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EN AQUELLA ÉPOCA había mucha excitación en la Universidad. Habían salido hacía poco las nuevas leyes sobre enseñanzas técnicas. Aún estaban empezando a aplicarse. Las medidas eran acogidas con disgusto por unos y con alegría por otros. Ya el curso selectivo había invadido las aulas de la Facultad de Ciencias y los tranvías de la Universitaria. Los estudiantes de cursos superiores de la Facultad estaban disgustados: se quedaban sin aulas ni salas de reunión. Los del nuevo plan les invadían el bar e incluso atraían más atención de los catedráticos, que no acababan de perfilar los detalles del nuevo curso que les había caído de la nada. Los nuevos oían las protestas de los estudiantes de cursos superiores. Algunos bajaban los ojos en señal de comprensión: eran los que pensaban seguir estudios en la Facultad: preveían que a ellos también molestaría más adelante la presencia de los «selectivos grises». Entre clase y clase —o a lo largo de ellas— se discutía acaloradamente si era más importante la ciencia o la técnica. La misma discusión se oía cinco o seis veces al día. Había quienes no se ocupaban de otra cosa.

Quizá las cosas hubieran seguido siempre así para los que aquí aparecen. Se hubiera seguido tomando bocadillos de mejillones entre clase y clase, y comprado cigarrillos sueltos a la Manola, una cigarrera ya entrada en años y más chula que cualquiera. Darío, sin antecedentes ni consiguientes, cayó en el grupo Fry-Melletis como un perturbador. En todos influyó, parece que incluso en Bele —aunque la psicología femenina sea a veces más difícil de precisar que la mecánica cuántica— (sobre todo para los que estudian mecánica cuántica). Pero esto es adelantarse a los hechos.

Luis estaba pasando unos finales de enero muy excitados. En plena expectación ante nuevos problemas. Sentado ante su mesa de trabajo —llena de libros, apuntes de clase, cuadernos con problemas y hojas emborronadas— pensaba en los cohetes. Era reciente aún el lanzamiento del Sputnik y mucho más el del Lunik. Los americanos ametrallaban el cielo a satelitazos, quizá para compensar el retraso con la cantidad. El mundo era eco de ello, y algún chiste de Mingote se publicó sobre el asunto. Luis estaba aturdido por el problema técnico de todos aquellos lanzamientos, y por otros que añadía: por ejemplo, el de las posibilidades de vida en el Universo. Leía artículos del National Geographic Magazine, o del Scientific American, e incluso del Life y el Collier’s.

También Melletis estaba excitado. Seguía con atención el vaivén de la política internacional. De continuo aparecían en los periódicos amenazas y bravatas de Kruschef o de Kennedy. O discursos de De Gaulle sobre Argelia, a lo largo de los cuales era fotografiado con los brazos en uve. O estallaba alguna guerra civil o rebelión en África; o se declaraban de golpe quince naciones independientes. O estallan golpes de Estado en Iberoamérica. O tifones con nombres de vampiresas del cine en los Estados Unidos. Se hablaba del peligro de guerra mundial a bombazo atómico, del cáncer y de leucemia. Y de los noviazgos entre príncipes y princesas. O de los millonarios que se casaban con criadas de su casa.

Todo —según los casos— era tema de la prensa y de las tertulias de los cafés o de los braseros.

Melletis elucubraba sobre las posibilidades de guerra. Y sobre la posible influencia de la conquista de la Luna por alguno de los dos bandos. Los problemas técnicos de los lanzamientos también le preocupaban. Tenía cuadros y fotografías de las características de los satélites y cohetes de lanzamiento. A ratos perdidos hacía la maqueta de un proyectil-cohete americano.

Luis y Melletis intercambiaban ideas y documentos. A veces estaba presente Darío. Solían encontrarse en el bar de Filosofía, a la salida de las clases. Darío solía escucharles en silencio intentando captar lo que podía. A veces intervenía: hablaba de sus dudas y tribulaciones e ideas en torno al sexo y las muchachas. Eran entonces Melletis y Luis quienes se situaban en segundo plano. Después de estas conversaciones del aperitivo solían regresar a Madrid andando, por evitar el «pepe».

Era el «pepe» una distracción favorita de los estudiantes recién entrados en la Universidad. Se hacía cuando los tranvías iban llenos; por lo tanto, en general, a las salidas de las clases, cuando era imposible mover brazos ni piernas. Los tranvías eran largos, con tres puertas de cierre automático: una posterior, por donde se entraba, y dos de salida: la delantera y la del centro. Consistía el juego en saltos alternados sobre las plataformas de los extremos, de forma que el tranvía casi tocase suelo sucesivamente por detrás y delante. El tranvía por fuerza tenía que parar. Y entre gritos y risas los universitarios noveles seguían dando botes, botes, botes, por espacio de quince, treinta, sesenta minutos: hasta que llegaba el inspector tranviario o la policía.

