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Vale, todo el mundo, que se vayan los dobles, por favor; los actores están entrando en el set. —La voz salió del aparato de vigilancia de bebés, con gran claridad por unos momentos y luego distorsionada por el acoplamiento.

Situado en lo alto de la estructura de madera de la cúpula, observando y escuchando, Drayton Wheeler empezó a temblar de los nervios y la emoción. «¡Ahora! ¡Ahora! ¡Hay que hacerlo ahora!». Era imposible saber con exactitud cuándo iban a estar todos los actores sentados a la mesa. Pero a su modo de ver aquella era la mejor oportunidad de acertar.

Cogió la botella de San Pellegrino, con las manos tan temblorosas que temió echarse parte del cloruro de mercurio encima. Con la botella orientada hacia el exterior, desenroscó el tapón de metal y se le escapó de entre los dedos. Lo oyó cayendo por los escalones de madera, repiqueteando, hasta chocar con algo metálico con un sonoro ping.

Aguantó la respiración. Escuchó. Por el transmisor para bebés se oía solo un ruido estático. Luego oyó la voz de Larry Brooker, que le hablaba al director:

—Tenemos que recuperar algo de tiempo. Hemos perdido dos horas por culpa de ese capullo.

—Podemos alargar la sesión, Larry; que la gente trabaje hasta más tarde —respondió Jack Jordan. Tenía una voz suave y delicada que a Drayton Wheeler le resultaba especialmente irritante.

—No me refiero a eso. —Brooker pensaba en el presupuesto, seguro, y en lo que tendría que pagar aparte a los técnicos si sobrepasaban el máximo número de horas—. Tendrás que buscar algún atajo —ordenó Brooker.

—Pero, hombre, esta no es precisamente una escena para tomar atajos.

Wheeler percibía el desdén en la voz del director, y pensó: «¡Idiotas, no os pongáis a discutir ahora!».

—¿Estamos listos para hacer entrar a todo el reparto? —anunció otra voz.

—Yo quiero ver si Judd está en condiciones de rodar antes de traer a todo el mundo —dijo Jordan.

—Está bien —aseguró Brooker—. Acabo de hablar con él. Hoy estará dócil como un gatito.

—Acaba de salir de su caravana —dijo uno de los ayudantes de dirección.

Wheeler escuchó la conversación. Luego, con mucho cuidado, aguantando la respiración, vertió todo el contenido de la botella de San Pellegrino sobre la toalla que había atado alrededor del único barrote de aluminio que sostenía la lámpara.

Al instante empezó a salir un humillo de la toalla, que empezó a decolorarse, mostrando manchas marrones y grises. Parte del ácido se extendió por el barrote. Siguió aguantando la respiración, en parte para evitar inhalar los vapores del ácido, y en parte temiéndose que pudiera caer alguna gota sobre la mesa, allá abajo, y que le descubrieran.

Las volutas de humo empezaron a hacerse mayores. Él bajó unos cuantos escalones, hasta situarse muy por debajo del nivel donde estaba el ácido, y miró el reloj. Las 19.04. Si sus cálculos eran correctos, hacia las 19.35 el ácido se habría comido una cantidad suficiente del barrote como para que la lámpara cayera.

A través del aparato de escucha oyó la conversación entre Larry Brooker y Jack Jordan.

—Te digo que, si está cocido, no podemos grabar esta noche. De ningún modo.

—Está bien, por Dios. ¡Acabo de hablar con él!

—Anoche también dijiste que estaba bien. Y no retenía el texto más de diez segundos. ¿Sabes quién va a acabar pagando esto? Yo no trabajo así, Larry. Es imposible conectar con él. ¿Lo entiendes?

—Estará bien. Perfectamente, ya verás.

—Ayer se me quejaba de que Gaia se había puesto a mascar ajo crudo antes de la escena del beso. Creo que debería ir a hablar con él fuera de escena, antes de que lleguen todos los demás.

«Mierda, mierda, mierda —pensó Wheeler—. Traed al imbécil ese al set. ¡Y a todos los demás!».

