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Gaia, vestida con unos vaqueros y una camiseta blanca manchada de sudor, con el rostro brillante por la transpiración, producto del miedo, estaba de pie, de puntillas, con un lazo de alambre de espino alrededor del cuello. El alambre pasaba por la polea que había en lo alto y estaba bien tenso. Unas manchas de sangre indicaban los puntos donde se le había clavado el alambre en la piel. En el suelo había una tira de cinta americana, enrollada, y ella tenía la piel de alrededor de la boca irritada y enrojecida, probablemente por efecto de la propia cinta adhesiva, pensó Grace, dominado de pronto por la rabia al ver aquella escena, pero aliviado al comprobar que al menos seguía con vida.

Tenía las manos atadas tras la espalda. A apenas unos centímetros de sus impecables deportivas estaba el cartel de la trampilla. Unas gruesas letras decían: PELIGRO. GRAN DESNIVEL. NO PISEN LA TRAMPILLA.

Aterrorizada, fijó los ojos en Grace. Él intentó transmitirle tranquilidad con los suyos. No podía evitar sentirse implicado en aquello, al ver a la gran estrella de pronto tan vulnerable e indefensa.

Agazapado a su lado había una especie de aparición, un personaje cubierto de maquillaje, vestido con ropas de mujer de estilo Regencia y con una enorme peluca ladeada, que lo miraba con una extraña sonrisa triunfante. Tenía una mano en cada uno de los dos pestillos oxidados que mantenían sujeta la trampilla y evitaban que se abriera hacia abajo, y se los llevara a los dos por un pozo vertical de doce metros que daba al almacén situado sobre las cocinas. En el suelo, junto a aquella criatura, vio un cuchillo de caza de aspecto macabro y un teléfono móvil.

De pronto se oyó un sonoro crujido, como un disparo.

Gaia soltó un gemido de terror. Los ojos de la aparición miraron abajo por un momento.

Grace comprendió enseguida de qué se trataba. La trampilla estaba empezando a ceder. El cerebro le iba a toda velocidad. ¿Qué podía hacer? Tenía a los dos a unos tres metros. Tres pasos rápidos, calculó. Los pestillos podían abrirse antes incluso de que pudiera acercarse. No podía correr ese riesgo, al menos de momento.

Se oyó otro crujido. Esta vez la trampilla cedió visiblemente, tensando el alambre de espino aún más. Iban a caerse en cualquier momento.

—Superintendente Roy Grace —dijo la aparición, sonriendo, hablando a través de una seductora sonrisa blanca, con una voz femenina pero grave que imitaba la de Gaia—. Le reconozco del Argus. ¡Qué detalle que haya querido asistir a nuestra pequeña fiesta privada!

Gaia le rogaba con la mirada que hiciera algo.

El corazón le latía con tal fuerza que Grace sentía el pulso en las sienes.

—¿Eric Whiteley? —dijo—. ¿O debería llamarle Anna Galicia?

Oyó unos pasos a sus espaldas, y luego una respiración agitada.

—Líbrese de su amigo, el gordo del bigote, querido. Es feísimo —respondió la aparición, con la misma voz de Gaia—. Hablaré con usted, pero no voy a hablar con ningún burdo matón.

Grace vaciló.

La criatura corrió los pestillos más de un centímetro. El pánico en los ojos de Gaia se convirtió en terror desbocado. Se oyó otro crujido, este menor, y la aparición dio un respingo, aunque no parecía que le importara.

—Líbrese de su amigo el gordo, o la zorra y yo nos vamos abajo. Tiene cinco segundos, superintendente —amenazó, y agarró los pestillos con más fuerza.

Sin más, Grace se giró y se dirigió al guardia de seguridad:

—¡Haga lo que dice!

El guardia se lo quedó mirando, como poniendo en duda su cordura.

—¡¡Váyase de aquí!! ¡¡Fuera!! —le gritó Grace.

