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Varios de los focos de la producción iluminaban el lugar que ahora ocupaba la lámpara caída. Bajo aquella luz, dos sanitarios del servicio de emergencias, Phil Davidson y Vicky Donoghue, vestidos con uniforme verde, iban abriéndose paso por entre los restos de cristal y los metales retorcidos, intentando localizar la cabeza de la víctima, con cuidado de no aplicar un peso adicional sobre los restos para no aplastar aún más a aquel hombre. Había sangre por todas partes, extendiéndose hacia el exterior, y olía fatal, como a desagüe atascado. Ambos sabían qué significaba eso: que el estómago y los intestinos del hombre habían reventado.

Por algunos orificios entreveían la ropa del hombre. Vicky Donoghue no dejaba de repetir:

—Señor, ¿puede oírnos? Vamos a ayudarle. ¿Nos oye, señor?

No hubo respuesta. En el exterior, se oía una cacofonía de sirenas. Con un poco de suerte, habrían llegado los bomberos con alguna grúa. Entonces vio carne. Una muñeca.

Con sumo cuidado, metió la mano, enfundada en un guante, entre las cuentas de cristal roto en forma de palmera y le cogió la muñeca con suavidad. Estaba inerte.

—¿Me oye, señor? Intente mover la mano si no puede hablar —le pidió. Entonces le rodeó la muñeca con los dedos, buscándole la arteria radial.

—¡He encontrado pulso! —le anunció en voz baja a su colega, al cabo de unos momentos—. Pero es muy débil.

—Tenemos que sacarle todo esto de encima. ¿Cómo de débil?

Ella contó unos segundos.

—Veinticinco. —Volvió a contar—. Veinticuatro.

Él articuló la pregunta con la boca, sin decir las palabras en voz alta. No hacía falta. Llevaban trabajando juntos mucho tiempo y sabían interpretarse las señales mutuamente: «¿No se vayan todavía?».

La frase completa era «No se vayan todavía, aún hay que joderse un poco más», juego de palabras con el que se referían a las víctimas sin ninguna esperanza de recuperación, pero que aún no habían muerto: una broma macabra del personal de asistencia de emergencia, que los ayudaba a enfrentarse a situaciones terribles como aquella.

Ella asintió.

Jason Tingley, con su peinado infantil con flequillo, su camisa blanca con botones negros y su corbata negra fina, que lo convertían en un típico mod del siglo XXI, estaba en su despacho del Departamento de Investigación Criminal, en la cuarta planta de la comisaría de John Street, en Brighton, a punto de acabar su turno de doce horas como inspector de guardia. En aquel momento lo que más le preocupaba era el desarrollo del desagradable incidente del correo electrónico con la amenaza de muerte a Gaia.

Bostezó; había sido un día muy atareado, empezando por la denuncia de una mujer, nada más empezar su turno, que afirmaba haber sido violada por su novio después de discutir, al salir de una fiesta a las 6.45 de la mañana. ¿Quién demonios salía de fiesta hasta las 6.45 de la mañana un lunes por la noche, o, más bien, un martes por la mañana? Luego, a mediodía, la Policía de Tráfico había detenido un coche en la ciudad con el maletero lleno de bolsas de cannabis. Y a las 15.00 se había producido un robo con armas en una joyería del centro.

Aún estaba ocupándose del papeleo de todo aquello, y ya casi había acabado. Esperaba poder llegar a casa a tiempo para ver a sus dos hijos antes de que se fueran a la cama, y de disfrutar de una cena y una velada tranquila ante el televisor con su esposa, Nicky. Entonces sonó el teléfono.

—Jason Tingley —respondió.

Era Andy Kille, oficial de servicio en la Ops 1, la Sala de Control de Operaciones.

—Jason, se ha producido un incidente en el Royal Pavilion que he pensado que os interesaría a ti, al superintendente jefe y a Roy Grace.

—¿Qué ha pasado?

Escuchó con gran interés el resumen que le hizo Kille. Parecía una extraña coincidencia que una lámpara de araña que había aguantado en su lugar casi dos siglos fuera a caer de pronto esa semana en particular. A menos que la unidad de producción de la película hubiera tocado algo y se la hubiera cargado, claro.

—¿Sabemos algo de la persona que hay bajo la lámpara, Andy?

—No, de momento no.

—Voy a echar un vistazo —dijo Tingley—. Informaré a Grace y a Barrington.

Colgó, se puso en pie y cogió la chaqueta que tenía colgada en el respaldo. Cuando ya estaba en el aparcamiento de atrás, sentado en uno de los Ford Focus de la policía y con el cinturón de seguridad puesto, había informado al superintendente jefe de Brighton y Hove, que estaba fuera asistiendo a un curso, pero no había conseguido localizar a Grace.

