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La sesión no acabó hasta casi la una de la madrugada. Por lo que veía Anna Galicia, situada entre el grupo cada vez menor de observadores apostado en New Road, la causa de los constantes retrasos en la grabación de exteriores eran en parte las idas y venidas de los coches patrulla, los de la Científica y los de los bomberos.
En la escena que estaban grabando, Gaia —o más bien Maria Fitzherbert—, hecha un mar de lágrimas, salía de la entrada principal del Pavilion después de que su real amante la dejara.
Aunque el público estaba demasiado lejos como para oír lo que se decía, salvo por el «¡corten!» final, estaba claro que Gaia les había hecho esperar a todos, y que esa noche estaba muy irritable. «¡Menuda sorpresa! Maldita zorra…».
Anna la observó mientras regresaba a su caravana.
Por fin, a la 1.20, salió alguien de allí, una mujer de complexión atlética con vaqueros y un blusón, y Anna tardó un momento en darse cuenta de que era Gaia con el cabello cortado. Le acompañaba una asistente, y al instante la rodearon sus guardias de seguridad. El niño se había ido mucho antes, acompañado por otra asistente y dos guardias de seguridad. Presumiblemente al hotel, a dormir.
Corrían rumores entre el público de que el niño había estado a punto de morir aplastado por una lámpara que se había caído. «Qué lástima», pensó ella. Le habría gustado ver a Gaia sufriendo. Aunque eso habría alterado sus planes.
El convoy de cinco Range Rovers negros salió del recinto, y a continuación se desplegó una gran actividad. Apagaron focos, trasladaron parte del equipo y lo guardaron en los camiones aparcados en el recinto. Se levantó el precinto policial y a los diez minutos aparecieron varias furgonetas blancas de la policía de Sussex, a las que fueron subiendo los agentes. Anna, que observaba atentamente, echó a caminar, en busca de su oportunidad.
Llegó antes de lo que esperaba. Al llegar a la entrada del aparcamiento, en la parte trasera de la sala de conciertos del Dome, vio que los tres policías que habían montado guardia junto al precinto se alejaban. Había dos personas cerrando el camión del cátering y cuatro hombres cargando la plataforma de una cámara.
Nadie se dio cuenta de que se colaba entre los camiones, y luego entre las caravanas. Hizo una pausa entre la caravana de Judd Halpern y la de Gaia, envuelta en la oscuridad, y miró alrededor. En ninguna de las dos se veían luces. Vio a un guardia de seguridad cerca de allí, fumando un cigarrillo y hablando por teléfono o por radio, mirando hacia otro lado.
¡Ahora!
Subió los escalones hasta la puerta de la caravana de Gaia, agarrando con fuerza la llave que había recogido en A. D. Motorhomes, en Saint Albans, horas antes, y la metió en la cerradura.
Y la giró.