HABÍA COMENZADO la temporada de esquí. Bele —la muchachilla que bailó con Darío en el guateque de Fry— salía de Madrid los sábados por la tarde con sus padres y hermanos y volvía el domingo a última hora. Dormían en el club Himalaya, donde todos eran amigos. Allí iban también Fry, Melletis, y algunos más. El club disponía de varias salas donde era posible bailar, jugar a la canasta, leer periódicos y tomar combinaciones. Durante todo el domingo, a lo largo de la carretera del puerto de Navacerrada, y en sus laderas blancas se veía los esquiadores. Era un vistoso desfile de colores de jerseys hechos de lana: vivos rojos, azules, blancos limpísimos, negros negrísimos, trenzando el dibujo de cristales de nieve o imitando a veces el tejer de las mantas de los indios americanos. Los pantalones, por el contrario, eran uniformemente negros. Había anoraks de diversos tipos, y había quienes se dedicaban a llevar siempre el último modelo. Significaba muchos viajes por Francia, Alemania, Suiza e Italia e incluso los Estados Unidos. Era, por lo mismo, un tanto de distinción y preeminencia. Por delante de los edificios de los clubs deportivos desfilaban los esquíes, pulidos y encerados, a hombros de usuarios. Se veían muchas gafas amarillas y azules contra el reflejo de la nieve. Y muchos bonetes de ruidoso color.
Al caer la tarde los salones del club se llenaban poco a poco. En la chimenea, camareros de chaquetilla blanca prendían fuegos de leña, aunque había calefacción. Ante aquellas paredes de ladrillos recubiertos a trozos por maderos se emprendían aventuradas partidas de póker y de canasta. Al poco rato sonaba música bailable en el altavoz. Algunas parejas juntaban sus jerseys y sus pantalones, en un difícil mover las pesadas botas de esquí. Diez o doce personas que habían estado esquiando volvían cansadas, sudorosas y alegres y se recostaban en los sillones dispuestas a tomar un coñac o una coca-cola mientras comentaban las incidencias del día, entrecortado su hablar por respiraciones montadas sobre él o risas y alborozo.
Bele —a buen seguro por inercia de su reciente niñez— esquiaba. Solía subir en el telesilla con su hermana por la mañana y no volver al club hasta la hora de comer. Pasaba todo el tiempo deslizándose por las pendientes nevadas, disfrutando independencia. Tropezaba a veces y tenía buenos revolcones por la nieve, de los que salía con la cara roja y quemada y alegre. Cuando ya llegaba muy abajo, daba la vuelta. A fuerza de hincar los palos en la nieve subía unos cuantos metros. Luego volvía a dejarse resbalar pendiente abajo. Volvía a subir. Y a bajar. Siempre bajaba algo más de lo que subía: al cabo de un tiempo llegaba abajo de todo. Hacia la cumbre veía una cuarentena de esquiadores de su mismo estilo. Entonces le entraba una risa entera y abierta, de carcajada larga. Después, con aire satisfecho, emprendía de nuevo la subida. Unas veces a golpe de bastón, otras utilizaba el telesquí o el telesilla, o el telecabina. Cuando se sentía cansada se sentaba en la nieve, con los brazos abrazando las piernas dobladas. A veces se acercaba algún chico o alguna chica de los del club Himalaya. Charlaban sobre el tiempo del día y el del próximo. Esquiaban un rato en grupo. Alguna vez que alguno intentó coquetear se escurrió nieve abajo entre los pinos. Allí, debajo de sus copas altas y de los vértices verdes de los abetos, no pensaba nunca en nada: ni aun en su vida de Madrid, el colegio y la pandilla de la Castellana. La carretera parecía que diera un corte en su vida y la transportara de un mundo a otro. Su historia de la Sierra se medía en un tiempo distinto de su historia de ciudad; y entre ambas no había líneas de comunicación. Sólo pensaba en el aire azul, el verde oscuro de los pinos y el frío caliente de la nieve.
