XI

—¡VAMOS, VAMOS! ¡Date prisa, que llegamos tarde! ¡Vamos, Bele!

—¡En seguida estoy! ¡Espérame, que ya voy! ¡Un minutín!

Eran las ocho de la mañana. El cielo estaba gris panza de burra. En la calle había poca luz. Las casas y las aceras parecían grises, más grises que nunca. Pasaban coches de tarde en tarde. Motocarros de reparto rompían con estridencia el silencio de la calle tranquila y señorial. Pronto volvía la calma. Desde las ventanas de la casa de Bele se podía ver la luz de la panadería, titilando en la penumbra matinal, con los cierres aún a medio echar. Se veían dos carros de basura que estaban cargando. Eran como todos: altos y rectangulares, protegidos los laterales con planchas de madera que pudieran provenir de cajones. Entre los dos palos de delante un pobre pollino, a veces una triste mula escuálida, también pardos y grises, esperaban con paciencia. Mientras llegaba el fin de la carga comían alfalfa del saco que colgaba de su testuz. Con medio morro metido dentro y sus orejas de cuero tenían una expresión a la vez estúpida y resignada. Los basureros, vestidos con sacos y otras cosas raras, volcaban sin premura las espuertas de basura en el carro. Otros estaban en las casas, llenando espuertas con el contenido de los cubos. Todo tenía aire de somnolencia.

Por la calle se veía a algunas mujeres —criadas de servicio muchas— con la leche para desayuno. En la esquina había una churrera: la ancha caja de zinc estaba acostada sobre las tijeras de pino blanco. Poco más allá un bar abría sus cierres de hierro y el camarero barría la acera. De algunos portales salían niñas, con uniformes azul marino y carteras en la mano —camino del colegio.

En el último piso de una casa de ladrillo rosa, grande, con balcones de hierro, Bele se afanaba por los pasillos alfombrados. Era menuda, que quiere decir baja y esbelta. Al andar llevaba una cadencia suave, semirrígida, como de alambre tierno. Aun parada se notaba bullir esa cadencia, vitalidad de mozuela de dieciséis años. Los ojos oscilaban entre la chispa de alegría y la caricia coqueta. Coqueta, coquetuela hasta en la melenilla sin gracia, castaño claro. Nariz respingoncilla y barbilla firme. Siempre corría por los pasillos a la mañana, buscando cosas. Ahora era el libro de Filosofía, luego la pluma, más tarde la cinta de la cabeza. Cuando ya llegaba a la puerta, donde su hermana Gabriela esperaba golpeando el suelo con el talón, volvió de pronto un poco azarada. Corrió de puntillas para no despertar a los demás y subió a su cuarto. Del resto de la casa a su cuarto había una escalerilla de caracol en hierro. Daba a una habitación cuadradilla pintada de azul. Allí había un sofá de dos asientos, algo hundidos ya por los brincos que año tras año habían dado en él. Pegadas a la pared, dos pequeñas librerías iguales, atestadas de libros de estudio manoseados y medio rotos, bolígrafos inservibles, cuadernos con hojas a medio arrancar y novelitas de las que se ha dado en llamar «rosas». (Cosa de confundir lo rosado y lo cretino.) Al lado de las librerías se abría una puerta. Daba a un cuarto con dos camas que ahora estaban revueltas. De una silla medio colgaba un pijama de chiquilla. Por todo ello corrió Bele atropelladamente. Cogió algo de la mesa de noche y volvió escaleras abajo, dejando la luz encendida y la puerta abierta. Salió corriendo del piso. Gabriela andaba ya cerca del portal. Cuando la alcanzó, Bele abrió la cartera de mano y metió lo que había recogido. Era la foto de un chico estupendo.

Las dos hermanas iban hablando animadas a paso vivo. Gabriela era dos años menor que Bele. Se parecían mucho. Un poco más feúcha que Bele, con cara de gacelilla asustada; un poco más graciosa. Al andar echaba el brazo en largo mover atrás y adelante, balanceando la cartera.

—¡No hagas eso!

—¿Qué dices, Bele?

