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Grace gritó a los dos policías que montaban guardia en el exterior de la caravana.
—¡Aquí, rápido!
Entonces se lanzó sobre los tres cuerpos que había en el suelo, todos atados de la cabeza a los pies y amordazados con una mezcla de cuerda y cinta americana. Las tres mujeres movían los ojos, gracias a Dios. Una de ellas era asistente de Gaia. Pero ninguna de las otras dos era la propia Gaia.
—Soy agente de policía. ¿Están bien? —les preguntó a las tres, que respondieron asustadas, pero asintiendo. Tras retirarles con cuidado la cinta de la boca, vio que las otras dos eran la peluquera y la maquilladora.
Se giró hacia los dos agentes que tenía detrás:
—Pedid tres ambulancias, y luego liberadlas, pero con cuidado; esa cinta hace mucho daño —dijo.
Luego se fue hasta la parte de atrás, oculta tras una cortina, y comprobó que la ducha que había a un lado y el retrete del otro estaban vacíos. Abrió la puerta que daba a lo que parecía ser el dormitorio principal: olía al perfume de Gaia, pero estaba vacío. Había algo de ropa encima de la cama. Buscó por todas partes, abriendo armarios, y se puso de rodillas para mirar incluso bajo la cama, por si acaso, pero en vano.
Gaia no estaba en su caravana.
Llamó por radio a la sala de control de operaciones, y enseguida contactó con el inspector Kille. Le hizo un breve resumen.
—Así que no podemos saber con certeza a qué hora la secuestraron, ¿no? —preguntó Kille.
—Solo sabemos que ha tenido que ser entre las cuatro y hace dos minutos.
—Son más de tres horas. Podría estar en cualquier parte. No creo que sirva de nada poner controles en las carreteras; ahora mismo podrían estar muy lejos.
—Yo creo que el secuestrador está en el Pavilion, con ella —dijo Grace—. Estoy de acuerdo en que no tiene sentido cortar las carreteras. ¿Están disponibles el Hotel 900 o el Oscar Sierra 900? —Esos eran los nombres en clave de los dos helicópteros de la Unidad de Apoyo Aéreo de la Región Sureste.
—Sí.
—Pues manda uno a sobrevolar el Pavilion, por si está en algún lugar del tejado. Allí arriba hay muchos huecos. También podrán ver si intenta huir.
—Lo tendré allí dentro de diez minutos, como máximo.
«Por favor, que siga viva», rogó Grace, en silencio. La mente le daba vueltas a toda velocidad, intentando encontrar soluciones. Había trabajado en varios casos de secuestros, y tenía experiencia como negociador con secuestradores. Sabía que no tenían muchas probabilidades de éxito. En los casos de secuestros de niños, el cuarenta y cuatro por ciento de las víctimas moría durante la primera hora. El setenta y tres por ciento moría en las tres primeras horas. Solo un uno por ciento sobrevivía más de un día. Y el cuarenta por ciento moría antes incluso de que se denunciara su desaparición.
Aquellas cifras hacían referencia a niños, pero si la psicóloga, la doctora Lester, tenía razón, en el mundo de fantasía que se había creado Eric Whiteley, ahora que Gaia ya no era su amante, podía perfectamente considerarla como a una niña a la que hubiera que darle un escarmiento.
Cada segundo era de vital importancia.
—Necesitamos también una orden de búsqueda por carretera, Andy, por si acaso.
—¿Sabemos qué vehículo tiene Whiteley?
—Tiene un Nissan Micra, pero sigue en el garaje. Es posible que haya alquilado algo más grande; no le sería muy fácil ocultar a una persona en un Micra.
Posó la vista en un cartelito junto a la ventana trasera del dormitorio: SALIDA DE EMERGENCIA.
Tuvo que rodear la cama para llegar, y entonces vio la manilla levantada, desbloqueada, como si hubieran abierto la puerta recientemente, y no la hubieran cerrado bien desde fuera.
Puso fin a la conversación con Kille, abrió la puerta y miró hacia fuera y por la parte trasera del vehículo. Había otras dos caravanas más pequeñas aparcadas justo detrás, con lo que la salida quedaba fuera del alcance de la vista de cualquiera que no estuviera a pocos metros de allí. No había ventanas desde donde pudieran verle. Whiteley debía de habérsela llevado por allí, pero diez metros más allá quedarían a la vista, ¿o no?
Entonces, al mirar al suelo, observó un rectángulo oscuro irregular en el césped, como si hubieran trazado un rastro muy fino con un producto contra las malas hierbas.
Se agachó y el rectángulo osciló un poco bajo sus pies, muy levemente. Volvió a subir a la caravana, comprobó que los dos policías estuvieran progresando en la tarea de liberar a las víctimas y luego buscó por los cajones de la cocina hasta encontrar un cuchillo grande y una espátula de metal.
Volvió tras la caravana, se puso a cuatro patas y, usando los dos utensilios como palanca, abrió una tapa de metal, antigua y pesada, cubierta con una capa de tierra y hierba, y la apartó. Vio unos escarpados escalones que descendían hacia la oscuridad. Más de una vez había oído rumores de pasadizos secretos bajo el Pavilion, y se preguntó si sería uno de ellos.
Volvió a la caravana y les preguntó a los agentes si alguno de ellos llevaba una linterna. Uno de ellos sacó una pequeña, de aspecto sólido, y se la pasó. La encendió, volvió a salir y emprendió el descenso de los escalones, respirando aquel aire viciado. Al cabo de unos seis metros se encontró en un túnel donde apenas cabía erguido. Tenía las paredes encaladas, así como el suelo de ladrillo, y se extendía en dirección al edificio principal del Pavilion. Unas cañerías cubiertas de manchas, tubos de cobre y cables de corriente sin protección, colgaban a ambos lados de las paredes, por la parte más alta, recorrían toda su longitud, y cada pocos metros vio varias lámparas montadas en la pared, pero apagadas.
