento y tardío, él sólo veía cómo por sus esfuerzos iba haciendo despertar a un ser. Calibraba el poder que tenía sobre él. Ese poder que Miguel no sabía de dónde le había salido. Del que carecía por completo en toda la demás vida suya. Pero es que un título, aunque sea tan modesto y arcano como el de «profesor particular», concede siempre al beneficiado un hálito de fuerza infalible.
El bar de Filosofía tenía forma de ele. Transversal al extremo de la rama más corta y ancha de la ele, estaba situada la barra. A ella servían dos mocitas vivarachas. A lo largo de esta rama venía un pasillo de entrada desde el jardín. Separaban la zona de mesas barras verticales pintadas de colores. Las mesas eran de madera, pálidas y delgadas, y estaban recubiertas por plásticos de diversos colores. Sentados a las mesas, ante la barra, y por todas partes yendo y viniendo, se veía una multitud de muchachos y muchachas con libros bajo el brazo, charlando con animación.
Allí había sido donde, a principios de curso, Fry le había contado fantásticas historias sobre chicas «cariñosas» y jugosas. Historias que creyó entonces, y que ahora habían quedado en aguas de borrajas.
Ahora no veía mucho a Fry. Más veía a sus amigos, Melletis y Luis. Algo a Sebastián, aunque estaba huidizo en los últimos tiempos. Luis decía que salía con Blanca. Parecía que había encontrado asunto.
La ausencia de Fry le había permitido explorar algo el curso. Había encontrado dos elementos valiosos para sus proyectos: Alejandro y Carlos. Se notaba que Alejandro era vasco a la primera mirada. Aunque pertenecía a los vascos delgados y pequeños. Era seco, enjuto y fuerte. Cara de asceta. Carlos iba siempre muy de prisa. Tenía gafas y el pelo al cepillo. Aún eran ambos una incógnita.
Esto reflexionaba Darío ante el libro de Historia en el bar mientras esperaba que llegasen Carlos y Alejandro. Debían haber salido ya de clase. Darío no había ido por estudiar Historia.
Por la Facultad de Ciencias, y concretamente por el curso de Sebastián, las cosas seguían igual que siempre. Las mismas discusiones, los mismos «rollos» con distinta letra. Expulsiones de clase, bocadillos de mejillones, juegos a la «mentirosa». Sebastián hacía tiempo que no aparecía por el edificio. Y cuando aparecía sólo se le veía en el bar. Se había presentado últimamente a las elecciones para consejero del curso. Había fracasado. Parecía que le intimidase. Porque a raíz de aquello desapareció. Hasta llegó a faltar algunas veces a las prácticas, cuyas faltas cerraban el paso a los parciales…
Lo cierto es que Sebastián estaba desilusionado. Había esperado encontrar en la Universidad la ocasión de liberarse de todo lo anterior, de abrir una cuenta nueva. Iba fracasando.
Un día de primeros de febrero coincidieron él y Melletis en el bar. Sebastián intentó ocultar que le había visto. Pero Melletis se dirigió a él decidido: nervioso, como siempre.
Melletis le informó del proyecto de club de Darío. Sebastián no demostró interés. Pero en su cerebro había empezado a conformarse una idea.
Llamó aquella tarde a Darío. Fueron al cine En el descanso salieron a fumar un cigarrillo.
—Darío, te encuentro apagado.
—Quizá.
—¿Qué pasa?
—Nada; a veces siento náuseas.
—¿Tienes cólicos?
—Sí, pero no de estómago. Esos son buenos. De corazón.
—Vamos, explica.
—La gente. Me da asco la gente.
—En eso somos hermanos gemelos.
—Me alegro. Aunque es poco recomendable ser hermano tuyo.
—Pues el mío se pega una vida…
—Será listo.
—Ya lo creo. Creo que tienes el proyecto de no sé qué, un club, ¿no? ¿Es cierto?
—En cierto modo.
—¿En cuál modo?
—Tenía.
—¿Ahora no?
—Ya no sé.
—¿Por?
—La gente, otra vez. No responde.
—Pero vamos, ¿qué pensabas?
—Un centro de reunión, charlar…
—¿Cultural? ¡Qué bruto!
—¿Por qué?
—A nadie le interesa. Sólo buscan divertirse.
—Ya. Sí. Tienes razón.
—¿No te habías dado cuenta?
—No. De verdad que no.
—¡Eres un tipo curioso!
—¿Tú crees?
—Sí. A la gente sólo se la atrae con fiestas.
—Quizá tengas razón. Se me ha apagado. ¿Tienes fuego?
—Sí. Toma. Oye.
—¿Qué?
—No, nada. Una idea que me vino…
—Di, hombre. Toda idea la agradezco. Yo no tengo más.
—No sé: quizá se pudiera atraer a la gente haciendo alguna fiesta.
—Es posible. Sí. Puede que tengas razón, ¿sabes?
—Creo que daría resultado.
—Es posible. ¿Entramos?
—Sí, vamos.
Entraron de nuevo en la sala. Darío rumiaba la idea de Sebastián. Sebastián tenía ganas de alguna fiesta.
Porque Sebastián ya llevaba casi quince días con Blanca.