VIII

ESTABAN EN PRÁCTICAS de Química, El laboratorio era una sala amplia e iluminada. Transversalmente estaban las mesas de azulejos, alargadas, con mecheros de gas, tubos de ensayo y frascos medio llenos de disoluciones químicas. A cada lado de las mesas había dos alumnos en batas blancas, atentos a las manipulaciones. En los cestos había varios tubos de ensayo rotos. Algunas batas tenían agujeros producidos por el ácido sulfúrico.

Melletis llevaba diez minutos tensos vertiendo una solución de nitrato de plata desde un frasco a un tubo con una solución problema, que mantenía entre el pulgar y el índice de la mano izquierda. La pesada solución blanca resbalaba lenta por las paredes del tubo, inclinado. Cerca ardía el mechero de su compañero, con una alta llama azul.

Terminó de verter el líquido. Dejó descansar vertical el tubo. Hasta dentro de unos minutos no había más que esperar. Fue a dar una vuelta por el laboratorio.

Se acercó a uno:

—¿Va bien? ¿Te sale?

—¡Hum! No sé. A aquél le ha explotado. ¡Menudo susto se ha llevado! Le dio por mezclar no sé cuántas cosas. El del bigote se ha cabreado.

El del bigote era un profesor auxiliar de unos treinta años y voz cavernosa.

Vio a otro cómo hacía un codo con el tubo. Siguió. Dio dos vueltas a la habitación mirando una reacción, ayudando a lavar tubos a otro. Volvió al sitio. La reacción había empezado. Se puso a escribir las características afanosamente en un cuaderno lleno de formulaciones y manchas.

Se acercó un compañero:

—¡Qué tío! Le ha salido a la primera. ¡Yo tengo un bollo!

Se acercaron unos cuantos. Melletis estaba ufano. Explicoteaba lo que había hecho. Se acercó por detrás una chica, Pilar, amiga de Blanca. Se echó sobre su espalda, intentando ver por encima de su hombro el tubo de la reacción. Melletis sintió una presencia al lado de su cara. Era la cabeza de Pilar, con su melena corta castaño-rojiza. Entonces identificó algo que estaba sintiendo en sus omóplatos: la presión de los dos pechos de ella, apretados sobre él. Siguió hablando, pero no pensaba lo que decía. Notó la caricia de la mejilla de Pilar en la suya. Y un susurro:

—¡Cómo pica!

La barba. Pilar, con disimulo, tanteó con la uña unos pelillos. Le miró divertida.

—Me has hecho daño.

Melletis aparentaba seriedad. Pero pensaba en el roce de mejillas. Se estaba empezando a excitar. Los frascos que manipulaba parecían cosas que otro moviera. Se vertió ácido sulfúrico en la bata.

El grupo se deshizo tan rápidamente como se había formado.

—¿Qué te pasa?

—Nada. El puñetero tubo.

Fue a lavarlo. Cogió una escobilla de metal erizada de pelo negro. El pelo del extremo estaba gastado de mucho frotar tubos de ensayo. Al segundo movimiento de émbolo, el tubo cascó bajo el agua fría. Lo tiró al cubo de desechos.

—¿No t’amuela? Leñe con el tubo y la madre que le…

—No barbarices. ¿Qué te ha pasado? ¡Con lo bien que te salía…!

—Ya ves, el sulfúrico siempre.

—Mala suerte.

—¡Y tan mala y puñetera, cabrona!

De todos modos, el agujero que quemó la bata estaba bien. Estaba fea tan nueva. Ahora ya iba tomando aire.

Seguía manipulando tubos. De nuevo vertió sulfúrico. Se quemó la mano. Se la secó bien en la bata para que se quemara más —la bata—. La curó con hidróxido —la mano—. Tiró al cesto el tubo sin más. Puso unas fórmulas en el cuaderno. También lo había alcanzado el sulfúrico. Lo cerró de malos modos. Fue a dar una vuelta hasta el fin de la hora. Por los dos agujeros grandes bordeados de tostado, asomaba flamante el gris del traje.