—No hagas eso. No es fino.

—¿Y qué? Te advierto que es estupendo. Se pasa formidable.

—¡Vas haciendo el tonto! ¡Vas a romper la cartera!

Gabriela se encogió de hombros y dio otro impulso, quizás algo más fuerte.

—¡Que vas a romper la cartera!

Gabriela siguió, sin darse por enterada.

—Se te va a romper la pluma y vas a ponerlo perdido todo.

Gabriela se mordió el labio, lo pensó bien y dejó de moverse. Tenía un ejercicio por la mañana, y… ¡si rompía la pluma!… Siguieron andando. Bele, muy seria en su cadencia, erguida, aunque procurando que no se notara mucho el pecho. Gabriela, al desgaire de catorce años.

Por el camino encontraron otras compañeras de colegio. Dos eran de la clase de Bele y otra de la inferior. Gabriela comprendió lo que le tocaba hacer: las seguía a un lado, un paso detrás. Movía la cabeza a todas partes, sin ver nada, dando aire de estar muy ocupada en ello. Sin darse cuenta comenzó de nuevo a balancear la cartera. Bele iba charlando muy animada con las amigas. De vez en cuando lanzaba una ojeada de inspección a su hermana:

—¡Gabriela, estate quieta! Pareces una mocosa.

Gabriela dejó de balancear la cartera. Puso las manos atrás, agarradas y agarrando la cartera.

El grupo de mayores charlaban con animación. Se preguntaban unas a otras si se sabían esto o aquello. Y la de la clase menor a las demás si eran muy difíciles los exámenes de marzo y qué solían poner. Piti, que era una de ellas saltó pronto al ruedo:

—Ayer estuve con un chico estupendo.

Llevaba mucho rato explotando por decirlo.

—Bah, seguro que era una birria —contestó otra, más bien fea.

—¡Tú, qué sabrás! ¡Envidia cochina!

Las otras tres estaban interesadísimas en aquella maravilla, pero preferían mantener una seria indiferencia. Ardían en deseos de saberlo. Piti se picó.

—Es alto, elegante, ¡con una facha! Sabe una barbaridad de cosas y es muy educado. Además, cuenta unos chistes graciosísimos. Además, pinta.

En efecto, había salido con un joven pintor de chaqueta de ante y pañuelo de seda al cuello. No era tan alto, sin embargo.

—¿Pinta? ¿Qué pinta?

—Pues… cosas: árboles, paisajes… ¡Cosas!

De pronto se dio cuenta, mientras buscaba cosas que fueran susceptibles de ser pintadas, que había muy pocas. ¿Cómo se las arreglaría para pintar?, pensó. ¡En seguida se le acabarían las cosas! (Para Piti las cosas eran la panacea universal de las conversaciones.)

Piti siguió enumerando cualidades de su acompañante del día anterior. Se acabaron las reales. Se acabaron las que Piti hubiera deseado que tuviera. Acosada por sus amigas, que no abrían la boca, dijo a troche y moche todo lo que se le ocurrió. La verdad es que su acompañante le había resultado un poco soso. Había dicho que era muy educado. En realidad lo era —¿o no lo era?—. No sabía bien. Dijo que lo era, como encomio. Así lo aceptaron sus amigas. A pesar de que ni una ni otras apetecían educación en los muchachos que les gustaban. Tanto, que la tarde anterior Piti había sentido unos vivos deseos de plantarle un beso en la boca para ver si le sacaba de su tranquilidad enervante. Bueno, lo que quiso fue sacarle de quicio. Pero tuvo miedo de que después no le pudiera contener. También la intimidó haber visto un gris en una esquina. ¡Hubiera sido terrible que la hubieran detenido por inmoral! Se ponía nerviosísima sólo de pensarlo.

La conversación continuaba mientras se acercaban despacio al colegio.

—Bueno, en realidad… quiso propasarse. Quiso besarme y abrazarme. ¡Fijaos qué fresco!

—¿Y tú, qué hiciste?

—Darle un bufido, claro.

