SEBASTIÁN NO FUE A LA FIESTA. No tenía ganas. Estaba tumbado desnudo en la cama con las manos tras la nuca. Hacía consideraciones sobre lo aburrido de la vida. Dieron las cinco. La calefacción era fuerte. La luz que entraba por la ventana iba apagándose por momentos. Ya tenía la elegancia de la luz filtrada por el horizonte. El barniz claro del pino de la librería-bar tenía brillo de rescoldo. Sebastián seguía boca arriba, agresivo en su desnudez. Había estado dando vueltas al sueño que siempre le abatía. No se explicaba por qué se repetía tanto. Ni por qué sacudía su vida dormida de tal forma.
Sonó el teléfono a lo lejos. Aguzó el oído. Alguien debía haber descolgado. Hubo un rato sin nada. Era larga espera. Por fin sonó el clic del colgar. Se tranquilizó sin razón. Destensó los músculos que le señalaban trazos en el cuerpo.
Empezaba a reprocharse no haber ido a la fiesta y a figurarse con envidia el alborozo que tendrían en aquel momento. Entró la criada. Su agitación le interrumpió los sueños. De momento quedó alelada mirando la desnudez descarada de Sebastián. Simultáneamente él se echó la colcha encima, medio tapándose, y la muchacha rompió a hablar.
—¡Señorito, señorito! Han llamado que vaya en seguida. Es importante.
—Bueno, Mila, ¿quién ha llamado? ¿Qué pasa? Explica algo más claro si quieres que te entienda.
—De casa de su padre. Que estaba allí la señora y se estaban peleando. Han roto un florero y han tirado al suelo la bandeja de la merienda.
Sebastián se había levantado al oír la primera frase. Sin hacer caso de ella había empezado a vestirse. Mila hablaba mientras seguía con la cabeza las idas y venidas del cuerpo de Sebastián por el cuarto.
—… ¡Qué pena!, fíjese. La bandeja de la merienda por el suelo tan bonito. Con pasteles de crema que había, de los que me gustan tanto. Quedará todo perdido de sucio. Patro, la criada de su padre de usted, lloraba.
—¡Mira, cállate! No te dé la llorona. ¡Calla de una vez, estúpida! Si quieres, ve allí y lame la crema del suelo, mientras yo… ¡Cállate, vete, búscame las llaves del coche!
Salió en seguida. Bajó las escaleras de tres en tres, resbalando la mano por la barandilla. Se preguntaba aturdido qué haría su madre en casa de su padre. ¿Qué podía haber pasado?
Sus padres llevaban separados cuatro años. A lo largo de ellos no habían tenido más entrevistas que las de los trámites judiciales de separación. Que estuvieran merendando juntos era inexplicable. Sebastián iba estupefacto al volante, mecánicamente al volante, sin haber asimilado aún el hecho. La casualidad hizo que por poco atropellase a un pariente lejano médico. No había habido simpatía entre ellos nunca, quizá por falta de trato. Pero llamó sin pensarlo:
—¡José! ¡José!
—¡Ah, eres tú! Acabarás en la cárcel, conduciendo de ese modo.
—Calla. ¿Tienes algo que hacer? Acompáñame. No sé en qué lío están mis padres.
José se vio sentado en el asiento. Sebastián arrancó violentamente.
Entró como una tromba en casa de su padre.
—¿Dónde?, preguntó a la criada que abrió la puerta.
Estaba alterada en su uniforme serio de seda negra.
—Ahí.
La habitación estaba boca abajo. Sebastián vio a sus padres, tumbados en dos sillones, en los extremos de la habitación, con las caras convulsas. Miró a José, por ver si le orientaba. No sabía qué hacer.
—Al hospital.
—Sí.
Sebastián no se movió. Tenía los pies agarrotados ante la escena. Pensaba en su hermano mayor, que seguiría feliz en Málaga. Con su novia, siempre estaba alejado en los momentos difíciles.
—¡Vamos, muévete, Seb! Primero uno, luego otro. Al coche.
Cogieron los dos al padre. Bajaron con dificultad las escaleras, hasta el coche. El portero salió a curiosear.
—¿Qué pasa?
—Nada. Le ha dado un ataque.
—¿Puedo hacer algo?
—No, gracias.
Lo mejor que podía hacer era alejarse.
Siguió de pasmarote mirando.
—Bastiá, queda mientras voy a buscar a tu madre.
Sebastián acomodó lo mejor que pudo a su padre junto al volante. Esperó irritado a José con su madre. Tardaban mucho. Tenía fuertes ganas de mear. Movía las piernas para mitigarlas.
Por fin llegó José con su madre. Se acomodaron rápidamente como pudieron. Salieron a toda prisa. Cruzaron una plaza con jardines. Los niños jugaban en ellos. Las criadas enredaban con los soldados. Un coche estaba tomando gasolina. Un policía estaba en la esquina. El interior del Opel Kapitan estaba negro, compacto, lleno de ansiedad.
—¿A cuál?
—Al General, que es el más próximo.
Sebastián enfiló el coche. Se le escurrió una lágrima.
—Gracias, José.
—Déjalas para luego. Ahora conduce deprisa y con cuidado. No hay mucho tiempo.
De repente se dio cuenta de la gravedad de la situación. De la responsabilidad que ella había echado sobre ambos. El hospital ya se veía.
Media hora después, por los fríos, implacables pasillos del hospital, se acercó un médico.
—Exceso de morfina.
—¿Y?
—Si hay recuperación no se verá hasta pasada la noche.
—Ya.
—Vete a casa, Sebastián. Yo me quedaré.
—No, tú… No tienes por qué. Yo…
—Anda, ve. Es mejor.
—Bueno, sí. Adiós.
Se alejó hacia las escaleras arrastrando las suelas. Su cuerpo macizo bamboleaba por turno sobre uno y otro pie. José y el médico le miraban con compasión mientras se alejaba por el pasillo. No había nadie más, a excepción de alguna impoluta, silenciosa enfermera.
—Es usted médico, ¿no? Se le nota. Venga a mi despacho. Fumaremos un pitillo y le explicaré el caso. ¿Sabía que eran morfinómanos?
—Sospechaba que lo era el padre. De su mujer no sabía. La veo poco. No la soporto.
—Parece que discutieron porque él no quería darle una cantidad.
—Ya. Qué desgracia.
Comenzaron a hablar del aspecto médico.
Sebastián se fue de juerga. Se levantó al día siguiente a las dos. Por la noche volvió a salir. A la una de la mañana tuvo que regresar a su casa: se había quedado sin dinero suyo ni ajeno. Se acostó con la criada. Al tercer día durmió.