A la vuelta de la Facultad fue cavilando. Tenía necesidad de decir algo a alguien. Llamó a Sebastián:

—Oye, tengo que hablar contigo. Voy.

En realidad no pensaba hablar de nada concreto. Cuando llegó, salió de pronto:

—¡He descubierto el cutis!

—¿Qué? Anda, vamos a jugar un poco y deja estupideces.

—Ya lo descubrirás tú; ya me dirás.

Entonces quedó parado y sin saber qué más decir. Tampoco entendía qué y por qué había dicho. Jugaron a las cartas más de media hora.

En efecto, Melletis había descubierto el cutis. Entonces no habló de ello. Le parecía que no iba a hallar eco en los demás. Algún tiempo más tarde refirió su sobresalto: el descubrimiento de la belleza de una piel fina, de un acabado perfecto le descorrió de pronto los velos de un nuevo mundo, donde las formas grandes no tienen mucha importancia. Donde lo importante es algo impalpable, matices, brillos suaves. Tampoco se le entendió muy bien entonces. Luego descubrirían —es de creer— también el cutis. Sensación difícil de explicar.

Sebastián estaba pasando una crujía. Su madre no estaba aún totalmente recuperada del ataque de diciembre. Estaba más irritada que nunca. La criada hacía lo que le daba la gana. Su hermano no paraba en casa. Siempre con la novia en el 4/4. Mila le había perdido el respeto al enterarse de sus relaciones con la doncella joven. Entre tanto, Bastia se había hartado de ella. En conjunto, la casa estaba incómoda. Procuraba estar fuera lo más posible.

Él y Luis se fueron acostumbrando en los primeros días de enero a estudiar juntos. Unas veces en casa de Luis; otras, en alguna biblioteca. Algunas veces se les unía Melletis. Solían pasar la tarde en silencio ante los libros; sólo alguna palabra aislada para consultar una duda o darse lumbre.

Hacia mediados de enero hubo una sesión tempestuosa. Por la mañana, el catedrático de Matemáticas había anunciado examen para tres días más tarde. Estaban los tres de mal humor, luchando con las últimas explicaciones. Sus apuntes no coincidían en los puntos difíciles. No se ponían de acuerdo en cuanto a cuál seguir. Cada uno mantenía que lo justo estaba en sus notas. En el fondo había un nerviosismo, de ver que les faltaba tiempo para llegar a dominar la materia. Estaban descamisados, con las corbatas sueltas. La habitación estaba demasiado caliente por la calefacción. Demasiado viciada por el humo. Demasiado cargada de tensiones.

Abrieron la ventana para ventilar. Entró un aire muy frío. Los papeles esparcidos por la mesa volaron por el suelo. Cerraron. Más leña al fuego del mal humor.

Como pasa en estas ocasiones, al surgir el mal humor, cada cual condensaba insensiblemente multitud de pequeños motivos de disgusto que habían estado amortiguados en los últimos días.

Luis siempre arrancaba en risa. Daba al principio la impresión de ser un despreocupado, un bon vivant, un alborotador. Más tarde se podía ver algo que no concordaba. En gestos, en actitudes de momentos descuidados. No en palabras. Su palabra siempre era jaranera. Tras la aparente jocundia había una cabeza seria. Aquel día andaba preocupado por el último examen, que había salido flojo. Melletis permanecía excitado por «el mundo del cutis». La efervescencia de su descubrimiento había salido de su latencia con la proximidad del examen. El peregrinar de la discusión de los otros le cortó definitivamente la actividad.

Sebastián rugía. Discutía dando puñetazos en las mesas. Apagaba los cigarrillos a medio fumar, con rabia. Se servía ginebra con hielo en vasos altos.

—¡Te digo que es un épsilon de cero a ene!

—¡Qué moño, un épsilon! Es eta.

—Ni eta ni épsilon de cero a ene. Es épsilon de menos infinito a más infinito.

—¿Puedo usar el teléfono, Luís?

Sebastián ya estaba con la mano en el auricular.

