V

DARÍO ESTABA TARAREANDO delante del espejo mientras se ponía la corbata. No daba bien las notas, pero no le importaba. Se hacía la ilusión de que el tema musical elegido era sólo una base sobre la que hacía sus variaciones, a sabiendas de que no era así. Iba de aquí para allá por la casa a grandes zancadas. Entraba y salía. Se ponía una corbata, luego otra. Dejó de pronto una tercera a medio poner y se calzó. Se colocó la chaqueta y salió a toda prisa. Regresó: se olvidaba de la pluma y el librillo de direcciones. Sólo cuando iba por la calle advirtió que no llevaba la corbata bien anudada. Tiró, empujó, apretó y volvió a empujar. Seguía tarareando mientras andaba a paso largo y rápido. La gente le parecía más agradable, más limpia; la calle, más luminosa y nueva. Iba a bailar y estaba contento: hacía mucho tiempo que no tenía fiestas. Alfredo había tenido una gran idea dando una. Fue tan deprisa que llegó cerca de la casa con media hora de adelanto. Decidió dar una vuelta a paso lento. Estuvo recorriendo las calles un buen rato. Dejó pasar diez minutos de la hora y se decidió a subir.

Fry vivía en el barrio de Salamanca. En una calle como todas las del barrio: no muy ancha y algo dormida, recta y sin carácter. En una casa como las demás: no muy grande, no pequeña. Con dos criadas de servicio vestidas de negro y blanco, con cofia, como todas las demás. Y su casa, como otras del barrio, tenían una sala de recibir en falso estilo Luis XV, de una elegancia fría de azul pastel y patas finas, tan artísticamente helado como la pluma de un pavo real.

Cuando Darío llegó, aún no había nadie. La doncella le pasó a una habitación grande de donde se habían retirado los muebles más grandes y los objetos más frágiles. Darío se semitumbó en un butacón. Echó una mirada por la habitación, sin fijarse en nada. Encendió un cigarrillo y empezó a hacer cábalas sobre cómo serían las chicas. Entre tanto llegó el segundo invitado. Darío no le conocía.

—¡Hola!

—¡Hola! ¿Y Fry?

—¿Alfredo? Creo que está terminando de vestirse. Me llamo Darío.

—Yo, Enrique.

Se dieron la mano. Darío seguía sentado.

—Siéntate. ¿Quieres un cigarro?

—Bueno. ¿Qué es?

—«Baisont».

—¿Bisontefield? Vaya, ¡aparte las estacas, claro!

—¡Bah! Últimamente está mejor. ¿Qué haces?

—Derecho. ¿Tú?

—Filosofía.

—¡Ah! ¿Con Fry?

—Sí, con Alfredo. ¿Conoces a los que vienen?

—Sí, son de la pandilla.

—Yo no.

Callaron. Darío pensó que su última contestación no era clara. Había querido decir que no los conocía. El otro debía haber entendido que no era de la pandilla. Bueno, ¿era? No, claro que no. Bueno, sí, en cierto modo… Bah, lo mismo daba. Que creyera lo que quisiese. Se dispuso a examinar a Enrique: parecía un típico snob: chaqueta azul con doble fila de botones de hojalata, pantalón gris estrecho, pelo al cepillo.

Enrique miraba a Darío. Fry se estaba echando amigos muy serios últimamente. ¿Qué le pasaría? No comprendía cómo podía ser amigo de ese tipo con ese nombre. Parecía un tipo corriente, de esos que estudian. Bastaba ver que llevaba un traje gris y unos zapatos anticuados. Total, las chicas no se iban a fijar en él: ¡llevaba la punta de la camisa por encima del cuello de la chaqueta!

Empezaron a llegar grupos de muchachos y muchachas. Apareció por fin Fry e hizo las presentaciones. Pusieron unos discos de rock’n’roll a todo volumen para animar el ambiente. Trajeron bebidas. Andaban unos y otros de aquí para allá, comistreando de las bandejas llenas de sandwiches, mediasnoches y tapas de aperitivos. Darío dejó su vaso en el primer sitio que tuvo a mano. Decidió bailar con una chica. Estuvo mirando cierto rato. Se inclinó por una que le había llamado la atención. Era bastante alta y bien formada: un poco rellenita. Sobre la cabeza llevaba el pelo peinado en grandes curvas giradas en diversos sentidos.

—¿Bailas?

La muchachita se levantó sin decir nada y Darío la enlazó.

—¿Cómo te llamas?

—María Rosa. ¿Y tú?

—Darío. Ya sabes, te presentan a una multitud y no te consigues acordar de ningún nombre.

—Ya. Lo mismo me pasa a mí.

Tocaban una pieza muy rápida. Darío se concentró en el baile. Fueron dando rápidas vueltas alrededor de la habitación, alejándose hacia donde había más espacio libre. María Rosa pidió a Darío que fuera más despacio.

—¡Uf! No hay quien te siga. Bailas bien, pero muy raro.

Darío se puso contento.

—Nada, es sólo seguir el ritmo. Haz caso omiso de los pasos. Eso está bien para aprender. Después haces lo que quieres y ya está. ¿Qué haces?

—¿Cómo?

—¿Estudias?

—¡Ah! Sí, preuniversitario.

—¿Dónde?

—En un colegio de monjas. No lo conocerás.

Hubo un silencio.

—¿Y tú?

