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En el transcurso de la semana siguiente, para alivio de Grace, la cobertura del rescate de Gaia fue abandonando la primera plana de los periódicos, aunque las bromitas de sus amigos y colegas siguieron. Poco a poco el número de personas que integraban el equipo de la Operación Icono fue mermando, hasta que en la reunión del viernes siguiente por la mañana no estaban más que él mismo, Branson, Potting, Bella, Nicholl y algunos más.

Aún quedaba trabajo por hacer, recoger declaraciones, prepararse para las investigaciones sobre la muerte de Drayton Wheeler y de Myles Royce… Mientras tanto seguían muy atentamente los informes médicos diarios sobre Eric Whiteley, que seguía en la UCI, conectado al equipo de soporte vital en el Royal Sussex County Hospital, bajo custodia policial.

No había podido resistir la tentación de enseñar el mensaje de texto de Gaia a sus colegas, y ahora era objeto de numerosas bromas jugosas pero inocentes.

—¿Cómo está hoy su nueva admiradora, jefe? —le preguntó Potting.

—Creo que toda esta semana ha estado rodando. Pero gracias por preguntar, Norman. Es una mujer muy dura.

—Apuesto a que sí —dijo él, chasqueando la lengua con un gesto socarrón.

—Déjalo ya, ¿quieres, Norman? —le espetó Branson.

Grace había observado últimamente cierta tensión entre Branson y Potting. Pero su colega se había negado a hablar de ello en el par de ocasiones en que había intentado sacar el tema mientras tomaban una copa tras el trabajo. Otra cosa que había observado unas cuantas veces era el intercambio de miradas furtivas entre Potting y Bella.

No podía ser que hubiera nada entre ellos dos, ¿no? Si le preguntaran, él diría que Potting era uno de los hombres menos atractivos que había conocido. Desde luego, Bella podía aspirar a mucho más.

Por otra parte, tampoco podía ver el atractivo que podía tener un poli de Brighton para una de las estrellas del rock y del cine más grandes del mundo. Pero no dejaba de recibir mensajes de texto de Gaia, cada vez más explícitos. Por muy neutras y comedidas que fueran sus respuestas, los mensajes de ella eran cada día más provocativos.

Por supuesto, aquello le halagaba. Y los mensajes alimentaban demasiado su ego como para borrarlos. Pero aquello no cambiaba en lo más mínimo el amor que sentía por Cleo. Había pensado varias veces en la pregunta que le había hecho ella la semana anterior, en el dormitorio. ¿Se acostaría con Gaia, si tuviera ocasión?

Y su respuesta era no. Un no rotundo.

La mañana siguiente cogió el coche y se fue hasta su casa para ver cómo estaba. A veces su inquilino, Glenn Branson, lo tenía todo limpio y cuidado; otras, parecía como si una manada de hienas hubiera tomado la casa. Y tampoco se fiaba de que su amigo se acordara de dar de comer a su venerable pez, Marlon.

Paró frente a la casa poco después de las diez, saludó con un gesto de la cabeza a su vecina de enfrente, Noreen Grinstead, la cotilla del barrio, una mujer inquieta y con vista de águila de más de setenta años, que se pasaba la vida en el exterior, frente a su casa, lavando algo. En aquel momento estaba limpiando con la manguera su ya impecable Nissan plateado.

No quería tener que hablar con ella de lo sucedido últimamente, y tampoco quería verse arrastrado a una charla sobre la vida de todos los vecinos de la calle, algo que podía suceder. Ya había dejado aquella casa, de la que se había enamorado Sandy años atrás. Y ahora buscaba otra casa con Cleo, y estaban aprovechando su fin de semana de fiesta para ver una cuantas por el centro y también por las afueras.

Atravesó el jardín y abrió la puerta principal.

—¡Eh, colega! —gritó, advirtiendo a Branson de su presencia, para no molestarle en caso de que tuviera alguna invitada, algo que siempre esperaba, aunque no se lo dijera, solo para ayudarle a dejar atrás la pesadilla de su matrimonio.

Pero no hubo respuesta. Sabía que, los fines de semana que tenía fiesta, a Branson le gustaba dormir más o ir al gimnasio, o a pasear en bicicleta por las tardes, costumbre que había adoptado recientemente.

Se paró y recogió un montón de correo del suelo, y fue ojeándolo mientras pasaba por la cocina. En su día, Sandy la había modernizado, pero ahora se veía caduca y pasada de moda.

—Hola, Marlon, ¿cómo te va? —dijo, mirando el interior de la pecera, aliviado al ver que aún había suficiente comida en el dispensador.

El pez, tan arisco como siempre, no le hizo ni caso, como siempre, y se limitó a nadar hasta la superficie para comerse una minúscula bolita de comida.

—No estás hoy muy parlanchín, ¿eh? ¡Para variar!

Marlon recorrió el perímetro completo de su pecera. Por un momento, los ojos de ambos se cruzaron. Entonces el pez ascendió hasta la superficie e ingirió otra bolita.

—No pasa nada, colega. No hieres mis sentimientos. Tengo una admiradora mucho más sexy que tú. ¿Tendrás envidia, si te digo quién es?

El pez no parecía ni remotamente celoso.

Grace se giró y dejó sobre la mesa un montoncito de cartas, anuncios de pizza y comida china a domicilio, así como un folleto azul y blanco del representante local en el Parlamento por el Partido Conservador, Mike Weatherley. A continuación fue repasando rápidamente las cartas, una tras otra. Un sobre marrón era el típico requerimiento del Departamento de Hacienda del condado. Y había otro sobre de la inmobiliaria Mishon Mackay, la encargada de vender la casa.

La abrió, y se encontró con un informe por escrito de las últimas visitas. En el momento en que empezaba a leerlo, sonó su teléfono.

—Roy Grace —respondió.

—Oh, ¿señor Grace? Soy Darran Willmore, de Mishon Mackay.

—Hola —respondió él—. Ahora mismo estaba leyendo su carta.

—Sí, bueno… Tenemos alguna novedad. Pensé que querría saberlo.

—Dispare.

—Hace poco hemos tenido una visita; una madre con su hijo. Nos pareció que estaba muy interesada. Ahora mismo viven en el extranjero, pero quieren trasladarse a Brighton: creo que ella mantiene alguna conexión con la ciudad.

—Bueno, suena interesante.

—Sí, parece que sí. Quiere hacer una segunda visita.

«Estupenda noticia», pensó Grace, preguntándose cómo iba a decírselo a Branson.

—Pensé que le gustaría saberlo.

—Desde luego —dijo—. Es una noticia que no podía llegar en un momento mejor.