102

Grace se despertó a las dos de la madrugada frente al televisor, donde Jack Nicholson, ataviado con un casco, contemplaba el brazo de bombeo de un pozo de petróleo. Bostezó y apretó el botón de apagado. Humphrey estaba dormido como un tronco a su lado, con el elefante de juguete medio destrozado tirado por el suelo.

Subió al dormitorio arrastrando los pies, se cepilló los dientes y se dejó caer en la cama. Pero las tres horas siguientes apenas pegó ojo, barajando una serie de imágenes en la cabeza, como si se tratara de un vídeo. Gaia estaba en todas ellas. Y también el comisario jefe Martinson, que le abroncaba sin parar por pasar por alto una pista vital.

A las cinco de la mañana, ya despierto del todo, salió de la cama, con cuidado de no despertar a Cleo, se metió en el baño y cerró la puerta. Se duchó, se afeitó y se cepilló los dientes. Luego se vistió y bajó las escaleras. Humphrey aún estaba hecho un ovillo en el sofá, dormido. Recogió su maletín y salió al patio. Ya casi era de día y caía una fina lluvia.

Quince minutos más tarde, haciendo uso de su tarjeta de seguridad, atravesó la puerta principal de la Sussex House, subió las escaleras, atravesó las desiertas oficinas de la División de Delitos Graves y entró en su despacho. Dejó el maletín en el suelo, se dirigió a la pequeña cocina auxiliar y se hizo un café bien cargado, que se llevó a su mesa.

Entonces se conectó a Internet y buscó en Google «Gaia y subastas».

Encontró miles de resultados, pero, concretando los criterios de búsqueda, no tardó mucho en dar con lo que buscaba. La subasta por el traje amarillo de cuadros se había celebrado el mes de noviembre, y había durado dos semanas. Se había acabado vendiendo por veintisiete mil libras.

Aunque no sabía mucho de aquellas cosas, le pareció que era mucho dinero, por muy importante que fuera el artículo subastado, y aunque hubiera pertenecido realmente a Gaia. Para pagar aquella cantidad había que ser muy rico, o muy fanático.

O ambas cosas.