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Grace siempre se preguntaba por qué cada vez que Branson se ponía al volante de un coche conducía como si acabara de robarlo haciéndole el puente, aunque lo cierto es que esta vez tenía motivos. Branson se abría paso entre los atascos de la hora punta, con las luces y la sirena encendidas, y Grace se pasó la mayor parte del trayecto temiendo por su vida, y por la vida de cualquiera que se les cruzara en el camino. Para distraerse, llamó y puso al día primero al comisario jefe, a través de su asistente personal, y luego al subdirector Rigg.

A las 18.30, siete minutos después de salir de la Sussex House, entraron en el recinto del Pavilion y aparcaron detrás de un Range Rover negro. Grace sintió cierto alivio al ver que la presencia policial había aumentado considerablemente desde el día anterior.

Al acercarse a la puerta, dos guardias de seguridad de uniforme, ambos con auriculares, les bloquearon el paso.

—Lo siento, caballeros —dijo uno de ellos—. No se permite el acceso; están a punto de empezar a rodar.

Grace sacó su placa y se la mostró.

El mismo guardia meneó la cabeza.

—Señor, no lo entiende: están a punto de grabar una toma. Tiene que haber silencio absoluto. No puedo dejarle pasar hasta que acaben esta escena.

—No haremos ruido —dijo Grace—. Es una emergencia.

—Me temo que ya han perdido casi una hora esta noche. Parece que la señora tiene un día algo difícil; no sé si me entiende —dijo el otro guardia. Tenía un bigote manchado de nicotina, una complexión robusta, la postura tensa y el gesto serio e inquisitivo de un exsargento mayor del Ejército.

«Aún tiene suerte si está viva, no sé si me entiendes tú a mí», estuvo a punto de responder Grace.

—Lo siento, necesitamos entrar en el edificio —dijo, simplemente.

—¿Teléfonos apagados?

—No, no vamos a apagar los teléfonos ni las radios.

—Entonces me temo que no pueden entrar hasta que acabe esta escena, caballeros.

—¿Y eso cuánto tardará?

—Depende de las tomas que necesite la señora para decir bien su texto —respondió el guardia, y ambos policías notaron el sarcasmo en su voz.

Grace decidió no presionar más, se giró y se apartó unos pasos, seguido por el sargento.

—¡Malditas normas! —exclamó Branson—. Me encantaría ver cómo graban.

—A mí me gustaría ver el resultado final, para asegurarme de que hemos conseguido mantener a Gaia viva —respondió Grace, con tono grave.

Había unas doscientas personas distribuidas tras el muro, observando. Vio que Branson examinaba cada uno de los rostros. ¿Estaría Eric Whiteley entre ellos? Un hombre dispuesto a pagar más de veintisiete mil libras por un traje usado un día por su ídolo. Un solitario, sin nada en la vida más que su pasión inquebrantable por una estrella, una pasión que nunca sería correspondida. Un solitario airado por un gesto de su ídolo, probablemente humillante, a su juicio, en la entrada del Grand Hotel.

¿Tan desesperado estaba por todo lo que hubiera pertenecido a su ídolo como para llegar a matar y descuartizar a su competidor en una subasta? ¿Por un traje?

¿Qué era lo siguiente, después de destrozar toda su colección de recuerdos de Gaia?

¿Destruir al icono en persona?

Eso, por supuesto, le convertiría, de la noche al día, en alguien casi tan famoso como ella.