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—¿Dónde… cojones… está? —Larry Brooker miraba a Barnaby Katz, el director de producción, con la voz tensa del enfado.
Estaban de pie, en la puerta del salón de banquetes del Pavilion. Treinta actores, incluidos el resto de los principales —Judd Halpern, Hugh Bonneville, Joseph Fiennes y Emily Watson— estaban sentados alrededor de la mesa, esperando y cada vez más impacientes, acalorados y sudorosos, con aquellos trajes y pelucas. Todas las luces de rodaje estaban encendidas, envolviendo a los comensales con un brillo surrealista… y tostándolos al mismo tiempo.
Habían recompuesto la mesa temporalmente. Encima había un pequeño agujero, en la cúpula, en el lugar donde veinticuatro horas antes colgaba la lámpara.
Katz levantó los brazos en señal de impotencia. Daba la impresión de que en los últimos días había perdido pelo, debido al constante estrés.
—He llamado a la puerta de su caravana hace veinte minutos y alguien me ha gritado que saldría dentro de un momento. —Se ajustó los auriculares y preguntó por el micrófono—: Joe, ¿aún no hay señales de vida de Gaia?
Brooker miró el reloj.
—De eso no hace veinte minutos, Barnaby. Hace «treinta» minutos. ¡Estas divas! Dios, cómo las odio. ¡Malditas actrices! ¡Treinta minutos, joder! —Se giró hacia el director, Jack Jordan—. Tú sabes lo que nos cuestan treinta minutos, ¿verdad, Jack?
Jordan se encogió de hombros, sin inmutarse; ya estaba acostumbrado a sufrir los embates de los egos descontrolados a ambos lados de la cámara. Con aquella melena de cabello blanco bajo su gorra de béisbol, el veterano director parecía más que nunca un hechicero de otro tiempo y, como era habitual en él, mantenía la calma. Tenía que hacerlo. Aquella era la escena más importante de la película y, al figurar en ella todas las estrellas del reparto, también era la más cara. La toma decisiva.
Brooker golpeó un puño contra el otro.
—Esto es escandaloso. ¿Es que alguien le ha tocado las narices hoy, o qué? —Miró a Jordan—. ¿Has vuelto a discutir con ella por el guion?
—Querido, yo no la he visto desde ayer. La última vez que hablamos estaba mansa como un cachorrillo. Dale unos minutos más. Tienen que ponerle mucho maquillaje, y esa peluca es incomodísima; le hace cosquillas en la cara, pobrecilla.
«Pobrecilla», pensó Brooker, con sarcasmo. Gaia iba a cobrar quince millones de dólares por solo siete semanas de trabajo. Por esa pasta, él aguantaría perfectamente que le hicieran cosquillas en la cara durante siete semanas.
—Esa peluca del demonio —respondió Brooker—. Apenas se le ve la cara. Parece una oveja encorsetada. Estoy pagando una fortuna por tener a Gaia en la película, y con toda esa ropa y esos pelos podríamos haber puesto a cualquiera en su lugar. —Volvió a mirar el reloj—. Cinco minutos. Si no está en el set dentro de cinco minutos, voy a…, voy a…
Se quedó dudando: no quería quedar como un tonto, pero tampoco enemistarse con la estrella. Al trabajar en una producción independiente tan pequeña con una actriz tan importante como Gaia, había que ir con mucho cuidado. Si la ponía de mal humor, podía empezar a ralentizarlo todo aún más, y eso le costaría días de retraso —si no ya semanas—, con las dramáticas consecuencias que tendría para el presupuesto. Durante la semana anterior, ya había habido un par de ocasiones en que Gaia, de pronto malhumorada, le había dejado claro a Brooker, sin decirlo, que sabía perfectamente que la producción de aquella película no habría sido posible sin un requisito imprescindible. Y es que toda aquella gente estaba allí por un motivo en particular: que ella, Gaia, hubiera dicho sí.