Bele pasó parte de las Navidades en las montañas. Las fiestas se sucedieron sin descanso. Un día apareció delante del club el Opel Kapitan de Sebastián, lleno de Luis, Melletis, Fry, Darío y Antonio. Incluso iba Sebastián. Contando con el coche del hermano de Fry, que estaba en el puerto hacía unos días, en seguida organizaron una excursión. Antonio era la última adquisición que había hecho Sebastián en alguno de sus recorridos nocturnos. Con su balalaika y su alegre barriga animaba todo sin mover un pie ni un dedo. Era indispensable en fiestas. Fue quien empujó a todos y quien hizo tomar interés suficiente a Darío —que era el más serio del grupo— para que se encargase de conseguir el permiso de los padres de Bele y de Piti. Al fin todo se arregló, tras muchas idas y venidas, conciliábulos y suasoria. Entre tanto, Melletis se había ganado a Blanca y a dos amigas suyas. Contando con la hermana y el hermano de Bele —condición del permiso de sus padres— eran siete chicos y seis chicas. Había habido suerte. Se sentaron en la terraza del club diciendo cuchufletas y tomando aguas de diversos colores mientras esperaban que estuvieran los bocadillos y demás pitanza.
Metieron los bocadillos en bolsas de deporte y echaron a andar. En el último momento habían decidido que era más deportivo ir a pie, a pesar de la enérgica protesta de la barriga de Antonio y de su promesa de tocar la balalaika si iban en coche.
El día se presentaba bueno. No había una sola nube. El cielo azul caía plano sobre la nieve. Corría un vientecillo de olor a pinos y frescura que penetraba los gruesos jerseys de lana y se metía por las rendijas de las cremalleras de los anoraks. Atravesaron en diagonal un trozo de ladera. Las botas se hundían en la nieve y se iban empapando pese a la grasa que las cubría. Iban unos detrás de otros en grupitos que se unían y se deshacían. Bele, su hermana, Luis y Antonio iban delante. A algunos pasos, Darío. Detrás Melletis, Blanca y sus dos amigas, Fry, el hermano de Bele, y Piti. Cerca, en la cola, Sebastián. Llegaron a un camino de cabras y mulas que subía haciendo curvas cerradas hacia la cumbre. Los surcos de los carros luchaban con las piedras por su posesión. Hacía días que la pelea había sido congelada por el frío. Siguieron la calzada. Iban a paso seguro por la línea de tierra oscura y dura bordeada por pinos. Algunos, más animosos —o menos prudentes—, saltaban atajando curvas. De esta forma, pronto la fila se alargó montaña arriba. Iban todos en silencio la mayor parte del tiempo. Concentraban la atención en hacer el paso rítmico, buscar los sitios más seguros para poner el pie y en controlar la respiración. De vez en cuando uno paraba para esperar al siguiente, y descansar los pulmones un poquito.
Fueron llegando a un prado algo más llano. Había en el medio un armatoste de hierro que Melletis identificó como pluviómetro. En su rededor hicieron un alto para descansar y reagruparse. El prado estaba encharcado. En algunos trozos había nieve. Reemprendieron en seguida la marcha. Se veía la cumbre: una línea de peñas parcheadas de nieve blanca. Al alcanzar las primeras rocas de la cumbre hicieron alto. El sol daba de lleno. Hacía calor. Se echaron sobre las rocas. Luis propuso escalar los peñascos más difíciles, que se veían a unos doscientos metros. Pronto partió un grupo. Las muchachas quedaron en las piedras con las bolsas de comida: Antonio quedó con ellas. Sebastián y Darío fueron a ver los alrededores.
Por la zona próxima a las rocas la tierra no tenía más que matas por las que corría alguna culebra despistada. Darío observaba, con los prismáticos que Luis le había confiado, la marcha lenta de los cuatro fuertes: Luis, Melletis, Fry y el hermano de Bele. Se les distinguía moverse, aparecer y desaparecer entre peñas. Había un silencio absoluto. Darío lo dominó con la palabra:
—Es algo bobo.
—¿Qué es lo que… es bobo? —contestó Sebastián socarrón.
—Hacerse los machos para impresionar a las hembras.
—¡Qué bárbaro, cómo hablas! No te conocía. ¿Un pitillo?
—Gracias. ¿No?
—Tienes una cierta razón. Hace buen día.
—Sí. Ha habido suerte. ¿Dónde comemos?
—Psé. A ver qué se les ocurre. Son un hatajo de mentecatos.
—¿Y Antonio, dónde está?
—Empeñado en descubrir vino, a buen seguro. Se nos ha olvidado.
