III

CUANDO SE QUERÍA recordar aquellas dos o tres primeras semanas nunca se llegaba a saber en qué pasaron. Eran días vacíos. Como si una máquina automática les hubiera succionado la vida. Cada cual iba a las aulas, inmensas aulas sin personalidad, igual que el agua va surgiendo a las vueltas de la noria. Se sentaba cada uno en el primer sitio que encontraba. Abría la cartera y quedaba embobado mirando la pizarra grande y negra —bordeada por arriba con tubos fluorescentes que hacía ciega la vista—. Y los dedos, tontos, quedaban entre las páginas de un libro semicerrado como esperando el milagro. Pero el milagro no llegaba.

Pasaron aún muchos meses, día tras día, esperando el milagro. Poco a poco fueron conociéndose, de prestarse problemas hechos unos a otros, y de mirar a la vez a la misma chica.

Fueron apareciendo los catedráticos y empezaron a explicar las primeras lecciones. Abrían las páginas blancas de los libros con un santo respeto y cuidado. Al principio era difícil enterarse bien de qué se decía en ellas: al leer una página se pensaba más en el misterio y ciencia nueva que escondían las siguientes que en aprovechar las presentes. Fueron aficionándose a pasar por el bar entre clase y clase, y cuando dejaba de haber alguna. Las ausencias de los catedráticos fueron regularmente frecuentes. En esos tiempos muertos no había donde poder ir. En la biblioteca no ocurría pensar, pues siempre estaba llena de gente y no se podía fumar. Tampoco es muy seguro que se hubieran enterado tan pronto de que había biblioteca. En fin, por lo que fuera, fue siendo costumbre pasar a menudo por el bar. Allí empezaron a ser familiares los rostros de unos y otros. La escasez de mesas obligaba muchas veces a admitir a alguien en una o a pedir la entrada en otra. Así empezaron a charlar unos con otros. Más tarde, cuando las paredes y las sillas les iban conociendo, perdían rápidamente la timidez de los primeros días y cada cual se sentaba donde le apeteciera sin más cumplidos. Empezaron a correr sillas y coca-colas por encima de mesas y cabezas. De vez en cuando caía alguna mancha de grasa —de los bocadillos de mejillones— o de cerveza sobre los cálculos de un problema. Pero esto no sucedió hasta muy tarde: cuando habían pasado lentos y tediosos los primeros días y se empezó a contar por semanas: a mediados de noviembre.

Poco antes ya habían entablado trato los que seguirían juntos todo el curso, es decir, hasta que se dejó de aparecer a las clases de teoría, por febrero. Pero aún era trato sobrio, sin dados de póker. Al primero que conocí fue a Sebastián.

Un día Luis salió de las prácticas de Matemáticas a toda prisa. Corrió por los pasillos con el abrigo al brazo y la cartera a medio cerrar —por la que sobresalían los papeles en que estaba copiado el último problema apresuradamente—. Intentaba llegar pronto a la cola del comedor del SEU. Incluso llevaba en la mano cerrada las nueve pesetas de la comida, sudorosas. Llegó al bar con suerte. Sólo tardó cinco minutos en poder recoger la bandeja con la comida. Le quedaban cincuenta y cinco minutos hasta la próxima clase. Había, por tanto, tiempo holgado. Escogió una mesa vacía y algo apartada y se dispuso a comer. En la bandeja había un plato de aluminio con algo que parecía garbanzos: los probó: sabían terriblemente a bicarbonato; otro plato tenía algo pardo oscuro, que por la forma parecía un filete recubierto de una salsa de tomate que después comprobó que estaba ácida. El postre era una delgada capa de natillas gelatinosas espolvoreadas de rojo: puso el plato boca abajo y no se cayeron. Estaba aún presenciando la lucha del hambre con la repugnancia cuando se posó otra bandeja en la mesa.