Cinco minutos más tarde, mientras giraba a la izquierda y pasaba por el arco que daba acceso al recinto del Pavilion, Tingley vio tres coches de bomberos, una grúa de rescate, una ambulancia y un vehículo del servicio de urgencias frente a la entrada principal, así como dos coches de policía.

Pasó frente a las caravanas, aparcó todo lo cerca que pudo de la entrada principal y entró a toda prisa, mostrándoles la placa a los dos guardias de seguridad, que le dijeron que pasara y girara a la derecha.

La última vez que había entrado en aquel edificio había sido muchos años atrás, durante una visita con el colegio. Olía igual que todos los museos y galerías, pero ya se le había olvidado lo elaborado y espléndido que era. Al entrar en el salón de banquetes, se encontró con una imagen surrealista. Era como si hubieran apretado el botón de pausa, congelando a algunos de los presentes, pero no a todos. Y el olor allí era bastante diferente. Un hedor insoportable a cloaca.

Había miembros del equipo de producción, con las ropas desaliñadas y cara de desconcierto, inmóviles, aparentemente incapaces de alejarse de allí. Una mujer vestida con vaqueros holgados, se había dado media vuelta para no ver la macabra escena del centro de la sala y sollozaba en los brazos de un hombre barbudo enorme que sostenía un reflector de aluminio tras la espalda de la mujer.

La lámpara caída parecía una medusa enorme cubierta de joyas, con cadenas como tentáculos extendidas por todas partes y un barrote de metal que sobresalía, a modo de arpón, más de un metro por encima.

Dos sanitarios estaban entre los restos, mientras uno de los bomberos maniobraba unas tenazas y otros dos intentaban colocar un cojín hinchable azul y amarillo, conectado a un motor de aire comprimido, bajo parte de los escombros. Un tercer bombero esperaba a su lado, con un montón de bloques de madera para ir colocándolos debajo cuando fueran levantando la lámpara.

Una joven policía de uniforme recibió aliviada al inspector Tingley, contenta de poder delegar la responsabilidad a un superior.

El inspector se quedó mirando el techo. Veía las patas de dragón y las hojas de palmera pintadas, y un pequeño agujero oscuro en el centro, donde debía de haber estado el barrote que soportaba la lámpara. Luego se giró hacia la agente.

—¿Qué sabemos hasta ahora? —le preguntó Tingley.

—Bueno, señor, yo hace solo unos minutos que he llegado. Lo único que he podido saber hasta ahora es que hay una persona, un hombre, bajo la lámpara.

—¿Podría haber más?

—No, señor. He hablado con varios testigos presenciales que afirman que solo hay una persona.

—¿Qué sabemos sobre lo ocurrido?

—Bueno, no está muy claro. Parece ser que el hijo de Gaia estaba sentado a la mesa, jugando. Este hombre, que debía de haber visto que la lámpara estaba a punto de venirse abajo, atravesó corriendo el salón y literalmente arrojó al niño lejos de aquí.

—¿El niño está bien?

—Sí, señor. Está con su madre, en la caravana.

—¿Quién es el hombre? ¿Un miembro del equipo?

—De momento nadie lo ha reconocido.

—¿Un trabajador de mantenimiento, quizá?

—Podría ser, señor.

Tingley miró alrededor.

—Bueno, pide refuerzos, rápido. Voy a considerar esto el escenario de un crimen. Quiero que acordonen todo el edificio, que todo el mundo salga, pero antes de salir toma el nombre y la dirección de todos los que estén dentro, incluidos los guardias de seguridad.

Ella asintió, tomando nota mentalmente y mirando alrededor.

—Empieza por esta sala —le sugirió—. Acordónala. Que nadie salga de aquí sin darte antes su nombre y dirección.

—Sí, señor. —Pidió ayuda por radio, y enseguida se fue de allí.

Tingley atravesó la sala, acercándose a los restos de la lámpara, y su mirada se cruzó con la de Phil Davidson, el sanitario de emergencias, con quien había coincidido en numerosas ocasiones.

Davidson asintió a modo de saludo, con gesto circunspecto.

—¿Qué sabemos del que está ahí abajo? —preguntó Tingley.

—Un varón, según los testigos.

Consciente de que casi todos los presentes tenían puestos los ojos en él, Tingley se acercó todo lo que pudo al borde de la lámpara.

—Ha bajado a quince —anunció la compañera de Davidson, muy seria.

—Parece que va a causar baja —le susurró Davidson al inspector. Luego, haciendo gala de la sangre fría típica de su profesión, añadió—: Y si nos lo llevamos, se nos queda por el camino.