El grito surtió el efecto deseado. El guardia de seguridad se giró, pasmado, y salió de allí trastabillando. Grace volvió a girarse hacia el travestido, pensando a toda prisa. Intentó recordar todo lo que le había dicho la analista, Annalise Vineer, que había investigado en profundidad en el pasado de Whiteley, y también lo que le había contado la psicóloga, Tara Lester. Pero lo primero era establecer contacto, intentar crear un vínculo con Whiteley. Y, al mismo tiempo, pensar en un plan B.

—Dígame cómo quiere que le llame —dijo—: ¿Anna Galicia o Eric Whiteley? —dijo, mirando por un momento hacia el alambre que pendía por encima de Gaia.

—Muy gracioso —replicó Whiteley, con un gruñido masculino esta vez—. No me da ningún miedo matarla.

—No sería la primera vez que mata, ¿verdad, Anna? ¿Nos quedamos con Anna, pues?

—Anna estará encantada. —La respuesta llegó con aquella voz que imitaba la de Gaia.

Grace sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Era como tratar con dos personas completamente diferentes.

—¿Y qué hay de Eric? ¿Él también estará encantado?

—Eric hará lo que le diga Anna —dijo Whiteley, con su voz de Anna.

—Mató a Myles Royce, ¿verdad? ¿Por qué lo mató?

—Porque tenía más dinero que yo. Siempre me ganaba en las pujas, y se llevaba todo lo que yo quería. No podía permitir que siguiera así. Le invité a ver mi colección y luego le maté. ¡Lo coleccioné a él! ¡Se convirtió en un buen trofeo! ¡A Eric le pareció muy bien!

Grace era consciente de que Gaia lo miraba con desesperación, pero en aquel momento no quería romper el contacto visual con Whiteley. Necesitaba encontrar un elemento común a los dos, algo con lo que crear un vínculo. Y sabía que no tenía mucho tiempo. Quizá fuera cosa de segundos.

Se oyó otro crujido.

—Más vale que se dé prisa, superintendente. ¡Nos vamos abajo! —dijo Whiteley, de nuevo con la seductora voz de Gaia.

Whiteley había sido muy listo. El cable daba varias vueltas a un cabrestante en grandes lazos, y luego lo había atado varias veces por encima de la cabeza de Gaia, para tensarlo y obligar a la chica a estar de puntillas. Aquellos lazos medirían unos dos metros de alambre. Si la trampilla se abría, Gaia caería esa distancia, y aunque no se le partiera el cuello al instante o el cable le cortara la cabeza por completo, sería imposible llegar hasta ella. Y también sería imposible levantar su peso tirando únicamente de aquel alambre afilado.

De pronto oyó el ruido de la hélice de un helicóptero sobre sus cabezas. Vio que Whiteley dirigía la mirada hacia una de las polvorientas ventanas ovaladas y se dio cuenta de que acababa de perder la ocasión de aprovechar aquella mínima distracción, de una fracción de segundo, para lanzarse sobre él.

El ruido se hizo más tenue.

—No creo que un helicóptero vaya a servir de mucho en este caso, superintendente Grace, ¿no cree? —dijo Anna, y luego miró a Gaia—. No te hagas ilusiones… de que vengan a salvarte, ¿sabes? Eso no va a pasar. —Entonces levantó la mano derecha, juntó el pulgar con el dedo corazón y el anular, y levantó los otros dos dedos—. ¡Zorro furtivo! —dijo, y le guiñó un ojo.

Gaia se lo quedó mirando, paralizada por el terror.

El teléfono de Grace sonó, pero él no hizo caso.

—Eric dice que puede responder —dijo Anna, con una voz melosa.

Grace no respondió. Quería tener ambas manos libres. Dejó de sonar.

—¡Quizá fuera una llamada importante! —observó Anna—. Usted es un hombre muy importante, ¿no?

—¿Y usted no es igual de importante, Anna?

—¡Eso dice Eric!

Grace echó otra mirada rápida en dirección a Gaia, que no apartaba la vista de él. Se preguntó qué haría aquel guardia de seguridad. Pero a menos que pusieran a un francotirador en el tejado para que disparara a Whiteley a través del cristal —algo para lo que no había tiempo—, no se le ocurría nada que pudiera hacerse. Oyó el ruido de las sirenas abajo, seguido de profundos cláxones, y luego más sirenas. Los bomberos debían de estar en camino. Pero aquello no iba a servir de nada. No había tiempo para esperar refuerzos. La sombra de una gaviota atravesó una de las ventanas tras Whiteley, y desapareció.

