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—¿Habría hecho ella lo mismo por ti? —le preguntó Cleo.

—Esa no es la cuestión.

—¿Ah, no?

—Mi trabajo consistía en protegerla.

—Tú tienes formación como negociador con secuestradores y suicidas. Una vez me dijiste, Roy, que una de las cosas que os enseñaban era que nunca debíais poner vuestra propia vida en peligro. Y tú lo hiciste. ¿O no? Una vez más.

Era una cálida noche de viernes, una espléndida noche de verano, y para celebrar el último día de Cleo en el trabajo antes de que cogiera la baja por maternidad habían reservado mesa en un restaurante que les gustaba, llamado The Ginger Fox. Estaba en el campo, a un paseo en coche desde Brighton. Cleo solía recordarle que, al irse acercando cada vez más el nacimiento del bebé, cada cena tranquila en pareja en un restaurante podía ser la última en mucho tiempo. Nunca le costaba mucho convencer a Roy. Había pocas cosas que le gustaran más en la vida que salir con Cleo, disfrutar de una cena y de una buena copa de vino.

Abrió la ducha, se quitó la corbata con dificultad, por lo mucho que le dolían las manos, y porque aún tenía astillas clavadas muy adentro. Se quitó la americana y los pantalones, y luego se sentó en la cama para quitarse los calcetines. Tenía calor y estaba sudado, y se sentía exhausto tras lo que le había parecido una semana muy larga. Y más largos aún habían sido los dos últimos días.

Dos ruedas de prensa en las últimas veinticuatro horas; una declaración ante la Autoridad Independiente de Reclamaciones ante la Policía, porque se había visto implicado directamente en un caso de lesiones graves a un sospechoso; una investigación del Departamento de Asuntos Internos por no haber informado antes sobre los datos que iba obteniendo Kevin Spinella de forma fraudulenta; y aún le quedaba por resolver todo el papeleo relacionado con la Operación Icono. Y como guinda del pastel, tenía graves problemas para encontrar campos de juego para el equipo de rugby de la policía, del cual era entrenador. Y la temporada estaba a punto de empezar.

Además de todo aquello, ese mismo día había tenido que viajar a Londres, ya que le habían llamado antes de lo esperado para que declarara como testigo en el juicio de Carl Venner, aunque una vez en el Old Bailey le habían dicho que no le iban a necesitar hasta el martes siguiente.

Una ducha, una escapada al campo en el Audi TT de Cleo descapotado, una cerveza fresca y unas copas de vino, y ya se sentiría mucho mejor. Quizás incluso se concediera un cigarrillo. Una gran ventaja del embarazo de Cleo era que ya no había que decidir sobre quién iba a conducir, no había discusión sobre quién iba a ponerse al volante de vuelta a casa.

—No es una cuestión de formación, cariño —respondió él—. Hace unos años se produjo un gran escándalo, cuando dos agentes de otro condado no se lanzaron a un lago para intentar salvar a un niño que se ahogaba, porque las consignas se lo prohibían. Eso es bastante inusual; me parece que no he conocido a un solo agente de policía en todo Sussex que no se hubiera tirado al agua. No se trata de lo que nos han enseñado; es algo que haría cualquier ser humano. No puedes quedarte ahí, mirando, cuando ves que otra persona va a morir.

Ella le besó.

—Tú sabes que nunca he sido muy guerrera —dijo Cleo, y soltó una risita—. Al menos hasta que te conocí.

—¿Estás segura de que no forma parte todo del mismo paquete? Todo eso que leemos… Ambos sabemos que el embarazo altera las hormonas de la madre. La preocupación es un aspecto más del instinto protector de las madres. No tienes que preocuparte por mí.

—No es cosa del bebé, Roy. Eres tú. Cada vez que sales por la puerta de casa, me pregunto si volverás. O si serán dos de tus colegas los que vendrán en tu lugar.

—¡Cleo, cariño!

—¿Sandy también pasaba por todo esto? ¿Por los mismos miedos?

La mención a Sandy le tocó una fibra. Cada vez que oía su nombre sentía un pinchazo, una inevitable sensación de tristeza y pérdida, a pesar de lo mucho que se había recuperado mentalmente y de todo lo que tenía ahora. Se encogió de hombros.

—Nunca se quejó de eso; de lo peligroso que era. Lo que le molestaba más era lo impredecible de mis horarios.

—Siento preocuparme; no puedo evitarlo: te quiero. Pero fíjate en todas las situaciones de locos en que te has encontrado en el último año. Has estado en el interior de un edificio en llamas. Te has despeñado con un coche por un acantilado.

