DARÍO Y FRY, por su parte, estaban estudiando y preparando los últimos primeros parciales, aunados a los primeros segundos parciales.
Cerca del 20 de enero Darío salió con María Rosa, a quien conoció en la fiesta de Alfredo. Fue a esperarla al portal de su casa. Vivía en una calle estrecha que desembocaba en Recoletos. En el pavimento de la calzada los adoquines formaban ondas de dos colores. Le parecían muy bonitas. Miraba las ondas del empedrado mientras esperaba dando paseos delante del portal. Las puertas de entrada eran de madera, relucientes por el barniz, con una aldaba dorada en cada hoja. Altas, elegantes, daban paso a un portal pequeño, alfombrado, iluminado por dos apliques de las paredes. De allí, atravesando en un rellano una puerta de madera y cristal, arrancaba la escalera, que, en serenas vueltas a la caja del ascensor, subía elegante.
María Rosa apareció en el portal. Darío tardó en verla. Quedó un instante mirándola, contento y un poco incrédulo de ser él quien fuera a salir con aquella chica. Se fijó de nuevo —como en la fiesta— en la potencia de su cuerpo, en la morbidez turgente de sus carrillos, y en los ojos, tan vivos. Tenía aire de recién hecha.
Darío cruzó la calle. (Antes miró si venía algún coche.) Se acercó a ella con paso apresurado, en apariencia lento, recreándose en el acercarse.
Se saludaron.
—¿Qué cuentas?
—¿Yo? Nada.
—Mujer, algo contarás.
—Nada. Todo el día estudiando.
—¿Y qué estudias?
—¡Uy! Muchas cosas.
—Bueno, pero esas cosas serán algo, ¿no?
—Bueno, sí. Ya sabes: Geografía, Inglés…
Darío notó que por ese camino no irían muy lejos. Calló. Seguían andando, con reposo. Tenían que sortear a menudo a la gente, que transitaba con animación. De vez en cuando se separaba de ella para dejar pasar a alguien que se cruzaba. Subía y bajaba de la acera. Cambiaba de lado al cruzar la calle. En estas condiciones era muy difícil mantener una conversación. Quizá fuera mejor. Darío seguía intentando, no obstante, encontrar nuevos temas de charla.
Llegaron a la Gran Vía. Había que recorrerla entera. El cine estaba en el otro extremo. Darío soñaba con llegar por fin. María Rosa, con ver la película. Era una película de Yul Brinner, que le gustaba mucho. Debía estar estupendo de ruso. A pesar de todo la conversación se fue animando, gracias a la mayor anchura de la acera. Hablaron de muchas cosas. Era una conversación banal, igual a cientos de conversaciones que andaban por la misma acera. En cierto momento Darío se refirió con un deje de desprecio a los ingenieros.
—Mi hermano —dijo María Rosa— está en Industriales. Fíjate, ha ingresado en seguida.
—A pesar de todo, hay algunos ingenieros que son personas tratables. Sí, algunos han leído. Pero la mayoría son unos incultos; aparte de lo de su carrera, claro.
María Rosa puso ceño. Darío advirtió que había metido la pata. La conversación se enfrió de nuevo. Darío buscaba afanosamente temas aprovechables. No se le ocurría ninguno. Acabó por hablar de la película que iban a ver; elucubraban a sus expensas.
Llegaron a la sala, por fin. Se acomodaron. En el descanso salieron a fumar un cigarrillo. Darío había comprado exprofeso rubio americano para María Rosa. María Rosa se recostó en una columna. Comentaba los pasajes de una película de «Tom y Jerry» que habían puesto. Darío la contemplaba. Se limitaba a animar los baches de la conversación. Disfrutaba viéndola. Y de que los viese la gente. Se acordaba a veces de la envidia que sentía, alguna tarde de domingo que iba solo por la calle o a lo más con unos amigos, al ver a algunos acompañados por unas mujeres estupendas. Disfrutaba con la posibilidad de que alguien sintiera en aquellos momentos envidia de él.
Al salir del cine, la conversación giró en torno a la película, su historia y sus personajes y artistas. Era una conversación más fluida que la de ida.
Más tarde dejaron de hablar. Iban despacio. Darío no tenía ganas de hablar. Le bastaba ir junto a ella. Pensar en el binomio la gente-nosotros en vez del binomio la gente-yo era una nueva sensación, una borrachera.
Al llegar al portal se despidieron. Darío retuvo su mano un instante: en algún sitio había visto u oído que se hacía en esas circunstancias. Vio en la cara de María Rosa una ancha sonrisa y terneza en los ojos. Se marchó pensando en la sonrisa.