El tipo echó una mirada a Gaia.

—¿Qué tal? ¿Estás contenta de estar con tu fan número uno? ¿Te gusta sentir la adoración de tu público? ¿Eh?

Ella intentó responder, pero solo le salió un graznido ronco.

—¿Nunca has pensado qué sería de ti si no fuera por mí y por todos los demás? ¿Eh?

—¿Por qué no le afloja un poco el alambre, o le quita el nudo, para que le pueda responder? —sugirió Grace, manteniendo la calma.

—¡Ja, ja, ja! Muy ocurrente, superintendente —respondió Anna.

—¿Qué es lo que quiere de Gaia, Anna?

Grace estaba preparado, en guardia, como un muelle tenso. Escuchando. Esperando el siguiente crujido. No sabía si su plan salvaría a Gaia, pero en aquel momento no tenía ninguna otra opción que la de negociar con aquel tipo. Y no le quedaban más que unos minutos para hacerlo, quizá segundos.

Tras un breve silencio, Whiteley respondió, mirándole directamente a los ojos.

—Quiero que «se disculpe».

Grace sintió renacer una mínima esperanza.

—¿Qué se disculpe por qué, Anna?

Whiteley la miró a ella.

—Tú lo sabes, ¿verdad, Gaia? —dijo, y luego miró de nuevo a Grace.

—Quítele el nudo —dijo Grace, con firmeza pero en un tono cortés—. Deje que le hable.

De pronto, con una voz muy masculina, Whiteley le contestó, mostrando los dientes como una fiera:

—Anna no le quitará el nudo. ¡Deje de acosarla!

—¿Acosarla, ha dicho?

Whiteley volvió a mirar a Gaia, y habló Anna:

—Lo único que tenías que hacer en el vestíbulo del Grand Hotel era sonreír y decir «hola». Pero, en lugar de eso, me humillaste. Me denigraste delante de todo el mundo. Me dejaste como una tonta. Me convertiste en Afi, ¿verdad? Aburrida, fea, inútil. Finges querer a todo el mundo, pero en realidad no eres más que una abusona codiciosa. ¿Verdad, Gaia? ¿Cómo te sientes ahora? Apuesto a que ahora te arrepientes de no haber sido más amable conmigo en el Grand, ¿a que sí?

—Dele la ocasión de hablar con usted, Anna.

El tipo se giró con furia y se quedó mirando a Grace.

—Anna no está hablando con usted —le dijo la voz de Eric Whiteley.

Entonces se volvió hacia Gaia y Anna volvió a hablar:

—¿Sabes, Gaia? No eres tan especial como tú te crees. Cualquiera podría ser tú, si la maquillan lo suficiente. ¡Todo el mundo creyó que yo lo era! ¡Podría haber hecho el resto de la película y no se habrían enterado! En realidad, no eres nada especial. Simplemente has tenido mucha suerte, pero eres una persona muy cruel y muy desagradecida.

Grace volvió a mirar el cable, e intentó enviarle una señal muy sutil a Gaia. Miró hacia la trampilla, al cartel de aviso, y luego desvió la mirada hacia la derecha. Ella se lo quedó mirando, por un momento desconcertada, y luego volvió a posar sus ojos en Whiteley.

—Sabes lo que dicen, ¿no? —le preguntó la voz de Anna—. Ten cuidado con cómo tratas a la gente cuando te vaya bien, porque nunca sabes a quién vas a necesitar cuando te vengas abajo. —Whiteley levantó una mano, soltando el pestillo y señalando la trampilla—. ¡¡Cuando te vengas abajo!! ¿Lo entiendes? —De pronto, la voz de Anna se quebró con una carcajada—. ¿Lo entiendes? —repitió—. ¿Qué pensarás en tus últimos segundos? ¡Morir con tu fan número uno! Pero no se lo diremos a nadie, ¿verdad? —Volvió a levantar la mano y formó el símbolo con la mano—. ¡Zorro furtivo!