—No exactamente.

—El coche se despeñó por un acantilado, Roy.

—Sí, vale, pero yo no iba dentro.

—Ibas dentro diez segundos antes de que cayera.

—Es cierto. —Sonrió. Se puso en pie y se quitó los calzoncillos.

—Te lanzaste al mar, en el puerto de Shoreham, delante de un barco.

Era curioso, pensó. Se sentía perfectamente cómodo desnudo delante de Cleo. Sin embargo, con Sandy siempre había sentido un pudor casi victoriano con respecto a la desnudez. Salvo en la cama, donde se desataba toda su pasión, ella siempre se tapaba con algo, e insistía en que él se pusiera siempre algo, aunque solo fuera para ir del dormitorio al baño. Y también tenía una gran manía con el baño, una obsesión con la intimidad. Una vez, tiempo atrás, había bromeado con un amigo: por lo que él sabía, en todos los años que llevaba con Sandy, ella nunca había ido al váter.

—Con Gaia no tuve elección —dijo—. Si no hubiera hecho lo que hice, habría muerto o habría quedado mutilada. Y mi carrera profesional se habría acabado. Pero no lo hice por eso.

—Ser policía no es la única opción en el mundo, Roy. Si alguna vez te degradan o te despiden, no te querré menos. ¿Vale?

—¿Y si alguien muere por mi cobardía?

La pregunta quedó flotando en el aire.

—La historia está llena de héroes muertos, Roy. No estoy preparada para que entres en la historia.

Él le lanzó un beso y se metió en el baño; luego se miró al espejo. Le habían tenido que dar tres puntos para cerrarle el corte en la mejilla izquierda, pero parecía que estaba curándose bien. Mientras giraba el grifo, su teléfono móvil, que estaba sobre la cama, emitió dos pitidos que indicaban que tenía dos mensajes de texto.

—¿Puedes mirar si hay algo urgente? —le dijo a Cleo, levantando la voz.

Ella cogió el teléfono. El primer mensaje era de Tingley: «¿Me necesita mañana, o puedo irme a jugar al golf?».

El segundo era de un número que Cleo no reconoció. Lo abrió: «¡Hola, ojazos de Paul Newman! Cuando pueda, querría darle las gracias como se merece por salvarme la vida. XXXXXXXXXXXXX».

Grace graduó la temperatura de la ducha. Antes de meterse dijo:

—¿Algo importante?

—Jason Tingley quiere irse a jugar al golf mañana. Y Gaia quiere echarte un polvo.

Él sonrió y se metió en la ducha.

Cinco minutos más tarde, cuando volvió al dormitorio con una toalla alrededor de la cintura, Cleo le mostró el amplio vestido color turquesa que había elegido. Estaba preciosa.

—¿Qué te parece? ¿Este o el negro? ¿O el beis que te gusta a ti?

Él no recordaba ni el negro ni el beis.

—Con ese estás estupenda.

—¿Y qué zapatos?

—¿Cuáles habías pensado tú?

—Bueno, no puedo ponerme nada que tenga tacón. Así que no voy a poder competir con Gaia, ¿no? —dijo, con tono sarcástico.

—¡Venga, mujer! —Cogió el teléfono y miró el mensaje de texto. Luego sonrió, orgulloso. No había muchos policías que pudieran decir que recibían mensajes de una de las estrellas más grandes del mundo. Y toda una fila de besos.

—Bueno, ¿lo harías? —dijo ella.

—¿El qué?

—Acostarte con ella, si tuvieras ocasión. —Cleo lo miraba con una expresión extraña.

—No seas ridícula. ¡Claro que no! ¡Venga, va! No vamos a hablar de eso.

Cogió el folleto de Alfa Romeo que tenía en la mesita de noche y lo hojeó distraídamente para no tener que mirarla a ella. Se paró en la página del Giulietta, y se quedó mirando el coche con ojos de deseo.

Cleo miró por encima de su hombro.

—¡Haz caso a tu corazón! —dijo ella—. Te encanta ese coche, ¿no?

Él se encogió de hombros.

—Sí.

—Bueno, has estado al borde de la muerte no sé cuántas veces durante los años que llevas de servicio, y aún te queda una tercera parte por cumplir. Probablemente no llegues a viejo, así que, venga, date un capricho mientras puedas. ¡Disfruta de la vida!

—Estoy tentado —reconoció él.

—Es un coche que va contigo. ¡Y, oye, ojazos de Paul Newman, a Gaia le vas a gustar mucho cuando te vea subido en él!