Se puso a caminar por el túnel, todo lo rápido que pudo, con cuidado de no tropezar con las irregularidades del suelo, envuelto en las sombras que creaba el haz de luz, con los nervios a flor de piel. Dejó atrás una vieja puerta de madera tumbada contra la pared, y luego un gran panel de vidrio y, algo más allá, una silla de mimbre desvencijada. Dos puntitos rojos en la oscuridad le hicieron parar en seco, pero luego desaparecieron. Una rata. Pasó junto a un cono de tráfico naranja y blanco, que desde luego estaba fuera de lugar en aquel túnel, y llegó a una vieja puerta blanca llena de mugre con una manija cromada reluciente. Dudó por un momento y echó un vistazo a su teléfono. No había cobertura. Lo que significaba que no tenía ninguna posibilidad de pedir refuerzos en caso necesario. Si Whiteley iba a por él, tendría que plantarle cara él solito.
Agarró la manija y apagó la linterna para no convertirse en un blanco fácil, por si acaso. Entonces abrió la puerta de golpe y encendió la linterna otra vez.
El haz de luz iluminó una manguera antiincendios colgada de la pared de ladrillo. Siguió adelante y enfocó la luz hacia otro pasillo, mucho más ancho y alto, que giraba a la derecha, al fondo del cual se distinguían unas luces tenues. Todos los cables y las tuberías de aquel tramo estaban recogidos con bridas, y fijados al techo. La superficie del suelo de ladrillo era irregular y estaba despintado y reparado a trozos con feos parches de cemento. Pasó junto a una fila de bidones de plástico de productos químicos y luego, a su izquierda, vio una puerta verde en muy mal estado, con las bisagras desencajadas y un cartel amarillo y negro que decía: PELIGRO. ALTO VOLTAJE. Una telaraña rota en la esquina superior izquierda de la puerta revelaba que la habían abierto recientemente. Las bisagras chirriaron, y la parte inferior de la puerta rascó contra los ladrillos. Enfocó la luz hacia el interior, y vio una pared cubierta de fusibles y material eléctrico, y tuberías cubiertas de amianto, pero, por lo demás, allí no había nada.
Siguió caminando y vio que llegaba a un lugar muy iluminado. Entonces oyó voces, y se quedó paralizado.
Sonaban como si las tuviera justo delante. Entonces oyó pasos. Alguien bajaba las escaleras y se acercaba. Ahora sí que tenía los nervios de punta. Respiró hondo varias veces, aferrando la linterna con fuerza —era la única arma que tenía— y echó el cuerpo hacia delante, manteniéndose lo más pegado a la pared que pudo. Vio una sombra que se hacía cada vez más grande. De pronto apareció el guardia de seguridad con pinta de exsargento mayor. El viejo militar dio un respingo cuando lo vio, gritó algo y dejó caer la linterna, que hizo un ruido de plástico roto al caer contra el suelo y se apagó.
—¡Dios Santo! ¡Me ha dado un susto de muerte, señor!
—Pues ya somos dos —dijo Grace—. ¿Qué ha pasado? ¿Alguien ha encontrado algo aquí?
El guardia se arrodilló, encorvándose con cierta dificultad, y recogió la linterna.
—Hasta ahora nada, señor. Pero es un lugar increíblemente grande. Hay que conocerlo bien para poder registrarlo en condiciones. Hay tantos pasillos… Fue diseñado en dos capas, de modo que el servicio pudiera moverse por todo el palacio sin pasar por ninguna de las habitaciones principales a menos que fuera necesario. Yo llevo aquí siete años y no dejo de encontrar rincones nuevos. Para alguien que lo conozca bien, debería ser fácil moverse de un lado a otro sin que lo vean.
—¿Qué hay ahí arriba? —Grace señaló las escaleras por las que acababa de bajar.
—Lleva al vestíbulo principal, junto a la entrada y a los baños.
—Estoy seguro de que el secuestrador de Gaia debe de habérsela llevado por aquí, en algún momento durante las últimas dos horas. ¿Adónde puede haber ido desde aquí?
—Bueno, por este pasadizo no podría ir muy lejos. Si enfoca la luz hacia allí, lo verá. —Señaló la prolongación del túnel y le mostró el punto en que estaba tapiado, algo más allá—. Tiene que habérsela llevado por donde vino, o por estas escaleras.
De pronto, a Grace le vino a la mente el olor a chocolate fresco. El envoltorio de aquella chocolatina con un rastro de pintalabios.
¿El pintalabios de Anna Galicia?
—Sígame, ¿quiere? —dijo Grace, y subió corriendo las escaleras, pasando por la portezuela entreabierta y por la puerta semioculta en el otro extremo, donde le había llevado el conservador el día anterior. La abrió y subió por la escalera de caracol.
Tras él, a cierta distancia, oyó la voz del guardia de seguridad, que era mayor que él y respiraba con cierta dificultad:
—No toque la barandilla, señor. ¡Está muy vieja y es peligrosa!
Llegó arriba y entró en el viejo apartamento abandonado bajo la cúpula, con su desagradable olor a humedad y aquellas sábanas que cubrían los muebles, de formas angulosas e irregulares. Pero no notó siquiera el olor. Ni las sábanas. Ni el envoltorio de la chocolatina que aún seguía en el suelo.
Tenía la mirada fija en el terrible e impresionante cuadro que tenía delante. Podrían haber sido dos actores ensayando una escena para una obra. Solo que ninguno de aquellos dos personajes estaba actuando. Ambos estaban de pie sobre una trampilla podrida y peligrosamente inestable, y uno de ellos tenía una soga alrededor del cuello.