Ni Luis, ni Darío, ni Melletis, soportaban el «pepe». Alguna vez habían intentado poner orden, sin conseguirlo. Desde muy pronto tomaron la costumbre de ir andando siempre. En estos paseos de regreso la conversación solía girar en torno a las incidencias de la mañana. Comentaban los golpes de gracia y criticaban algunas cosas. Algunas veces hablaban de sus proyectos para el futuro. Ninguno sabía con claridad a qué dedicarse. Los tres andaban preocupados por las salidas de las carreras, que eran pocas. Sopesaban sus aficiones y los resultados económicos de cada rama.

Las discusiones sobre el futuro se extendían a veces, en raras ocasiones, al noviazgo, las mujeres y el matrimonio.

—En algunas ocasiones pienso —decía Darío pocos días después de su salida con María Rosa— si me conviene echarme novia o no. Por una parte sería muy conveniente. Tener novia da una cierta seguridad, un cierto aplomo. A mí, por lo menos, me haría palpable un fin en mis estudios, en mi vida de ahora. A veces me pregunto por qué estudio: para hacer la carrera, me contesto. Y ¿para qué hago la carrera? Para tener un medio de vida, una cultura y una categoría. Y ¿para qué me interesa todo esto? Particularmente me interesa para adquirir conocimientos sobre algunas cosas que me atraen. Pero para eso no es necesario una carrera. Incluso es peor, porque ahora tengo que estudiar muchas cosas que no me interesan mucho, y que me quitan tiempo para otras más importantes. Entonces sólo encuentro una respuesta. Cuando me pregunto para qué quiero tener por medio de la carrera medio de vida, cultura y posición, me doy cuenta de que es porque pienso casarme, tener una mujer, hijos…

Intervino Luis:

—Sí. Tienes razón, hasta cierto punto. ¿Es que no te interesa vivir dignamente si no te casas?

—Hombre, supongo que aunque no me case, luego me agradará y me alegraré de haber hecho una carrera. Pero hoy por hoy no le veo sentido.

—Pero no puedes subordinar la carrera a que te cases. Es absurdo. Además, piensa que si te echas novia ahora, y piensas casarte, al acabar la licenciatura querrás casarte ya pronto. Y te metes en el lío de una familia, en seguida con niños…, ¡que te impiden seguir estudiando y profundizar y te obligan a buscar cómo ganar dinero rápidamente!

—Sí, tienes razón, pero…

—¡No hay pero que valga!

—Hombre, no me vayas a decir que hay que esperar a echarse novia hasta que estés ya situado.

—No. Pero tampoco decidir echársela pensando que es lo más conveniente. Eso, sale o no sale.

—Pero siempre será mejor saber si es o no ventajoso, aunque luego no lo tengas en cuenta a la hora de hacer.

Melletis había callado hasta entonces. De repente intervino:

—¡Quita de ahí! ¡Anda, quita! Lo que hay que hacer es buscarse una tía buena y con dinero para los primeros años. ¡Con nuestras carreras!

Darío y Luis saltaron a la vez:

—¿Tú, tú eres capaz —decía Luis— de eso, para ser luego un esclavo de tu mujer, para oír siempre que si llegas a algo es por su dinero?

—¡Ya! —decía Darío—. ¡Para que en cualquier momento haya una revolución, o una simple nueva ley, le quiten el dinero, y tú, a cargar con una estúpida toda la vida! ¡Y a oír todo el resto de tu vida cómo llora su dinerito! ¡Quiá!

Melletis levantó los brazos:

—¡Bueno, bueno, yo no digo nada! Nada, nada. Olvidarlo, olvidarlo. ¡Qué tíos, cómo os ponéis!

Se calmaron. Melletis continuó:

—Mirad, no habéis entendido bien. No es casarse por dinero. Pero, de las chicas que gusten, siempre hay alguna que es la de más dinero. Pues se escoge a ésa. ¡Hay que mirar todo! Un matrimonio con dinero no es siempre feliz, pero sin dinero es casi siempre desgraciado.

—Mira, en eso ya creo que tienes razón. Pero basta con que tenga una cosa decente. Mejor que no sea demasiado. Para los primeros tiempos. ¿No te parece, Luis?

—No me parece. ¡Para eso… te haces un chulo!

—¡Qué bobada! Eso es disparatar.

—Bueno, vosotros con vuestra idea y yo con la mía. No me vais a convencer —dijo Luis.

—Eres un romántico.

—¿Vosotros qué sabéis lo que es ser romántico? Soy como se debe ser.

—No, si no eres presumido. Andá, si se ha enfadado.

—Déjale, que se enfade —terminó Melletis.

La discusión hubiera seguido interminablemente dando vueltas a la misma noria si no hubieran llegado a la Moncloa y hubieran cogido el autobús hacia su casa. El pudor por el público les calló.