María Rosa desapareció en el ascensor.
—¡Fíjate! Ayer vi por la calle a ese chico estupendo que conocí en la fiesta de Fry.
—Seguro que es una birria.
—¡Qué va! Es alto, con un tipo…
Lolina y Piti iban paseando por Goya. Pasaron en ese momento por delante de California. Echaron una mirada al interior. No había nadie conocido. Lolina no pasaba de un metro sesenta. Llevaba un traje de chaqueta azul cobalto. El pelo, castaño en melena corta, le caía sobre la frente y tapaba la mitad de la cara. Era delgada. Cada vez que giraba la cabeza cerraba y abría los párpados. Daba, indudablemente, un aire de persona mayor.
Alfredo era amigo de ambas. Comenzaron por llamarle Fred, luego Freddy, finalmente Fry. Fry tenía gran éxito entre las chicas: llevaba una gabardina corta que había comprado en Francia y un seiscientos.
—¿Y dónde lo ha encontrado?
—¿Quién qué?
—Fry a ése.
—Ya lo dije: en la Uní. ¡Pienso pasarlo!
—Oye, y las amigas, ¿qué?
—Ya tienes a Fry.
—Menudo pelma. No sé qué se ha creído ese mocoso. Ni que fuera, ¿qué sé yo?, Rock Hudson.
—Por cierto, que el otro día le vi en una película: estaba imponente. Fíjate que hacía de millonario.
—Le pega ser millonario, ¿verdad?
—¿Que si le pega? Llevaba una chaqueta azul, y ¡una gorra! Era un sueño de gorra. ¿Sabes? Toda azul, con un escudo aquí, en el medio.
—Eres una ingrata. ¿Por qué no me llamaste?
—Ay, chica, iba con Ale.
—Pero, ¿todavía sales con Ale?
—Ya ves: me llamó el otro día. No tenía qué hacer. No es mal chico. ¡Eso sí, presumido, un rato! Pero conseguí ver a Rock Hudson. Cedió. Es tonto.
—¡Uy! Mira qué vestido.
Se acercaron a un escaparate.
—¡Qué lata! Ya me lo han pisado. Pensaba hacerme uno igual para el verano. Tendré que cambiar el cuello. Lo pondré suelto. O, mejor, camisero.
—No creo que te vaya camisero.
—¿Tú qué sabes? Le haré un frunce aquí y…
—Ah, ya. Como uno que tuve el año pasado.
—¡No me digas! Si lo he visto en el Marie Claire de este mes y es una auténtica novedad.
—Bueno. Oye, vamos a la bolera, a ver si hay alguien.
—Vamos.
Cogidas del brazo, taconeando vacilantes —eran tacones demasiado altos— subieron dos peldaños de mármol que daban entrada a una galería a donde daba la bolera. Por el cristal de una tienda de discos vieron que Fry se acercaba por detrás. Llevaba una chaqueta azul cruzada, con botones de hojalata plateada. Pantalones grises, muy estrechos.
Se saludaron. Fueron a la bolera.
—Bueno, ¿qué hacéis?
—Estudiando como nunca. Con esto de la reválida, ¿verdad, Lolina?
—¡Uy, sí! Se están poniendo de «huesos» que da asco.
—Bah, exageráis.
—No, te prometo que es verdad.
—¡Anda, no quejaros!
Se encogieron de hombros. Se sentaron en una mesa al borde de la pista.
—Bueno, como quieras. ¿Y tú?
—Me van a chapotear en todas.
—¿Cómo dices?
—Chapotear, cargar, cepillar, catear, posponer, suspender, ¡vamos!
—¡Claro, con la vida que te pegas! ¡Estás hecho un fresco!
La llegada de la camarera interrumpió la conversación. En el local había un ruido infernal, mezcla de caer de bolos, chocar de bolas, gritos de triunfo y exclamaciones de pena, sobre un murmullo general de charlas. Encargaron bebidas y raciones.
Llevaban bastante rato charlando. La parola había rozado muchos asuntos, como la mariposa las flores. Esta impresión se acentuaba por el constante batir los brazos de las chicas. Se hizo ya tarde, cerca de las diez. Se levantaron.
—¿Tienes el cacharro?
—No. Me pegué un trastazo en Perdices a cien.