Bele estaba harta del cuento de Piti. Iban llegando al colegio, y antes de que fuera tarde tomó una determinación. Sacó de la cartera la foto que había recogido de la mesilla de noche.

—¡A que no está tan bien como éste!, ¿eh, Piti?

Las otras tres se arremolinaron alrededor de la foto. Se pararon. Lanzaban exclamaciones. En medio de la sorpresa, Piti reconoció que el de la foto valía más. Se enfadó consigo misma por haber hablado tanto.

Gabriela y una amiga de su curso las alcanzaron. Vieron el corro de cuatro espaldas de faldas azules con las nucas inclinadas hacia el centro. Quisieron ver lo que miraban. Intentaron meter la cabeza entre las cinturas. Las mayores se pusieron muy dignas y declararon que no era apto para menores. Gabriela y su amiga se marcharon muy tiesas diciendo que ellas tenían fotos de chicos más guapos.

Es la edad en que la niña pasa a mujer poco a poco. Su fuerza crece y es retenida al final en sus curvas de mujer. Todo la lleva a fijarse en el cuerpo: su sorpresa de verse crecer nuevas formas y el advertir cómo el mundillo masculino a su altura se fija también. Su cuerpo atrae la atención de extraños: los muchachos de su edad, sus propias amigas. Hasta los familiares —en especial, mucho, la madre, que se deja llevar del placer de ver creciendo la naturaleza hija—. Así, esta niña-mujer vive por unos años en las formas exteriores. Es la cotización física la que impera. Los chicos son mejores cuanto más altos, más guapos, más atrevidos (que es muestra de estimar más el cuerpo suyo; estimarlas más, según ellas). ¡Venga usted a hablar a estas mozuelas de Filosofía, Latín o Matemáticas! Ellas viven locuelas de alegría su nueva importancia y no quieren saber más. ¡Qué saben ellas de ciencia ni seriedad! Es un mundo aburrido que no quieren ver. Están muy ocupadas viviendo su importancia, esa nueva importancia de ser mujer (que como todo lo auténtico importante que nos pasa ha pasado durante miles de años a muchos otros). Y así viven en un mundo henchido de «chicos», esos entes abstractos e irreales que se han creado a su gusto y conveniencia.

Igual, exactamente igual que ellos han creado un mundo propio henchido de «chicas», otros entes abstractos a su uso y abuso.

A lo largo de años de contacto de ellos y ellas se irán dando cuenta de las diferencias que hay entre los «ellos» (de ellas) —o las «ellas» (de ellos)— y los reales. Y por desgaste de roce —a través de trato, desilusiones, sofiones, meteduras de pata, desplantes y quizás alguna bofetada suelta aquel mundo ideal pasará al archivo de recuerdos. Acompañado por la melancolía de un paraíso perdido sin hallar. ¡Entonces ellos serán ellos y ellas ellas! Hombres y mujeres de carne y hueso, plenos y sin retoques.

Diez metros antes de llegar a la puerta del colegio dieron una carrerilla para llegar pronto: ya no se veía a nadie. Generalmente, a la entrada se paraban las de los tres cursos superiores, parolando, hasta poco antes de entrar.

Subieron corriendo las escaleras. Las dos pequeñas dieron una carrera por un amplio corredor del primer piso. Las mayores siguieron corriendo hasta el segundo. Entraron en el aula desmelenadas. El aula era rectangular: daban los lados mayores a la calle y al pasillo; los otros, a otras aulas. Sobre la pared de uno de éstos había una gran pizarra negra, como la de todas las aulas de todos sitios… Sin embargo, aquélla —en esta ocasión— tenía un algo de personal, cierto sabor íntimo (no había venido la profesora aún): en grandes letras de tiza estaba escrito «Pepe». Al entrar la monja no reparó en ello de momento y empezó a rezar lo de costumbre. Pero notó algo extraño en las cuatro hileras de pupitres vestidos de azul marino. Risas fugaces. Volvió la cabeza a la pizarra… Cortó la oración, gritó indignada, preguntó por la autora, volvió a gritar… Las acusó de ineducadas, gamberras, faltas de moral y otras cosas. A medida que crecía su indignación crecía el alborozo y las risas reprimidas entre sus alumnas. Finalmente las mandó sentar. Guardó cinco minutos de silencio. Cuando ya todas esperaban lo peor (ninguna tenía clara idea de qué podía ser ello), se levantó, lanzó un bufido y comenzó a explicar.

