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—Gaia ha salido de su caravana; viene hacia aquí —les anunció por fin Barnaby Katz a Larry Brooker y Jack Jordan. Entonces se quedó escuchando un momento en el auricular la voz del tercer auxiliar de dirección, que la acompañaba, para luego dirigirse de nuevo al productor y al director—: Joe viene con ella, y dos agentes de policía la escoltan hasta la puerta.
—Diles que pongan la sirena y que espabilen —dijo Brooker, impaciente.
El Range Rover negro, seguido por un coche patrulla, recorrió los trescientos metros de camino por los jardines del Pavilion. Los agentes de policía salieron enseguida del coche y se quedaron a un par de metros mientras uno de los guardaespaldas abría la puerta trasera del coche y la estrella emergía lentamente, ladeando la cabeza con cuidado para no dar contra el marco de la puerta con aquella masa de pelo, ni tropezar con alguna de las múltiples capas que tenía su vestido de cuello alto.
En el momento en que Gaia puso el pie en el suelo, la multitud concentrada más allá del muro de New Road estalló en vítores desordenados, y una batería de flashes brillaron en la tarde gris. Avanzó despacio, como vacilante, siguiendo al asistente de dirección hasta el edificio, y luego giró a la derecha por el pasillo que llevaba al salón de banquetes.
Y se sumergió en un mar de rostros.
En la sala se hizo evidente la sensación de alivio. Varios de los actores reunidos en torno a la mesa de banquetes se giraron hacia ella. Una maquilladora iba pasando de una silla a otra, secando los brillos de narices y frentes, y una de las peluqueras estaba haciendo un pequeño arreglo a la peluca de Hugh Bonneville. De pronto todo el elenco de actores estalló en un aplauso espontáneo.
«Oh, mierda —pensó Brooker—. Oh, mierda, esto no le va a gustar nada».
No era el aplauso de un cálido recibimiento, ni el aplauso por una gran actuación. Era un aplauso irónico de los otros treinta actores, que no estaban nada contentos de que les hubiera hecho esperar.
Entonces, para asombro de todos, Gaia sonrió y se deshizo en reverencias. Primero a los actores sentados a la mesa. Luego al director de fotografía y a sus técnicos. Luego al equipo de sonido. A la supervisora de continuidad. Al director y al productor, y a cada técnico de luz y electricidad. Hacía reverencias, como si su carrera dependiera de ello.
Saludaba, sonriente y orgullosa, como si no entendiera en absoluto la situación, como si disfrutara siendo el centro de atención, el objeto de una adulación inexistente.
Brooker frunció el ceño. Aquel comportamiento era absolutamente insólito en ella. Aquella mujer estaba muy rara.