—Sí, hombre. Voy a ver si no están hablando por el otro.

Luis fue hacia el despacho de su padre.

—¿Vas a hablar por teléfono?

—No. Podéis usarlo. ¿Qué os pasa, que armáis ese alboroto?

—No sé. Estamos todos excitados. Hay examen. Y los apuntes no hay quien los entienda.

—Bueno, hijo. Pero si esto se repite, me parece que sería mejor que estudiases solo.

—No te preocupes, papá. Hoy no sé qué nos pasa. Pero en general todo va bien. ¿No es así?

—Sí, si es así. Pero ya sabes: cuando se pierde el ritmo es difícil recuperarlo.

—Sí. Ya se arreglará. No te preocupes. Oye, me parece que voy a irme al cine. De todos modos hoy ya no podemos hacer nada.

—Bueno. Sí, es mejor que te distraigas un poco. Ya sabes que me gusta que os divirtáis, siempre que estudiéis. Así mañana estarás más descansado.

—Gracias.

—No, no están hablando. Puedes telefonear.

—¡Qué tío! ¿Y para preguntar si están hablando has estado todo ese tiempo? Menudo pelma.

Luis púsose a mirar por la ventana. Melletis se servía cerveza.

—¿Está Blanca?

—Mírale: y parecía tonto.

—Dale recuerdos de mi parte, Bastia. No acapares.

—¿Blanca? ¿Qué haces?

—…

—¿Mucho?

—…

—Te puedo ayudar. Los errores son mi fuerte.

—Tiene razón, ¿no, Luis?

—Ya lo creo, es un gafe.

—…

—Bah, por una tarde…

—…

—Ja, así sois las mujeres: ¿qué me dijiste en Navacerrada?

—…

—No tengo en cuenta nada. A las siete menos veinte estoy ahí. Si no bajas, subo.

—…

—Nada, nada. Hasta luego —colgó—. A las mujeres hay que tratarlas así, a baqueta. ¿Un mus hasta y cuarto?

Luis no contestó. Sacó las cartas.

—A tres no tiene gracia. Mejor un póker.

—Bien. ¿Tú qué vas a hacer, Luis?

—No sé. Quizá vaya al cine. ¿Vienes?

—Sí. En realidad tenía que estudiar.

—¡Vamos, hombre, no seas anticuado!

—¡Míralo quién habla! Si tuviera una tipa como Blanca, claro que no estudiaba. ¡Pero para ir con este mameluco!

Jugaron al póker. A la quinta mano Sebastián miró el reloj.

—Es tarde. Tengo que irme. Sólo esta mano.

Jugaron rápido. Salieron los tres. A las pocas manzanas se separaron. Melletis y Luis siguieron juntos.

—Ese tío está loco. Y es memo si cree que va a sacar algo con Blanca.

—Menuda tarde de estudio, ¿eh?

—¡Jo, no me hables!

—Por fin ¿vienes? ¿O vas a estudiar?

—Pues mira, es que debería estudiar, ¿sabes?

—¡Toma, y yo! Tienes cada idea luminosa…

—Es que este trimestre es fuerte.

—Ya. No me lo recuerdes. Deja la «propandanga» de tu deber.

—¿Qué dices?

—Que dejes la «propandanga»…

—¡Hombre, qué bruto eres! Es «propaganda», en todo caso; y además…

—Moler, ya sé que es «propaganda». Pero me gusta decir «propandanga». En mi casa los traigo locos. Ya dicen todos «propandanga». ¡Ja, ja, ja!

—Pues sí debe ser divertido: oír a tu padre, tan serio, diciendo «propandanga».

—¡Jo!, sí. Ya me dejan por imposible. Por ejemplo, llego tarde un día a cenar y me preguntan: «¿Qué has estado haciendo?». «Algunas que otras cosas» respondo. «¿Cómo vienes tan tarde?». «Ya veis, las cosas». «¿Por dónde has estado?». «Por aquí y por allá». «¿Con quién has ido?» «Con unos y otros». ¡Ya no me preguntan nunca!