Echaron a andar por la calle de Goya. Continuamente tropezaban con conocidos. Las muchachas se saludaban levantando la mano a la altura del hombro, y haciéndola oscilar con desgana de atrás adelante o de izquierda a derecha. Daba la impresión de que limpiaban sin mucha fuerza el parabrisas de un coche. Comentaban al desgaire, con un cansancio infinito, los vestidos y andares de los paseantes. Iban lentos, vacilantes, hablando en voz alta. Erguían el pecho y miraban con aire de importancia. Quien fuera atento a la conformación del cuerpo humano descubriría uno por uno todos los grados del desarrollo adolescente. En esa época tanto crecen de brazos, tanto de piernas; les engorda la cabeza, les brota el pecho. Rompen la tenue placenta de su niñez avanzada y no saben qué hacer con tanto aire nuevo. El paseo de la calle de Goya a aquella hora del atardecer de enero era una colección de cromos de la adolescencia, cortes anárquicos dados en el hilo del paso a la pubertad plena, con su nota grotesca; a veces divertida. A veces —sí, también se daba— con su tinte trágico de descompás, oculto por el resplandor, al tiempo triste y vívido, del bullicio, de la algazara, a guisa de farolillos chinos en verbena de condenados a muerte. Perdiendo horas en jugar a los dados, reírse de los otros, cacareos chismosos y ruido y color de fiestas amorfas. Echando por la borda las horas de su descubrir al mundo. No sabiendo que las pierden. Y teniendo sin remedio que perderlas porque en ello existe su adolescencia: por arte y gracia suyos esa edad es adolescencia y no otra cosa.
Fry iba camino de su casa. Iba insultando por lo bajo a Lolina y a Piti: se había visto obligado a convidarlas y se había ido en ello la mayor parte de su dinero semanal. Las tachaba de muchas cosas, desde tontas a prostitutas. Todos los que paseaban por Goya (menos él y sus amigos) eran estúpidos. Era cosa sabida. No le divertía verlos, ni le divertía la bolera, ni se divertía en los guateques. Pero no lo sabía.
Le asaltó la preocupación por los estudios. Levantó bruscamente la cabeza, con gesto de toro embravecido, y la apartó. Obraba así porque así se obraba. A todos les importaba un comino los estudios: bien claro lo decían. Obraba por reflejo, pero no lo sabía.
Lolina subía las escaleras del portal de su casa. Regresaba con una sensación de hastío, aburrida de la tarde que había pasado. Pensaba que Fry era más lelo que un mosquito. Siempre presumiendo de su tipo, de sus trajes y de coche. Y, si pescaba la ocasión al vuelo, de su padre. Todos los chicos que conocía eran iguales. Por turno iba notando que ninguno le agradaba. Eran gentes que no le decían nada. No le decía nada Fry. Ni Piti. Ni Enrique. Ni nadie que recordara entre toda la gente que había conocido.
Piti, sentada en la cama de su cuarto, se notaba agotada sin saber a qué atribuirlo. Echaba la culpa a Fry, Lolina y toda su pandilla, en un proyecto de pensamiento. Eran ideas que se le pasaban por la cabeza y que solía rechazar, aunque en un rincón de su alma notaba que estaba de acuerdo. Ni Piti ni Lolina —y lo mismo Fry— sabían a ciencia cierta qué les pasaba ni de dónde venía. Sentían esas repulsas, pero no tenían conciencia de ellas —o las rechazaban mecánicamente—. Lo que hicieran, lo hacían porque se hacía así. No lo harían de saber que era ésa la razón de su hacer. Pero creían a pies juntillas que estaban haciendo su santa voluntad, y seguían haciendo aquello, que no les importaba o, aún, que molestaba en el fondo de su pequeña persona.
Llegaban a su casa siempre, todas las noches, con la misma sensación de vacío y cansancio. Pero decían a quien les preguntaba que estaban llenos. Y su cansancio era efecto de lo mucho que tenían que trabajar, repetían a sabiendas de que no hacían esfuerzo digno de mentar en todo el día. Sus padres les regañaban. Ellos se defendían. Sus padres creían que querían reírse de ellos con tales argumentos. Crecía su enfado. Llegaban a veces los menos tolerantes a montar en cólera. Entonces la vida de los paseantes en Goya era un hervidero de amonestaciones. A la primera ocasión salían de casa, huían. ¿Qué iban a hacer? Lo que se podía hacer, lo que se hacía, lo que todos hacían: a la bolera, a la cafetería, o a pasear por Goya.
Por la noche volvían a su casa más hastiados, más vacíos, más cansados. Sus problemas con la familia crecían. Y la causa de su hastío, de su vacío, de su cansancio, seguía cada vez más extraña, más inexplicable. Perdiéndose inexorablemente en la lejanía…