—Anna —dijo Grace—, tengo una idea. Si le da a Gaia su teléfono, ella podría llamar a quien usted quisiera y decirle lo que usted desee. Podría disculparse en los periódicos, en la radio, en la televisión, en su cuenta de Twitter, en Facebook… Podría decirle a todo el mundo que usted es realmente su fan número uno, que lo único que había hecho hasta ahora era ponerla a prueba. Porque hay demasiados impostores que se presentan como su fan número uno, y tenía que asegurarse de que usted lo era. Eso es amor de verdad, Anna, y ahora ella se da cuenta. Puede grabarla con la cámara mientras se lo dice. ¡Cuélguelo en YouTube!

Por un momento vio en los ojos de Whiteley un cambio de expresión. Como si de pronto se hubiera apartado una nube y le diera el sol. Brillaron brevemente y sonrió, como un niño con un juguete nuevo.

Por un instante.

Grace volvió a cruzar la vista con la de Gaia, y movió los ojos hacia la derecha. Ella frunció el ceño. No le entendía.

Entonces el rostro de Whiteley se oscureció y volvió a mostrarse hostil.

—Está mintiendo, superintendente. Todo eso son patrañas. ¡Está mintiendo!

—Pregúntele a ella —dijo Grace—. ¡Venga!

—Deje de acosarme.

Se oyó otro crujido, y vio la alarma en los ojos de Whiteley.

Era el momento.

Grace levantó la voz, deliberadamente, con rabia.

—¡No estoy acosándote! No eres aburrido, feo e inútil. Eso es lo que te llamaban en el colegio, ¿no? ¡Afi!

Whiteley se quedó paralizado por un momento. Parecía asustado.

—Eso… Eso es lo que le llamaban a Eric —respondió, con la voz de Anna—. ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe eso?

—Me he enterado, ¿vale? Alguien me lo dijo. Dale el teléfono a Gaia. Deja que le diga al mundo que no eres nada de eso. Ella le dirá a su club de fans que tú eres su fan número uno, la auténtica número uno. ¡Serás una heroína! ¿No es mejor ser una fan número uno viva que muerta?

—Anna no lo ve así; se lo acabo de preguntar —dijo Whiteley, con un gruñido masculino.

—¡El teléfono! —le increpó Grace, señalándolo con un dedo—. ¡Dale el teléfono!

El gruñido de Whiteley se convirtió en un gemido:

—¡Me está acosando!

—¡Dale el puto teléfono! —le gritó Grace, con todas sus fuerzas.

Whiteley se quedó descolocado por un instante. Se giró, casi como un autómata, confuso, con el brazo suspendido en el aire por un momento, mientras Grace se lanzaba hacia delante.

El policía dio un paso y luego se impulsó con el pie derecho, para caer justo donde había calculado, en el centro de la trampilla, a unos centímetros de Gaia. Oyó un sonoro crujido, y sintió que la madera se rompía en astillas al instante bajo su peso, y que las piernas la atravesaban. Pero apenas lo notó; apenas oyó el grito de sorpresa de Whiteley; lo único en lo que pensaba era en colocar las manos en el suelo, a ambos lados de la trampilla, directamente debajo de Gaia, para poder soportar su peso sobre los hombros.

Por un instante notó unas manos agarradas a su pierna derecha, deslizándose por la pernera, y un peso muerto que tiraba de él hacia abajo, mientras los pies de Gaia le presionaban los hombros. Tanteó el suelo desesperadamente con los dedos, intentando encontrar algo a lo que agarrarse, ajeno a las astillas que se le clavaban en la piel y bajo las uñas, con la mente puesta solo en aquellas décimas de segundo que tenía para frenar su caída —y la de Gaia— por la trampilla. Sentía que los brazos se le desencajaban de las articulaciones de los hombros.

