A FINALES DE OCTUBRE, aún algunos cursos no habían comenzado sus clases. Uno de estos va a aparecer aquí. No importa cuál: un curso cualquiera de una Facultad cualquiera. En un aula cualquiera.
En un aula cualquiera de la Ciudad Universitaria de Madrid. La Ciudad Universitaria es una zona alargada pegada al costado noroeste de Madrid. Desde ella se ve la Sierra próxima, verdiazul en la lejanía, con las siete cumbres de los Siete Picos, lindantes a la zona de esquí del invierno. El campo entre medias es de matorrales y de conejos; los mismos —se pudiera pensar— que pintó a menudo Velázquez. Los edificios de las Facultades son moles grandes de cuatro pisos, rojas en ladrillo, a los costados de una avenida central en una planicie a medio camino de la vaguada del Manzanares, nunca bien nombrado. Hay chopos y cipreses, plátanos y rododendros en jardines. Es una zona amplia y tranquila, de aire puro que juguetea entre malas hierbas y prados artificiales que se alternan. Por veredas y caminos andan desperdigados Institutos de Investigación y jardines agronómicos, raíles de tranvías y un reactor nuclear, magníficamente situado cerca de la residencial zona de Puerta de Hierro para volarla al primer fallo. El cielo suele ser azul cobalto. Y cuando llueve, los caminos se ponen barrosos y se pega el pie.
—¡Zas!
—¡Ahí va! ¡Cuidado!
Era un aula en forma semicircular, de gran pendiente. En ese momento volaba por los aires un avión de papel. Cogían una hoja doble de periódico —solía ser el Marca, por estar más a mano—, hacían un avión gigante al que se le caían las alas, y lo lanzaban prendiéndole fuego. Corría por el aire. Pronto era una pelota de papel que se quemaba cual yesca. Caía sobre los asientos, llenos de jóvenes de diecisiete años. Subían alaridos desde las gradas. Saltaban de uno a otro escalón, sobre las cabezas de los pocos pacíficos, huyendo de la quema. Los unos y las otras aprovechaban estos momentos de fingido miedo para lanzar cabos de amistad. En casi todas las sillas cangrejas se estaban haciendo aviones de papel. En pocos momentos quedó el suelo regado. Crecían los gritos, las voces, las charlas; los saltos, los empujones, los corrillos alrededor de las chicas monas. Algunos aviones cayeron sobre la larga mesa del catedrático: hubo grandes risas y se cruzaron gestos y guiños de ojos entre los cuatrocientos recentísimos universitarios, cada uno en su cangreja a lo largo y ancho del aula. La excitación subía. El calor también. Se fueron quitando las chaquetas…
Diez minutos agotadores. Hasta la llegada del catedrático. Era el catedrático de Geología. Un hombre menudo, con unas gafas siempre caídas sobre la punta. Usaba bufanda. Posiblemente era el más estrafalario de la Facultad. No vio los avioncitos. Se sentó en el sillón central y apartó a un lado una voluminosa cartera de piel de cerdo que había dejado sobre la mesa. Al extremo de ésta se sentó en una silla un auxiliar macizo, de unos treinta años, con bigotes a lo Georges Brassens.