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Para Amis Smallbone, la libertad significaba, entre otras cosas, disfrutar de algunos de los pequeños placeres de la vida. Uno de ellos siempre había sido sentarse a una mesa bajo los Arches de Brighton, frente a la playa, contemplar el mar y el Palace Pier, y mirar a las tías buenas pasar.

De noche, aquella zona era un filón para la red de camellos que en otro tiempo él controlaba, pero las mañanas de verano, cuando hacía buen tiempo, eran sobre todo los turistas los que se paseaban, disfrutando de las vistas, de la playa, de los bares, de los cafés, de las tiendas y de otras atracciones junto al mar. Y de pocas cosas disfrutaba más que su primer café del día con el Argus. Especialmente cuando ante sus ojos iba desfilando una sucesión de chicas con poca ropa.

Con el cigarrillo en la boca y una voluta de humo ante los ojos, fue pasando páginas, consciente de que le harían falta años para ponerse al día sobre la actualidad de la ciudad. Vio una entrevista con el comisario jefe, en la que este hablaba de los recortes que tenía que hacer, y leyó el artículo con desgana. Se hablaba de un nuevo hospital. Un puñado de traficantes de Crawley, de los que conocía a un par, habían sido detenidos en una redada que la policía había estado preparando durante diez meses.

Aquello le hizo abrir los ojos algo más: leyó el artículo atentamente. Podría ser que eso supusiera una nueva oportunidad de negocio. Entonces llegó a una de las páginas que más le interesaban: ANUNCIOS DE LOS LECTORES.

Fue directamente a NECROLÓGICAS y recorrió la columna con la vista. Nunca se la saltaba, porque le gustaba saber quién había caído antes que él, y de quién no tendría que preocuparse más.

Pero ese día había un obituario muy especial.

Le gustaba el aeropuerto de Gatwick; para ir a Brighton era mucho más práctico que el de Heathrow, y easyJet tenía vuelos directos a Múnich.

Después de pasar el control de seguridad, con su hijo de diez años cogido de la mano, se acercó a la zona de tiendas duty-free. Inmediatamente, el niño la arrastró hasta Dixons, donde ella le compró una nueva aplicación para su última maquinita de videojuegos, con lo que el crío se puso muy contento.

Lo mejor que había hecho en la última década era dar buen uso a la herencia inesperada de su tía, que le había permitido huir de su relación con el controlador y obsesivo Hans-Jürgen, que cada vez estaba más loco. Ahora era una mujer rica. Bueno, la riqueza era relativa, pero tenía suficiente dinero para comprar la casa, si lo decidía, y para regalarle cosas a su hijo sin tener que pensar en lo que costaban.

Tras salir de Dixons, se dirigió directamente a la librería WH Smith.

—Solo quiero algún periódico, por si no tienen en el avión —dijo, y luego le preguntó en alemán a su hijo si querría algo para leer en el vuelo a Múnich—: Möchste Du etwas zum lesen?

Él se encogió de hombros con indiferencia, absorto en la lectura de las instrucciones de su nueva aplicación.

Ella cogió un ejemplar del Argus y lo abrió enseguida, hojeándolo con avidez.