Las alumnas del curso preuniversitario de aquel año nunca supieron con exactitud qué explicó aquel día. Andaban pasándose notas misteriosas que llevaban consigo las ondas concéntricas de las risas. Varias veces se tomó la monja a mirarlas furiosa, pero a ninguna pudo ver riendo. Por fin dio una vuelta rápida (en los cristales de las gafas había visto reflejarse el caminar de mano en mano de algo al parecer muy interesante). Se acercó a un pupitre. Exigió a una llamada Marian que entregase aquello. Marian era una muchacha vehemente, de largo pelo rubio a lo B. B., que entre el profesorado tenía fama de insolente. Y entre los chicos del colegio cercano, de ligera. Dijo a la monja que no tenía nada. La monja, gruesa y de carácter colérico, porfió. Marian también porfió. Pero tuvo que ceder. Al dar «la foto de un chico estupendo» que había llevado Bele —eso era aquello— declaró que era una indecencia obligarla a dárselo.

—¿Y eso por qué, señorita? —dijo la monja sacada de quicio.

—¡Es mi novio, monja! —contestó Marian con altivez.

—¿Sí, señorita…? ¡Pues ha de saber que…!

Al parecer tenía que aprender muchas cosas. No se sabe si a la impaciente monja molestó más la desfachatez de declarar que era su novio o el haber añadido «monja». No se supo, porque todas estaban esperando las nuevas genialidades de Marian y que pasara toda la clase sin hacer nada. Así estuvieron, expectantes, hasta que, al acabar la perorata, salió expulsada de clase. Todas lo sintieron por Marian. Y Bele más, por la foto, que allí mismo rompió la monja. Pero a todas divirtió mucho la contestación de Marian, y estuvieron sacando jugo de ella durante toda la semana.

El resto de la mañana transcurrió con cierta calma. A la salida todas comentaron jocosas el incidente hasta que empezaron a llegar los chicos. Unos eran novios de algunas; otros, simples moscardones que buscaban serlo. Bele y sus amigas salieron a paso rápido: no les gustaba estar de cháchara con los moscones.

Así pasaban los días en el colegio. A la ida y a la vuelta iban siempre las tres juntas: Piti, Bele y Teresa, de izquierda a derecha vistas de espaldas. Bele, alma del trío, iba instintivamente en el centro. Teresa era alta, al decir de sus amigas. Pesadota, peinada con una larga trenza que pendía negra de su nuca, espalda abajo. Andaba con el compás de las mujeres de pueblo, moviendo las mollas de sus cuartos traseros con la pesadez de una tradición milenaria de comer judías con chorizo. No se sabía si era hosca porque no tenía éxito entre los chicos, o si no tenía éxito porque era hosca. Siempre se las veía andar juntas: Piti, Bele y Teresa. Aixa, Fátima y Marién.

A partir del jueves al mediodía siempre había un trémulo aletear de expectación entre las mozuelas. Preparaban la diversión del fin de semana. Iban tentando varias posibilidades, procurando no comprometerse mientras pudiera ser, por si surgía algo mejor. Dentro de la clase había pandillas estrictas, que sólo se mezclaban en raras ocasiones: algún guateque de alguna del curso o poco más. Piti, Bele y Teresa eran un trío autónomo. Piti y Bele pertenecían los fines de semana a la pandilla de Fry. Teresa no salía, excepto si iba al cine con sus amigas o con su familia.