—Filosofía y Letras. Estoy en los comunes. Después, ya veremos.

Siguieron bailando. Le agradaba la muchacha. La retuvo para un segundo baile. Al acabar, la dejó. Era simpática. Se sintió agradecido de que hubiera bailado con él:

—Gracias.

María Rosa le miró extrañada, pero él había dado ya media vuelta y se dirigía hacia su vaso. Pensó que era un tipo extraño: ¡dar las gracias! Ni que estuvieran a principios de siglo. Sin embargo, era agradable, aunque un poco soso. Quizá, como era la primera vez…

Darío seguía picando de las bandejas y bebiendo. Así le encontró Melletis, que había llegado con retraso. Se saludaron:

—Hola.

—Hola. ¿Qué haces?

—Ya ves. Documentándome sobre sabores.

—Ya veo. Vas a echar barriga. Hay algunas tías estupendas. Estoy frito.

—¿Tuviste examen el viernes, no? ¿Cómo te fue? Me lo dijo Fry.

—Psé, así, así. Me voy. Eres un pelma. No quiero saber nada de exámenes. Chao.

Melletis fue a un rincón donde había un butacón apto para repantigarse. De allí no se movió en toda la tarde. Con quien caía al paso comentaba los méritos de las muchachas más sobresalientes. Darío bailó varias veces más. Una de ellas con Piti. Piti tenía la estatura que aquí se llama media: es decir, baja. Algo metida en carnes, solía llevar escotes en pico que llegaban hasta el nacimiento del pecho, que se notaba terso bajo el vestido. Las piernas estaban en el momento en que han dejado de ser de niña y no han llegado a tomar la forma de las de mujer: una línea esbozada, desvaída en el tobillo, terminada por delante, aún blanda por detrás. Darío no le hizo mucho caso. Piti se quedó muy picada.

Darío siguió bailando y comiendo alternativamente. Entrevió a lo lejos la cabeza de toro de Luis. Tenía aire de llevar mucho tiempo danzando. Otra vez bailó con una muchachita que no parecía tener más de quince o dieciséis años. Le dijo que se llamaba Isabel, pero que sus amigos la llamaban Bele. Estudiaba preuniversitario. Se dejaba llevar por él con languidez, mirando hacia otra parte. Le agradó el aire de aquella muchachilla, pero le molestaba que no hablara ni le mirara. Tras algún intento vano de hilar unas frases, calló y puso la atención en el ir y venir de la fiesta. Vio a María Rosa que bailaba con Enrique. Se prometió que le pediría la dirección. Al terminar la pieza se sentó en un sillón.

Sacó un cigarrillo y se puso a observar las parejas que bailaban. Con la mirada buscaba a María Rosa: vio que bailaba; siguió su movimiento con los ojos, acercándose, alejándose, dando vueltas, perdiéndose entre las otras parejas, reapareciendo. La miraba plácidamente desde el butacón, satisfecho al ir fijándose en sus piernas, el movimiento de sus caderas, sus senos. Los senos, fuertes y emergiendo pesantes dentro de la blusa, daban una sensación de potencia y fuerza de vida. Pensó que debía ser una chica de un rico caudal de afecto y sexualidad. Miraba la cara: observó sus líneas llenas y al tiempo contenidas, con un aire de frescura y salud que le embebecía. Iba a acabarse la pieza. Fue incorporándose, dispuesto a estar cerca de ella al cesar el baile para invitarla al siguiente. El siguiente fue un vals. La enlazó. Se dejó llevar por la música vienesa en un torbellino de vueltas, girando con celeridad creciente, bordeando en un frenesí de peonza varias veces la habitación, creciendo en velocidad más y más, y más. En medio de este vendaval de pasos y vueltas permanecía recto, erecto, con elegancia, mirando con reposo a María Rosa. Soñaba con el vuelo del patinador sobre hielo, con poder imitar su gracia alada de continuo. Ella ya no podía seguirle. Darío sujetaba su peso con toda la fuerza de su brazo dolorido, pero no bastaba. Amainó. Aprovechó el descanso para pedir la dirección, dispuesto a pasarla a la primera ocasión a su librillo.

La algarabía se había ido, dejando un sopor que envolvía la habitación. La música —discos estentóreos, disonantes—, las bebidas, y el colorido de las luces y los vestidos de las muchachas habían dormido el aire. De la fiesta sólo quedaba el humo de más de cien cigarrillos. Sólo quedaban Fry, Darío y otros dos. Sonaba aún el último disco en el tocadiscos, una música brillante, de gran ritmo y algo monótona. Darío se acercó al aparato y lo paró. Se despidió de Fry. Bajaron Darío y los otros dos. Al llegar al portal se separaron. Llevaban el mismo camino, pero Darío no tenía ganas de compañía.

Se sentía vacío. Se resentía de un esfuerzo que no sabía cuál era. Le hubiese gustado moverse entre menos gente y llegar a conocer mejor a las personas. Pero en un guateque era imposible: había que ir de aquí para allá, hablar con éste y el otro, bailar con ésta, otra y la de más allá. Cuando parecía que se iba a posar en un sitio, entablar conversación con uno o retener a otra algo más tiempo, siempre se veía obligado a cambiar. Esto le daba una sensación de cosa inacabada. El guateque era un andar de puntillas, también un tratar de puntillas con un rozar al escaparse.