—Lo comprendo. Debe ser un martirio.

—¡Pero yo me divierto!

—Estás como una cabra.

Entraron en el «Colón». Era un cine pequeño de una calle ancha. Allí iban por costumbre un gran número de estudiantes de últimos años de bachillerato y primeros de carrera. Siempre estaba lleno, fuera el día que fuera y la hora que fuera. En honor de los estudiantes hay que decir, sin embargo, que los días de vacaciones estaba más lleno aún. La ventaja del cine era doble: siempre se encontraba gente conocida y se podía aplaudir, gritar y silbar los pasajes más interesantes.

Al cabo de tres horas salieron. Melletis, en su casa, se prometió terminar el pasaje difícil que había provocado la discusión de aquella tarde. Con sus apuntes y un libro del bachillerato no tardó más de media hora en entender el teorema maldito.

—Luis, llamo para animarte. Lo de esta tarde no es tan difícil. Ni media hora.

—Tú, que eres un empollón.

—Te aseguro que no. Si te olvidas de las gammas, las pis y demás puñetas, y vas al fondo, ves como es poco más que una idiotez. Lo único que pasa es que se pierde uno. Entre tanta letra y tantas advertencias que dio.

—No, que no me convences. Yo esta noche quiero dormir.

—Vaya, allá tú. Pero es fácil. Pasa sólo que te hacen difícil la cosa más fácil a fuerza de nombres raros y de estar una hora para demostrar lo que sólo necesita diez minutos. Luego tú vas a ello y te pasas los días buscando tres pies al gato. Hasta que te das cuenta que tiene cuatro.

—Anda, anda, no seas demonio tentador. Yo esta noche duermo.

—Bueno, allá tu. Yo he cumplido.

—Adiós, hasta mañana.

Colgaron. Melletis dijo para sí:

—¡Este tío! No lo entiendo.

Melletis quedó estudiando hasta las tres de la madrugada. Por la mañana no llegó a la primera clase.

Sebastián salió con Blanca. Fueron también al cine. Blanca no rehuía el contacto con los chicos. No daba mayor importancia a estar más o menos cercanas las pieles. Sebastián volvió contento.

El examen de Matemáticas pasó. Los días siguientes, Bastia y Blanca solían estudiar juntos. En general, en casa de Blanca o en alguna cafetería frecuentada por estudiantes. Las hojas que fueron avanzando en aquellos días no dejaron mucho rastro en sus conocimientos.

—Blanca, desde que sales con ese chico estudias más. Menos mal.

—¿Es que no estudiaba antes?

—No mucho, hija. Yo y tu hermana estábamos preocupadas. Ya sabes que queremos que tengas carrera. Nos cuesta sacrificios, pero creemos que lo debemos hacer por ti.

—No te preocupes, mamá.

—Sí, hija. Si luego te quedas soltera habrás de ganarte la vida.

—Yo no me quedaré soltera.

—Eso tú no lo sabes, hija.

—Sí lo sé.

—No. Te lo supones. Como te ves con buen cuerpo y que gustas… Pero yo me acuerdo… en mi juventud tenía algunas amigas que estaban bien y estaban seguras de casarse. Por ejemplo, Lucinda. Ahí la tienes. Era una belleza, una verdadera belleza. Banca, no me atiendes.

—Sí, mamá. Te atiendo. Ya me sé la historia.

—Bueno, hija, no hace falta que te pongas así. En estos tiempos la juventud no sabéis lo que es el respeto a los padres. Bueno, ya sabes lo de Lucinda…

—Sí.

—… Ya ves que tuvo muchos novios. Era la más guapa del grupo. Eso sí, tenía muy mal carácter. Era muy arisca. Me acuerdo de un juez que iba siempre por las fiestas… Era muy guapo. Buen mozo. Hizo el amor a Lucinda. Bueno, luego me enteré que le había gustado yo. Pero las amigas no cejaron hasta separarnos. Me enteré luego. No te fíes de las amigas. En cuanto ven unos pantalones…

Blanca puso la radio alta. La madre hizo que no se había dado cuenta. Siguió rememorando:

—… Y ya ves, siempre con tanto éxito… Me acuerdo que en las fiestas del casino causaba siempre sensación.

