111

La casa de Eric Whiteley, en el 117 de Tate Avenue, estaba en lo alto de una colina, en un barrio lleno de casas y bungalós de la posguerra, todos bastante pegados unos a otros. Era una zona tranquila: el paseo sobre el acantilado y el mar quedaba unos trescientos metros al sur, y apenas dos calles al norte se abrían las amplias praderas de los South Downs, con sus granjas.

A Guy Batchelor le pareció que el número 117 tenía un aspecto algo triste. Era una casa de ladrillo y madera de los años cincuenta, de dos plantas, algo modesta, con un garaje integrado y un jardín cuidado pero sin ningún atractivo. Sobre las puertas de entrada al garaje había un cartel en letras rojas sobre blanco que decía: NI SE TE OCURRA APARCAR AQUÍ.

Esperó en la acera, con los agentes Nicholl y Reeves, mientras los seis agentes del equipo de apoyo superaban la verja y se repartían por la finca, dos de ellos rodeando la casa y apostándose tras los cubos de basura. Los seis llevaban mono azul, chaleco antibalas y cascos de tipo militar con la visera bajada. Uno llevaba un ariete cilíndrico. Otros dos portaban el gato hidráulico, con su generador, que se usaba para abrir las jambas de los marcos cuando se encontraban con puertas de seguridad, algo cada vez más común entre los traficantes de drogas, que buscaban así dificultar la entrada de la policía para ganar tiempo en caso de redadas. Un cuarto agente, el sargento al cargo de la unidad, llevaba la orden de registro en la mano.

—¡Policía! ¡Abra la puerta! ¡Policía! —gritó el primer agente, golpeando la puerta, llamando al timbre y golpeando la puerta más fuerte que antes.

Esperó unos momentos y se giró, esperando la orden de su sargento, que asintió. Inmediatamente cargó con el ariete. La puerta reventó al segundo golpe, y los tres agentes entraron, gritando: «¡Policía! ¡Policía!», mientras el sargento esperaba en segunda línea, por si el individuo que buscaban intentaba escaparse saliendo por la puerta del garaje.

Batchelor, Reeves y Nicholl se quedaron en la calle hasta que les comunicaron que estaba despejado, después de revisar todas las habitaciones y comprobar que no corrían peligro.

Al entrar se quedaron de piedra.

Después de ver el exterior de la casa, nunca habrían podido imaginar que en el interior se encontrarían con algo así.

El suelo del salón era de un mármol que más cabría esperarse en un palacio italiano que en una casa adosada de Brighton y Hove. Las paredes estaban cubiertas de espejo del suelo al techo, decoradas con piezas de arte azteca y pósteres de Gaia. Batchelor se quedó mirando una fotografía de la estrella vestida con un negligée negro, una de sus imágenes más famosas, firmada. Pero estaba rasgada por varios sitios, probablemente con un cuchillo, de modo que había trozos colgando. Sobre la imagen alguien había escrito ZORRA en letras rojas.

Se quedó mirando a Reeves, intranquilo. Señaló a la izquierda. Sobre un sillón de cuero blanco había otro póster enorme enmarcado, en el que Gaia llevaba una camiseta sin mangas y unos vaqueros de cuero, que decía GAIA. GIRA REVELACIONES. Por encima, con la misma pintura roja, habían escrito: QUIÉREME O MUERE, ZORRA.

Sobre la chimenea, evidentemente en un lugar de honor, había una gran lámina con los labios, la nariz y los ojos de la estrella en monocromo verde, con el título: GAIA, MUY PERSONAL. También estaba autografiada. Y también estaba desgarrada en parte, y pintada en rojo con la palabra PUTA.

Uno de los agentes de la Unidad de Rastreo, vestido de negro y provisto de guantes, iba abriendo cajones de una cómoda en el otro extremo de la sala. Batchelor se quedó mirando cada uno de los pósteres, los desgarros violentos, la pintura roja. Cada vez se sentía más inquieto. Echó un vistazo por la ventana: era una tarde gris y ventosa, y vio la ropa de una casa vecina agitándose al viento, frente a un garaje de bloques de hormigón. Aquello le daba mala espina. Se había encontrado en muchas situaciones complicadas, pero ahora estaba experimentando algo nuevo. Era como si casi pudiera sentir la maldad, algo macabro.

Una sombra se movió, haciéndole dar un respingo. Era un pequeño gato birmano, con el lomo arqueado, que lo miraba con desconfianza.

—¡Mirad aquí arriba! —dijo otro agente, llamándolos desde lo alto de las escaleras.

Batchelor, seguido por Reeves y Nicholl, se lanzó escaleras arriba, en dirección a la habitación que indicaba, que era algo a medio camino entre un museo y un santuario. Allí, hacía poco, alguien había sufrido una explosión de rabia.

Había maniquíes tirados por el suelo, vestidos con ropa cubierta en plástico y manchados de pintura roja. En la pared había más pósteres rasgados y pintados. Por el suelo había discos compactos, entradas a conciertos de Gaia, botellas del agua mineral de Gaia, una copa de Martini rota y una caña de pesca con mosca partida en dos, y todo ello estaba manchado con pintura roja, como si fuera sangre.

Algunos artículos aún estaban en las vitrinas, pero muchos de ellos quedaban ocultos por las palabras de rabia escritas sobre el cristal. ZORRA. PUTA. QUIÉREME. YO TE ENSEÑARÉ. QUE TE JODAN.

La agente Reeves paseaba la vista por la habitación, con los ojos como platos.

—¡Es una colección increíble!

—¿Eres fan de Gaia? —le preguntó Nicholl.

Ella asintió enérgicamente.

—¡Señor!

Todos se giraron. Era uno de los agentes de la Unidad de Rastreo, Brett Wallace, y estaba pálido. Batchelor sabía que estos agentes veían de todo, no era fácil impresionarlos. Pero desde luego aquel hombre estaba afectado.

—Esta casa acaba de convertirse en escenario de un crimen. Vamos a tener que precintarla y evitar alterar su contenido.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Batchelor.

—Se lo enseñaré.

Bajaron las escaleras y le siguieron hasta la cocina, una estancia impecable, con muebles y electrodomésticos algo antiguos. Había otros dos agentes de la Unidad de Rastreo, y ambos parecían incómodos, algo raro en ellos. Wallace señaló hacia una puerta abierta. Batchelor, seguido de los otros dos agentes, la atravesó. Aquello era una pequeña despensa, ocupada en su mayor parte por un arcón congelador abierto. En el suelo había unos cuantos paquetes de comida precocinada y de salchichas congeladas, así como tres bloques de hielo para neveras portátiles.

—Mire dentro —dijo Wallace, indicándole con un gesto que entrara.

No muy convencido, Batchelor dio un par de pasos adelante y miró hacia abajo. Al momento dio un paso atrás, sobresaltado.

—¡Joder!