De pronto se oyó una voz agitada con acento americano:

—¿Puedo ayudarles?

Jason Tingley se giró y se encontró frente a un hombre bajo y delgado, con una calva bronceada, vestido con una camisa negra con botones plateados, abierta casi hasta el ombligo, vaqueros negros y botas de tacón cubano. El inspector le puso la placa delante.

—Inspector Tingley, del Departamento de Investigación Criminal de Sussex. ¿Puedo ayudarle… yo? —dijo, subrayando la última palabra.

—Encantado de conocerle, señor. Soy el productor de esta película. Larry Brooker.

Tingley le dio la mano. Tuvo la sensación de que era como darle una palmadita en la cabeza a una serpiente a la que le hubieran quitado el veneno.

—Acabo de oír que ha ordenado desalojar todo el edificio —dijo Brooker—. ¿He oído bien?

—Ha oído bien.

—Bueno, el caso, agente, es que aquí tenemos un buen tinglado montado, como puede ver.

—Supongo que podría decirse así, sí —dijo el inspector, ladeando la cabeza. Por el rabillo del ojo vio que la joven agente volvía al salón con un rollo de precinto policial azul y blanco.

—Bueno, es que tengo a Gaia, Judd Halpern, Hugh Bonneville, Joseph Fiennes y Emily Watson esperando en sus caravanas. Necesitamos rodar lo que podamos esta noche…, por el calendario, ¿sabe?

El inspector miró a Brooker, sin creer lo que estaba oyendo. Entonces señaló hacia la lámpara y hacia los sanitarios.

—¿Es consciente de que hay un hombre ahí debajo? ¿Un ser humano?

—Sí, claro. Yo… estoy tan impresionado como todos.

—¿Y qué es lo que me quiere decir exactamente?

—Lo que quiero decirle es que ya vamos retrasados. Esto es terrible. Trágico. La típica falta de mantenimiento inglesa, o sea… ¿En qué otro lugar del mundo podría ocurrir algo así?

Brooker parecía ajeno a la mirada pétrea del inspector.

—El caso es que tenemos que rodar lo que podamos esta noche. Bueno, lo que me preguntaba es… ¿cuándo podremos limpiar todo esto? Para poder seguir, quiero decir. Podemos grabar alrededor de la lámpara, no hay problema.

Tingley sencillamente no podía creer lo que estaba oyendo.

—Señor Brooker, tenemos ahí una persona posiblemente herida de muerte. Esto ahora mismo es el escenario de un crimen.

—¿Escenario de un crimen? ¡Es un maldito accidente! ¡Un terrible accidente!

—Con todo el respeto, señor, en este preciso momento no tengo ninguna prueba que demuestre que ha sido un accidente. Hasta que las tenga, es el escenario de un crimen. Mi escenario. Esto ahora es «mío». ¿Lo entiende? Voy a sacar a todo el mundo, y aquí no se va a rodar ni hoy ni en ninguna fecha próxima. Siento las molestias que eso pueda ocasionarle, pero… ¿Eso lo entiende?

Brooker se lo quedó mirando y le apuntó con un dedo.

—Escúcheme usted, y escúcheme bien, inspector Tingles.

—Tingley.

—¿Sí? Bueno, lo que sea. Escúcheme bien, inspector. Más vale que me entienda usted a mí. Tengo a su director de Turismo, Adam Bates, absolutamente de mi lado. Esta es la mayor producción que se ha grabado en esta ciudad en toda su historia. No voy a permitir retrasos en una producción multimillonaria simplemente porque este edificio tenga un mantenimiento de mierda.

Tingley ni se inmutó.

—En este momento, mi máxima prioridad es la seguridad de todos los presentes en este edificio, señor Brooker. —Señaló las otras cuatro lámparas de araña más pequeñas—. Voy a hacer que venga enseguida alguien del Departamento de Salud y Seguridad, para que hagan una inspección completa. Una de las lámparas se ha caído. ¿De verdad quiere arriesgar la vida de esas estrellas por no hacer comprobaciones de seguridad en las otras lámparas?

Brooker miró el reloj, un aparato digital enorme que parecía sacado de un panel de mando de una lanzadera espacial.

—Con todo respeto, inspector, esto no es asunto suyo.

—Muy bien. Pues hable con el comisario jefe. Pero hasta que él me dé la contraorden, esto es mi escenario, y tengo que advertirle que, si intenta obstruir mi trabajo, le detendré.

Brooker abrió los ojos como platos.

—¿Sabe lo que es usted? ¡Es… de otro mundo!

«Tú también», pensó Tingley.