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Aquella no era la idea que tenía Norman Potting de un café. No era más que otro ejemplo de cómo estaba cambiando el mundo, de un modo que ni le gustaba ni entendía. Bonitos sofás de cuero y ordenadores. ¿Es que la gente no podía tomarse un café sin estar conectado, por Dios? A él le gustaban los bares tradicionales de barrio, con sus mesas de formica, sus sillas de plástico, el olor a comida frita, el menú en una pizarra en la pared y una buena taza de té bien cargado.
¿Por qué ya no había nadie que tomara el café normal, como siempre?, se preguntó al mirar la carta, escrita con una tipografía apenas inteligible. ¿Por qué todo el mundo tenía que aderezar la carta con un lenguaje incomprensible y retorcido?
Aunque tenía que reconocer que la oferta de cupcakes despertaba el apetito.
—¿Puedo ayudarle? —dijo una mujer de complexión robusta e imagen gótica, apostada tras la barra.
Llevaba vaqueros, tenía los brazos cubiertos de tatuajes y tantas anillas en la nariz que Potting se preguntó cómo respiraría o cómo se sonaría. Observó que también llevaba un piercing en la lengua. Y dos en la frente, que le provocaron una mueca involuntaria. Aparte de ellos dos, a aquella hora —pasaban un par de minutos de las diez— el lugar estaba desierto.
Potting le enseñó la placa.
—Ah, sí, Zoe me dijo que vendrían.
Le enseñó una copia del recibo encontrado en la habitación de Drayton Wheeler.
—Querríamos determinar a qué hora estuvo esta persona aquí el lunes. —Luego le enseñó una ampliación de la fotografía del pasaporte de Wheeler—. ¿Recuerda a este hombre?
Ella se la quedó mirando un momento.
—Sí, por supuesto. Era muy maleducado. Estadounidense, un tipo muy desagradable.
—¿Recuerda a qué hora vino? ¿Fue el lunes por la tarde?
Ella estudió la foto de nuevo.
—No, creo que fue a la hora del almuerzo. Recuerdo que estábamos muy ocupados, y se enfadó porque tenía problemas para conectarse: falló un servidor. Empezó a insultar a voz en grito a una de mis empleadas. Mi marido le devolvió el dinero y le dijo que se fuera.
—¿Está segura?
—Al cien por cien.
—¿Tienen cámaras de circuito cerrado?
Ella señaló la cámara del techo.
—Sí, las instalamos después de que nos birlaran dos ordenadores.
—Ya, en esta ciudad hay gente encantadora.
—Dígamelo a mí.
—¿Podría enseñarme las grabaciones del lunes, entre las 20.30 y las 21.00?
—Se lo diré a mi marido. Él es quien sabe cómo funciona. —Se giró y gritó en dirección al arco—: ¡Craig! ¡Te necesito!
Un momento después apareció un hombre bajo y delgado, con la cabeza afeitada, con más tatuajes aún y piercings que su esposa. Cualquiera que se lo hubiera encontrado de noche en un callejón oscuro se habría cagado del miedo, pensó Potting. Pero a la luz del día parecía sorprendentemente dócil y hablaba con una voz amable y bastante aguda.
Potting le explicó lo que necesitaba, y cinco minutos más tarde estaba sentado, con una grande y moderna taza de té en la mano, en la pequeña oficina, observando un monitor. La hora aparecía en un reloj digital en la esquina superior derecha de la pantalla. La calidad de la imagen no era estupenda, pero para lo que él necesitaba era suficientemente clara. Veía que cinco de los diez terminales estaban ocupados.
Tres de aquellas personas eran chicos con aspecto de estudiantes. La cuarta era una joven atractiva de veintipocos años. La quinta era una mujer de mediana edad con una gorra de béisbol de cuero, un polo y una chaqueta de aviador con el cuello subido.
A las 20.35 cuatro de los cinco se habían ido, y solo quedaba la mujer de la gorra de cuero. Poco después de las 20.46 se levantó y se dirigió al mostrador, que quedaba fuera del plano. Entonces, un par de minutos más tarde, volvió a aparecer y salió del local.
—¡Ella! —dijo Potting—. ¿La recuerda?
—Sí, claro —respondió Craig—. Aquí viene mucha gente rara. Y ella lo era.
—¿En qué sentido?
—Bueno, más que nada sus modales, y tenía una voz muy profunda, ya sabe, como de fumadora. Antes de empezar nos preguntó cuánto cobrábamos, y yo le dije que dos libras por media hora, o tres libras por hora. Ella dijo que tenía que sacar dinero y preguntó si había algún cajero por aquí cerca. Recuerdo que le dije que el más cercano era un HSBC, en Queen’s Road.
—¿Y fue?
Él se encogió de hombros.
—Salió y volvió a los diez minutos. Recuerdo que pagó con un billete de diez libras nuevecito. Supuse que lo acababa de sacar del cajero.
—Necesito llevarme el disco —dijo Potting—. Se lo devolveremos. ¿Tiene alguna objeción?
El hombre vaciló.
—Puedo pedir una orden, si prefiere.
Craig meneó la cabeza.
—No, está bien.
Potting cogió el disco y recorrió Trafalgar Street, pasando por el arco bajo la estación de tren; luego giró a la izquierda y tomó Queen’s Road. En la esquina contraria, en diagonal, vio el banco HSBC y sus dos cajeros automáticos.