La presión de los pies de Gaia iba en aumento. Le empujaba hacia abajo. Estaba perdido. Las manos le dolían terriblemente y perdía el agarre. El lastre que llevaba en la pierna derecha le empujaba de un modo inexorable hacia el vacío, y solo podía intentar agarrarse arañando el suelo de madera. Oyó los gritos de Whiteley, que con su peso tiraba de él, cada vez más. Entonces sintió que las manos resbalaban y caían hasta la altura de su tobillo. Oyó el lamento desesperado de Whiteley, pidiendo ayuda una vez más. Y de pronto, como un pez cogido al anzuelo que rompe el hilo de un tirón y se libera, sintió que perdía el zapato derecho, y con él desaparecía aquel peso.

Agitó las piernas, pero no encontró más que aire. Bajo los pies no tenía más que doce metros de vacío, y era plenamente consciente de que solo se sostenía gracias a las manos, que seguían deslizándose agónicamente por la madera hacia el borde de la trampilla. Y el peso de Gaia sobre sus hombros le iba hundiendo cada vez más. Pataleó, intentando desesperadamente encontrar algún sitio donde apoyar los pies, por si se producía el milagro y había una escalera debajo. Gaia también agitaba los pies, desesperada, pisoteándole, en busca de apoyo sobre sus hombros. Le empujaba aún más, mientras él agitaba los pies, sintiendo que las manos iban resbalando más y más.

El dolor de los brazos y los hombros era insufrible. Hizo un intento desesperado de levantarse, pero cuanto más lo intentaba, más le empujaba Gaia con todo su peso. Los brazos le empezaban a ceder. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar.

«No puedo caerme. No puedo caerme. No puedo caerme». Las palabras resonaban en su cerebro como un mantra. «No puedo caerme. No puedo caerme. No puedo caerme».

De pronto pensó en Cleo. En su hijo. En todo lo que la vida tenía que ofrecerle aún. No iba a morir. No pensaba morir.

—Gaia —gritó—. ¡Vas a matarnos a los dos! Aparta los pies, ponlos en el suelo. Tienes suficiente cable. ¡Confía en mí!

Las manos le resbalaron aún más, y la agonía iba en aumento.

Cada vez más.

Ella presionó aún con más fuerza sobre sus hombros. Era evidente que estaba dominada por un terror histérico. No era capaz ni de oírle.

Se iba abajo. Ya no aguantaba más. Las puntas de los dedos dieron con el borde elevado del agujero de la trampilla.

Entonces, de pronto, sintió que el peso sobre sus hombros desaparecía. Del todo. Sin embargo, aun así, no podía levantar su propio peso; los dedos resbalaban. Resbalaban. No tenían ya ninguna fuerza, ni para agarrarse. Tenía que encontrar el modo de levantar su propio peso para salir de aquel agujero, pero no podía. No le quedaba energía en los brazos. Por un instante pensó que sería más fácil dejarse caer. Más sencillo. Dejarse llevar.

Pero entonces vio de nuevo el rostro de Cleo. El bultito. Su bebé. Su vida.

Aun así, los dedos seguían resbalando aún más. Todo su cuerpo colgaba de ellos como un peso muerto. Sintió que tocaba el borde con las yemas. Estaba perdiendo agarre. Agitaba las piernas en el vacío, una vez más, intentando encontrar algo que le salvara, milagrosamente.

Resbalaba.

«Oh, mierda. No, no, no». Aquello era una locura. No podía acabar así. Se debatió con todas las fuerzas que le quedaban. Pero iba resbalándose más aún.

De pronto, algo le agarró ambas muñecas como una tenaza de hierro.

Un instante más tarde estaba colgando de los brazos, y al momento tiraban de él e iban subiéndole, lentamente pero con firmeza. Sintió el aliento acre de un fumador empedernido, miró arriba, vio un bigote manchado de nicotina y oyó la voz del guardia de seguridad.

—No se preocupe, señor —dijo este, resoplando—. ¡Ya le tengo!

Un momento más tarde sintió un segundo par de manos que le agarraba por debajo de los brazos, hasta sacarlo de allí. Y muy cerca oyó los sollozos histéricos de una mujer.