El portador era un muchacho más bien bajo, ancho de espaldas, peludo. Tenía algo de aire de hombre de las cavernas, de fuerza no desarrollada. Sobresalían dos tizones negros y espesos por cejas y dos círculos violentos bajo ellas: las pupilas. Una boca muy gruesa, frente amplia. Escaso pelo rizado en un cráneo plano y grande. Le conocía de vista: había notado en los primeros días de clase cómo, con pavor que no podía contener, huía de los aviones de papel en llamas.

Dijo:

—Hola.

Dijo Luis:

—Hola.

El llegado se sentó.

Dijo Luis:

—¿Nos animamos? No es que apetezca mucho.

El llegado había echado la cabeza sobre la bandeja. Miró de reojo:

—Yo tengo un hambre canina.

Y se abalanzó sobre el pan y los garbanzos. Se pusieron a comer.

El nuevo terminó antes que Luis. Fue a dejar la bandeja y volvió con un café. A su turno Luis volvió con otro café.

—¿Estuviste esta mañana en Física?

—Sí.

—¿Qué explicó?

—Sigue en vectores. Está terminando.

—Ah, ¿crees que la sacarás?

—Todavía no se puede saber. ¿Tú?

—Tampoco. Querría sacar todo en junio.

—¡Uy! ¡Quieres mucho!

—Ya. Si no creo… Pero ¿quién no lo desearía?

—¡Hombre, ya! Me empieza a reventar esto. ¿A ti?

—Sí. Yo me imaginaba otra cosa.

—Es un latazo. No sabe uno qué pasa ni por dónde ir.

—Los catedráticos faltan…

—Y cuando vienen… Yo no pesco nada.

—Voy a tomar esto; si no, se va a quedar frío.

El café estaba frío. Sabía a malta.

Sebastián se levantó. Volvió del bar con una ración de ensaladilla. Daba hambre.

—¿Quieres?

—No. Gracias.

Luis consideró si comprar otra. Metió la mano en el bolsillo y contó con cuidado las monedas que tenía. Si compraba la ración no le quedaría para tabaco. Fumó. Luego, siguieron criticando. Según criticaban el curso iban poniéndose más desasosegados. A pesar de ello cada cual intentaba superar al otro, descubriendo puntos flacos más importantes que los ya sacados. En el último momento se acercó a la mesa un tipo vulgar, ni gordo ni delgado, de mediana estatura y traje de color indefinido, entre gris y pardo, entre verde y negro. Puso una bandeja de comida en la mesa, tras preguntar:

—¿Puedo sentarme?

No contestaron. Sacaron papeles de las carteras y se dedicaron a emborronarlos. De vez en cuando Luis le miraba: parecía indeciso, comía con gusto.

—No está mal esta comida, ¿eh?

—Bah.

El muchacho indeciso debía estar pensando en su familia. Algunas veces se le volvió a ver con la misma expresión ausente y cuando se le preguntó siempre dijo:

—Nada. Estaba intentando imaginar qué estará haciendo ahora mi padre.

Fueron los tres a clase. Allí cada cual se colocó donde quiso. Luis hubiera propuesto sentarse los tres juntos; pero no deseaba parecer un moscón. Tampoco tenía un interés especial.

Al terminar la clase el de la mirada fuerte salió deprisa. Cogió por los pelos un tranvía y se perdió de vista. Del muchacho indeciso no había indicios.

Poco más tarde se volvieron a ver. Coincidieron en el mismo banco en una clase de prácticas. Había aquel día un problema difícil. Se resolvió en común. Intimaron mucho. El muchacho tímido sabía bastante. Se veía en una carpeta su nombre: Miguel no-sé-qué. El de la mirada fuerte y cejas negras se llamaba Sebastián.

Aquel mismo día estaba en el banco anterior Melletis. Luis era un cuello grueso y una voz bronca. Resolvió una duda de una fórmula. Melletis era menudo. Sobresalían unos dientes desordenados, danzantes; la mirada, inquieta. Estaba hablando nerviosamente con una chica que tenía al lado. Todos fueron conociéndose con el tiempo.