—Es un tipo simpático. ¿Sabe tocar la balalaika?
—Eso dice. Pero no le creas. ¿Cuál te gusta más?
—¿Eh?
—De las hembras, hombre.
—No sé, no me he fijado. Hace calor.
—Sí. Me voy a quitar el jersey.
Se lo quitó. Darío buscó con los prismáticos al grupo. Estaban llegando ya a lo más alto.
—Pues esa, Bale, Bele, o lo que sea, no me disgusta.
—Muy tiernecilla aún. Quizá dentro de unos años…
—Se puede hacer tiempo, ¿no?
—Eso, allá tú. Yo no.
—¿No? ¿Qué haces entonces?
—Coger al vuelo lo que pasa.
—¿Ahora una, después otra?
—Psé.
—¿Y qué sacas en limpio?
—¿En limpio? Lo que se tercia, hombre.
—Es incómodo tanto cambiar.
—Más lo es no cambiar. No soporto a ninguna más de dos semanas.
—Pues nunca llegarás a nada.
Cogió de nuevo los prismáticos. Los enfocó hacia el grupo de chicas. Las siluetas se recortaban en el aire, bien determinadas. Observó a una y otra alternativamente.
—¿Qué dices, Bastia?
—Que depende de qué se entienda por «nada».
—Lo siento, no sé qué quieres decir.
—Decías que así nunca llegaría a nada.
—¡Ah, sí!
—Hombre, pues… no sé, ser novios, casarte, conocerla.
—¡Ja, ja! Eres un inocentón.
—Buá.
Cogió los prismáticos. Siguió hablando:
—A eso llegaremos todos, ¿no?
—No. Yo no. Yo no pienso casarme.
—Ya vuelven. ¿Por qué?
—Porque el matrimonio no trae más que disgustos.
—Depende de si escoges bien o no.
—Y ¿cómo sabes si has escogido bien? Hasta que no la pruebas…
Darío no supo contestar.
—¿Nos levantamos?
—¿Para ver a ésas? ¡Hombre!
—Anda, tú en el fondo tienes miedo.
—¿Miedo? No fastidies.
Fueron cerca de las chicas. Estaban tumbadas en las peñas riendo los chistes de Antonio. Antonio tenía una cabeza grande, gorda y oronda, labios gruesos, cejas espesas negras y ojos negros que siempre estaban riéndose de algo de mucha enjundia. La hermana de Bele estaba algo nerviosa entre aquella gente mayor. No sabía si intervenir abiertamente en la cháchara o quedar en segundo plano. De algunos chistes sabía que no pescaba la gracia, pero le daban muchas ganas de reír. Por nada, por reír, porque era feliz en sus quince años y tenía unas ganas locas de soltar carcajadas. Pero sentía siempre la presencia censora de su hermana mayor. Sin remedio, cortaba la carcajada casi no empezada. Blanca estaba tumbada boca arriba en la peña, con los brazos extendidos atrás. Liberada de todo, abandonada a la dureza del granito y a la caricia del aire de montaña. Su cuerpo se marcaba redondo y claro en el jersey rojo. Las piernas y la curva del vientre iban señaladas por los pantalones negros. Allí miraba Antonio mientras contaba chistes. Sebastián —arrogándose un libre derecho al que en la realidad se concedían tácitas reservas— se extendió a su costado. Así fue el punto donde convergieron las miradas lanzadas por los rabillos de los ojos.
La llegada de los expedicionarios interrumpió los chistes. Las muchachas les rodearon y les preguntaron con interés sin oír qué contestaban. Luego se empezó a hablar de comer. Al cabo de una hora de más chistes y algo de discusión, emprendieron nueva marcha.
Fueron a orillas de un arroyo que corría con prisas de llegar al llano. Era un arroyo de poca categoría. Seguramente sin nombre. Pero había pulido muchos cantos y dado vida a muchos zapateros y libélulas. Y oído muchos cantos de grillos enamorados en las noches de verano. Y apagado la sed de muchos excursionistas como ellos.
