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Unos segundos más tarde, Grace sintió el suelo bajo sus pies, a un lado de la trampilla. Casi ni se dio cuenta de que le faltaba un zapato. Tenía las manos peladas y cubiertas de sangre, y astillas bajo las uñas, que le hacían un daño terrible, pero apenas lo notaba. Su única preocupación era Gaia.

La chica estaba de rodillas, sollozando y temblando de miedo, apoyada en un par de agentes de policía, un hombre y una mujer, que enseguida se pusieron a soltar el nudo que le oprimía el cuello cubierto de sangre.

—¿Quiere sentarse, señor? —le preguntó a Grace el guardia del bigote.

Le agarraba aún con mano firme.

—Estoy bien, estoy bien. ¿Cómo está Gaia? ¿Está bien?

—Sí, está bien. En shock —respondió la agente que la atendía—. Ya he pedido una ambulancia por radio.

Grace sacudió la cabeza, aún con la respiración entrecortada. Entonces vio el estado en que tenía las manos.

—Creo que necesitaré unas pinzas —dijo, sin saber muy bien a quién, mirando de nuevo a Gaia, intentando asimilar lo que había pasado. Luego miró el agujero rectangular de unos ciento treinta centímetros de anchura donde antes estaba la trampilla.

—Tiene un corte en la cara, señor.

Él se llevó una mano a la cara y la encontró bañada en sangre.

—Habéis llegado justo a tiempo, chicos. Gracias… por… sacarme de ahí.

—En mis tiempos practiqué la halterofilia, señor. Su peso no ha sido gran cosa, comparado con lo que solía levantar.

—¡Muchas gracias!

—Ha sido un placer, señor.

Grace esbozó una sonrisa fatigada y luego echó un vistazo en dirección a Gaia. Sus ojos se cruzaron un instante, y ella dejó de sollozar.

—¿Está bien? —preguntó él.

Entre las lágrimas asomó una débil sonrisa.

—Sí. Supongo que estoy aún un poco tensa.

Grace sonrió. Un momento más tarde oyó pasos. Branson entró corriendo en la sala, se paró en seco y se quedó mirando boquiabierto, primero a Grace, luego a Gaia y luego otra vez a Grace.

—¿Qué ha pasado? ¿Están bien? ¿Están todos bien? ¿Jefe?

El helicóptero pasó por encima de sus cabezas con un gran estruendo, haciendo imposible la conversación por unos momentos, al resonar en las paredes y el suelo desnudos el ruido del motor y las palas.

—Estamos bien —dijo Grace.

Branson miró alrededor, agitado.

—¿Dónde está Whiteley? Me han dicho que estaba aquí arriba.

Grace se dejó caer sobre las rodillas y se acercó al borde de la trampilla.

—¡Cuidado, señor! —dijo uno de los guardias.

Grace se acercó al borde y miró hacia abajo. Luego se giró hacia el sargento.

—Está en la cocina.

—¿La cocina?

—¿Y qué…? O sea…, ¿quién está con él? ¿Qué hace ahí?

—Te diré lo que no está haciendo. No está preparando la cena.

Sin hacer caso a la sangre que le cubría el rostro ni al dolor cada vez más intenso que sentía en las manos, Grace bajó a toda prisa la escalera de caracol con Branson siguiéndole de cerca. Cuando llegaron abajo, recorrieron el pasillo, entraron en el salón de banquetes, donde había una extraña mezcla de hombres y mujeres con elegantes ropajes de estilo Regencia y de personal de rodaje, la mayoría de ellos vestidos con vaqueros, deportivas y camisetas.

—Inspector Grace —dijo Larry Brooker—. ¿Puede decirnos qué…?

Grace no le hizo caso, abrió la puerta de un empujón y entró en la primera de las salas de la cocina. Era un espacio pequeño y desnudo, con paredes beis y suelo de linóleo marrón, y allí había un carrito de acero inoxidable que le recordó una camilla del depósito de cadáveres. Levantó la vista, pero allí arriba no había ningún hueco, solo un techo bajo.

Seguido por Branson, abrió una puerta de color marrón y entró en la siguiente sala, que era similar, solo que menor. Olía levemente a excrementos humanos. La atravesó y empujó otra puerta, que estaba entreabierta. Ambos hombres se echaron atrás al ver la escena.

—Por Dios —dijo Branson.

El olor a excrementos humanos era aún más intenso.

Grace miró enfrente, a la altura de sus ojos, donde tenía al hombre que a punto había estado de matar a Gaia y también a él. Echó un vistazo rápido al agujero del techo, cinco metros por encima, que había atravesado Whiteley, y vio al guardia del bigote doce metros más arriba, mirando hacia abajo con curiosidad. Luego, aguantando la respiración unos momentos para no sentir el olor, volvió a contemplar la macabra escena que ocupaba el centro de la sala.

La peluca se había soltado y estaba algo más allá. Un hombre de mediana edad, con cabello gris y una calvicie incipiente, asomaba por el cuello de un elegante vestido de estilo Regencia. Whiteley debía de haber impactado contra el suelo de pie, y luego había caído de espaldas contra un lavadero de acero inoxidable que ahora lo sostenía. Así daba la impresión de que se mantenía de pie por sí mismo. El vestido escarlata se extendía abierto a su alrededor, como si lo hubieran estirado para que no se arrugara.

Dos palos de color pálido, ambos de casi medio metro de longitud, asomaban por entre unos agujeros del vestido, por debajo del abdomen, como un par de bastones de esquí. Solo que estaban cubiertos de sangre y pequeños jirones de tejido interno y piel. Era la parte inferior de las piernas de aquel hombre, que habían salido despedidas hacia arriba, atravesando las rodillas, a causa del impacto.

El hedor a excrementos era ahora aún peor. Grace se acercó y miró el rostro de Whiteley, cubierto por una densa capa de maquillaje. El hombre parpadeaba sin parar, a un ritmo de tres o cuatro parpadeos por segundo, como si alguna conexión interna se le hubiera cortocircuitado. Emitía tenues gemidos por la boca, que se abría y se cerraba lentamente, de forma automática, como la de un pez en una pecera. Grace le cogió la muñeca y encontró el pulso. No se molestó en medirlo, pero era peligrosamente lento.

—Aún está vivo. Pide una ambulancia.

Sin poder apartar la mirada de aquel tipo, Branson sacó el teléfono.