La pandilla a la que pertenecían Bele, Fry, Piti, Melletis y demás era una de las tantas del paseo de la Castellana. La tarde de los sábados estaba fraccionada y cada grupillo solía ir al cine, a la bolera del Carlos III o a sentarse en la Castellana por su parte. Los domingos, hacia las doce del día empezaban a llegar a un quiosco de la Castellana, el Iberia, donde terminaban todos a las dos y cuarto. Hacían un círculo alrededor de dos o tres mesas. Pasaban el tiempo bebiendo y fumando. También parolaban algo. En años anteriores se solían contar chistes, pero ahora todos estaban de acuerdo en rechazar que se contasen, aunque ninguno estaba muy empeñado en ello. Pero se consideraba «cosa vulgar». El vacío que dejaron los chistes fue llenado por el mutuo contemplarse los cuerpos y los vestidos y el mutuo criticarse en voz baja.

Las tardes de los domingos siempre había alguna fiesta. Alguien daba algún guateque.

Así pasaba plácida la vida de todos. Todos coqueteaban con todas. Todas con todos. Y si había ocasión de jugar más fuerte, se jugaba.

Los lunes llegaban a sus respectivas aulas cansados y sin haber estudiado nada. Bele tenía solucionado el problema de los ejercicios: mientras se arreglaba por la mañana, medio dormida y desgreñada, iba echando ojeadas a la asignatura de la primera hora. Luego, en el colegio iba preparando en cada hora la asignatura de la siguiente. Y así los lunes las clases eran un ir y venir de papeles con los problemas de matemáticas o las traducciones de latín. En las manos, en los puños blancos del uniforme se apuntaban los nombres difíciles, las fórmulas, las obras de un literato, o las fechas de reinados. Cuando había redacción que entregar —sólo era una vez por mes— a partir de dos o tres modelos, originales de las «empollonas» despreciadas, se obtenían las cuarenta y tantas que eran necesarias, con hábiles retoques para diferenciarlas. Las empollonas solían ser feúchas.

En algunas ocasiones —cierto es— ocurría alguna tragedia que deshacía la perfecta organización de los lunes. Alguna monja intervenía una jugada crítica. La descubierta en estas lizas era expulsada todo el día del colegio, se la enviaba a la madre superiora, que lanzaba siempre la misma bonachona reprimenda, y se expedía una carta a los padres. Esta severidad se debía a ser lunes, pues las monjas sabían de sobra las causas del copieteo: buscaban así atacar la raíz, ver si hacían desaparecer esas horribles costumbres de ir con chicos a bailar. (Las monjas organizaban a final de curso una tómbola para ganar dinero. Entonces dejaban entrar a todos los muchachos que quisieran y les reían las gracias —si no, no iban las alumnas a la rifa. Se reían mucho con sus coqueteos).

Un lunes encontraron a Bele copiando una traducción de griego. Pasó lo de costumbre. Lo que más la hizo rabiar fue que sólo le faltaba una línea para acabar. Por eso, cuando estaba ante la superiora se mordía la lengua, y no atendía y tenía aire golfillo. Por eso la nota a los padres fue algo más fuerte que de ordinario.

Entregó la nota a su padre en la comida. El padre era hombre tranquilo, tradicional, ingeniero de caminos ingresado «a la primera» —como todos los ingenieros ingresados—. Le gustaba que sus hijos se distrajesen. Se daba cuenta de que copiar una traducción de griego no era falta tan grave. Pero consideró que debía respaldar a las monjas. Entre bocado y bocado lanzó un discurso sobre el sacrificio, la abnegación, el mérito, el amor al trabajo, la necesidad de aprender, la suerte que tenían en tener un padre que siempre estudió con interés —y echó una mirada a Yoe, el hermano de Bele—, lo buena que estaba la coliflor que comía, y la carrera de ingeniero. El padre se llamaba José, y después de comer fue a la tertulia tras cubrirse la calva con su sombrero serio y la barriga con un chaleco más serio.

Bele sabía lo que iba a decir su padre y no necesitó oírle. Yoe preguntó por una fotografía de su álbum en la que estaba su amigo Ricardo. Bele no sabía nada de ella, aunque Yoe la miraba con malos ojos, la boca torcida. Y cuando iban hacia el colegio al día siguiente, Gabriela, después de comentar que era una pena que Yoe hubiera perdido la fotografía, preguntó a Bele si podía prestarle diez pesetas para comprar un polo y caramelos.