Se puso cada uno como pudo, en cuclillas o recostado en el tronco de un pino. Se colocaron los jerseys quienes se los habían quitado. Había humedad. El agua era fría, del deshielo. Comieron. Fry, no se supo de dónde, sacó una lata de espárragos con su adecuado abrelatas. Una cosa tan absurda y aristocrática sólo podía habérsele ocurrido a él. Antonio sacó de la sima de sus bolsillos un botellín de coñac —disimulado hasta entonces por los tejidos adiposos que abundaban en las cercanías—. Darío, como todos, comió los dos grandes bocadillos de tortilla y de carne empanada —que correspondieron a cada cual, pero dejó el pan. Sebastián, en un trono alejado, se fijaba en todo. Tenía metido en la cabeza que su vocación verdadera era criminólogo, y se empeñaba en desarrollar sus dotes de observación y en sacar conclusiones.
Cuando acabó la naranja y quedaron las pieles bien esparcidas por el suelo, Darío se acercó a Sebastián. Los demás jugueteaban más abajo.
—Es idiota poner la radio. Y se quejan de los mosquitos además. Éstos no saben qué es el campo.
—Ya.
Desde su ortodoxia excursionista despreciaban a los infieles de los abismos.
—Estoy pensando que tenías algo de razón.
—¿En qué?
—En lo del matrimonio. ¡Viendo a éstas…!
—¿Algo? ¡Toda! Y tengo motivos.
—¡Pero tú siempre pareces amargado! Huidizo…
—¡Amargado…! Qué va. ¿Yo? ¿Por qué había de estarlo? Mi vida es una «delicia»: la gente se para a oír lo que digo, el curso es magnífico, el mundo está en paz y armonía y tenemos asegurada una vida larga, tranquila y sin preocupaciones… ¿Por qué iba a estar amargado?
—No ironices. No se saca nada en limpio.
—¡Y dale con lo limpio y lo sucio, y el sacar y el meter! ¡Tú! ¡Tú, que estás viendo las gilipolleces que hacen esos ahí! Y me dices eso… ¿Qué nos queda ya sino la ironía, la protesta del débil? Mira, mírales qué móonos.
—No, no. No son todos así. Eres parcial.
—¡Parcial! ¡Soy Papá Noel! —fue un grito estentóreo—. Voy a beber.
Darío bajó a la orilla del río también. Pero se dirigió al grupo formado alrededor de la radio de transistores. Blanca y Luis hacían como si bailasen al son. Era una melodía en boga. Los primeros versos decían: Once there were green fields kissed by the sun; once there were valleys where rivers used to run. Bailando, al borde del arroyo, se olvidaban de todo e imaginaban y gozaban aquellos verdes campos y los ríos corrientes de la canción romántica. El hermano de Bele y Melletis fueron con las cabelleras rubias de las amigas de Blanca a dos tiros de piedra de allí. Esto es, a una distancia desconocida pero cercana, a un lugar al aire y al lado del arroyo pero escondido. Fry charlaba con Bele al lado del arroyo. Antonio y Piti aplastaban hierba y pequeños escarabajos en la ladera de la otra orilla. Darío bailaba con la hermana de Bele a espaldas de ésta. La hermana de Bele era un pequeño ramo de tomillo fresco y recién cortado de la tierra. Sebastián andaba quién sabía dónde bebiendo agua, según declaró. Eran las cuatro de la tarde. La hermana de Bele sorbía las delicias de la diablura. Y, quizá por primera vez y sin darse cuenta, el aroma de un cuerpo de hombre. Bueno, de un opositor a hombre. La «guía comercial» rompió el encanto.
Los pantalones de todos los que se habían sentado estaban húmedos. Era hora de pensar en volver. En efecto, más de media hora después echaron a andar cuesta abajo. Justo en ese instante apareció Sebastián como por ensalmo. En la bajada, Sebastián atrajo a Blanca y se mantuvo en su puesto a la cola. Luis y el hermano de Bele bajaron algo delante con las amigas de Blanca. Abrían la marcha, diez metros más abajo, Antonio, Melletis, Fry, Darío, Piti, Bele y su hermana. Piti se retrasó porque tropezaba. Darío la ayudó a bajar.