—Pues ya debían estar acostumbrados a verla, me parece.

—¿Qué dices, hija?

—No, nada, mamá.

—Mira, Blanca, no te consiento…

—Anda, no te enfades, preciosa. Tú que has sido tan guapa.

—Ay, sí. Aún me dicen que valgo más que mis hijas. Y no es que estéis nada mal, tú y tu hermana.

Blanca no comprendía cómo había quién pudiera decir que valía más su madre que ellas. Bah, eran ilusiones. Había que dejarla.

La madre seguía hablando. Blanca no la escuchaba. Las historias de siempre. De repente, algo la despertó de sus ensoñaciones. Debió ser un cambio en el tono de su madre.

—Perdona, mamá, ¿qué decías?

Que no comprendo cómo vas con ese chico. Tú puedes encontrar algo mucho mejor.

—Me gusta.

—¡Con lo feo que es!

—Con lo feo que es.

—Bueno hija, yo no quiero influirte, ¡Dios me libre!, pero veo por ahí algunos chicos tan estupendos… A veces me digo: ése quisiera yo para mi hija.

—Mira, mamá. Los tiempos en que los padres casabais a los hijos han pasado.

—¡Huy, huy! Yo no soy tan vieja. En mis tiempos los padres ya no casaban a los hijos. Ahora, eso sí, se tenían otras costumbres más normales. Nada de eso de salir todos los días. Los sábados solamente.

—Y con señorita de compañía.

—Naturalmente. No comprendo cómo os puede gustar a las chicas de ahora ir solas por ahí, al cine, a la Universidad, en moto… Estáis expuestas a los mayores peligros. Los hombres van a lo suyo.

—En nuestros tiempos las chicas sabemos defendernos.

—Ya. Eso ya lo sé. El otro día me hablaba una amiga mía de un chico que ella conocía, estupendo, número uno de Caminos. Le salió una fresca. Le puso en el disparadero. Pasó… en fin… lo que tenía que pasar. Y el chico no tiene más remedio que casarse. El cinco es la boda. Ya ves, qué desgracia. Los padres, que le tenían buscada una chica estupenda, con unas prendas…

—Ya, una niña boba que no sabría más que tocar mal el piano. No me parece mal método. Claro que el chico que se deje atrapar debe ser tonto, y no interesa. Pero como último recurso no está mal.

—¿De qué hablas? ¿Qué no te parece mal?

—Ese método de pescar marido. Es eficiente.

—¡Hija mía, qué cosas dices! Tendrás que ir a confesarte.

—Sí, mamá, no te preocupes.

—Supongo que eso será lo que os enseñan en la Universidad. Comprendo que debes hacer una carrera. Pero no me gusta el ambiente de la Universidad. ¡Quién sabe la clase de gente que puede haber por ahí!

—Muy buena gente, mamá. Lo peor es, precisamente, que abunda la gente tonta. No hay peligro.

—Y ese chico, ése que viene a estudiar contigo, ¿cómo es?

—¿El «feo»?

—Sí. Ése.

—Un tipo estupendo.

—¡Hija! No hablarás así cuando estés con él, ¿no?

—No te apures, mamá.

—Sí, sí, me dices que no me apure, pero cuando pienso en ti…

—¡Ay, mamá, qué anticuada eres! Adiós, me voy.

—¿A dónde vas?

—Por ahí.

—No me gusta no saber dónde estás. Si sucede algo…

—Adiós.

—Adiós.

La madre quedó ensimismada en sus pensamientos. No comprendía a su hija.

La hija bajaba las escaleras contoneándose. La «agotaba» su madre. No podía dejarle a una ni un momento libre.

Llegó al portal. Sebastián esperaba. Se besaron con energía. Todas las fuerzas ocultas de sus cuerpos se liberaban en el abrazo total: uno en el otro.