Llegaron al puerto antes de que pudieran darse cuenta. El salón del club Himalaya estaba muy animado. Era el Everest de aquella tarde. Se sentaron todos agotados de cansancio, atendidos por los padres de Bele y de Piti, alrededor de una mesa. Pidieron varias cosas para reanimarse. Fueron haciéndose a la idea de bailar. Tras la contemplación de la naturaleza nada mejor que la contemplación de la sociedad. Bele y su hermana desaparecieron. Darío y Piti, Melletis y una amiga de Blanca, Antonio y una muchacha que sacó de otra mesa, todos dieron unos pasos de baile. Poco después se hizo evidente que había que regresar a Madrid. Buscaron a Bele y a su hermana por todo el hotel, para despedirse. Unos por arriba, otros por abajo. Se cruzaron, se encontraron, se perdieron. Por fin, tras despedirse unos cinco veces y otros ninguna, se metieron en el coche. Bastia lanzó el Opel puerto abajo. Para ahorrar gasolina cerró el contacto. Tomó impulso en la bajada, gastando llantas en los frenazos de las curvas. Con el impulso llegaron a Villalba: velocidad media, ochenta por hora. Cincuenta y cinco minutos después de salir del puerto estaban ante la Puerta de Hierro. Había sido un día completo.
Blanca había dado su dirección a Sebastián con la promesa de salir un día después de Navidades. Las Navidades dispersaron a todos. Unos fueron a la Sierra, otros a Alicante, otros a sus casas de campo.
Antonio tuvo unos días de lances agitados. Había conocido sucesivamente una danesa, una americana y una francesa. Tenía un gran lío en la cabeza: deseaba estar todo el tiempo con cada una de las tres. Cuando la francesa le pegó una bofetada en respuesta a cierta insinuación, pensó que lo hubiera pasado mejor con la danesa o la yanqui. Cuando la yanqui le dijo fríamente que no tenía por costumbre hacer esas cosas con cualquiera —en respuesta a otra pregunta— pensó que se hubiera portado mejor la francesa o la danesa. Y cuando la danesa —tras cuatro días de tira y afloja— se avino a sus peticiones, se dio cuenta de que no sabía cómo hacer y que en realidad no le interesaba gran cosa. Fue a huir de sus penas amorosas con Sebastián a una taberna. Antonio conocía al dedillo todas las tabernas, salas de fiesta y cafeterías de Madrid, producto de correrías durante cuatro años. Con él siempre se iba a tomar el vino al sitio donde era mejor el de determinada clase, y los aperitivos al sitio de la mejor tapa y más barata. Hacía valer sus servicios y conocimientos y casi siempre —sin que él dijera una sola palabra— sus acompañantes le pagaban. Iba siempre tan satisfecho por las calles, haciendo guiños a todas las muchachas guapas que encontraba, que, como era hombre de ancho corazón, venían a ser la mayoría. Aquel día muchas pobres mozuelas con complejo de feas volvían a sus casas con cierto cosquilleo, pensando que se habían juzgado mal a sí mismas. Y se miraban al espejo. Antonio pasó las Navidades visitando con diversos amigos las tabernas, para asegurarse de que seguían sirviendo las mejores tapas en los mismos sitios. Y encontraba cada día «la chica más estupenda que he visto en mi vida», que dejaba al día siguiente.
Miguel pasó las Navidades con su novia. Y estudiando. Por fin había un claro y podían salir más a menudo. Carmen tenía vacaciones en el internado. Pero se quedó en casa de don Luis y su esposa Ana. Miguel y Carmen iban juntos, cogidos de la mano, dando paseos por la Castellana. Al ponerse el sol se sentaban en un quiosco. Allí, en una silla de dos plazas, sin molestias de brazos por medio disfrutaban las delicias de su juventud animosa. Hacían «manitas», se daban algún beso y pensaban proyectos para el futuro, un futuro muy lejano aún y en suma problemático. Mientras, la espuma de la cerveza de Miguel iba rebajándose poco a poco.
Los últimos días antes de Navidad se compraron mutuos regalos. Ninguno dijo nada al otro. Ambos sabían que el otro estaba gestionando el regalo. Ambos se callaban. Y en este juego de saber que se sabía sin decir nada pasaron unos momentos felices. En fin, hacían todas las deliciosas tonterías de los novios.
La última noche del año estuvieron de fiesta en casa de don Luís y su esposa Ana. Había otros invitados, vecinos y compañeros de trabajo de don Luis con algún hijo o hija mayor. Eran gente afable. En medio del bullicio, de las uvas y de las doce campanadas transmitidas por radio, con copas ágiles de sidra asturiana por todas partes, bailaron toda la noche y se prometieron más amor.