Y entonces vio a Jordan, que salía de la sala. Y uno de los ayudantes de dirección dijo por el micrófono:

—¡Todo el reparto, que espere!

«¡No! —quiso gritarle Wheeler—. ¡Traedlos a todos, ponedlos en posición!».

De pronto vio a un niño de cabello revuelto, con camiseta y vaqueros, que entraba en la sala, se colaba bajo el cordón de seguridad y se acercaba a la mesa. Lo reconoció: era el crío de Gaia.

«¡Sal de ahí, chaval! ¡Apártate, mocoso!».

El chico se paseó por la mesa, rodeándola. Observaba, curioso, los jamones, los pollos, las patas de venado, los cochinillos, las garrafas plateadas de vino y de cerveza, y los cuencos de frutas. Entonces retiró una silla, se sentó y se quedó mirando a su alrededor, como transportándose a otra época.

«¡Vete de ahí, chico!».

Se parecía muchísimo a su hijo.

En aquel momento se oyó un ruido raro justo por encima de él. Un silbido agudo. Levantó la vista y, asombrado, vio que todo el interior de la cúpula había desaparecido tras una niebla de humo acre. Sentía cómo le quemaban los pulmones y se le secaba la boca.

De pronto le dominó el pánico.

Se oyó un crujido, el ruido de algo rompiéndose.

Miró hacia abajo un instante, y vio la lámpara que temblaba.

«No, no, no».

Sus cálculos, realizados con toda precisión, le habían dado treinta minutos. ¿Qué es lo que había fallado?

Ahora la lámpara se agitaba más aún, y el crujido se hizo más intenso.

El maldito crío seguía ahí, levantando un cáliz de plata, como si estuviera bebiendo de él.

Tosió; el humo ácido le quemaba los ojos y le cortaba la respiración. No veía bien, y tenía los ojos llenos de lágrimas. Tosió de nuevo, con una tos dificultosa e incontrolable.

«¡Sal de ahí, niño! ¡Piérdete!».

Había cometido algún error en sus cálculos. ¿Se habría equivocado al calcular la potencia del ácido? ¿En el cálculo del diámetro de la barra de aluminio?

Se oyó un terrible crujido metálico justo por debajo de su posición. Miró y, horrorizado, vio que toda la lámpara se había desplazado ostensiblemente, y ahora estaba descentrada.

El barrote estaba a punto de partirse.

La lámpara iba a caer, como había planeado. Pero encima de Roan Lafayette.

No.

—¡Niño! —gritó—. ¡Sal de ahí! ¡Sal de ahí! ¡¡¡Vete!!!

Pero nadie le oía desde allí arriba.

El niño siguió jugando tranquilamente con su copa.

Por supuesto, él no podía oírle desde ahí arriba.

Se oyó otro desgarrador crujido metálico.

A través de su orificio de observación, vio que la lámpara oscilaba. En cualquier momento caería. Nadie se había dado cuenta. Iba a matar al niño, y aquella no era su intención. No lo había sido, en ningún momento.

«Oh, mierda, mierda, mierda».

Aquello llevaba al traste todos sus planes. Bajó atropelladamente el resto de los escalones de madera, tropezando y pisando el transmisor, se coló por la estrecha trampilla y luego bajó por la escalerilla.

De pronto se sentía sorprendentemente enérgico y con la mente despejada.

«No voy a matar a un niño. No voy a matar a un niño».

Corrió por la pasarela de acero, esta vez sin agarrarse a la barandilla, y luego se coló por la trampilla que daba a la estancia que había bajo la gran cúpula. Atravesó la sala principal y bajó por la escalera de caracol, sin apoyarse en la vetusta barandilla. Luego salió por la puerta inferior y fue a parar al pasillo central.

Dos guardias de seguridad situados en aquel punto le observaron, pasmados.

Wheeler atravesó el pasillo a la carrera en dirección al salón de banquetes, pero ellos salieron tras él.

—¡Eh! ¡Eh, tú! —gritó uno—. ¡Enséñame tu identificación!

Tres técnicos de sonido que estaban desenrollando el cable de un micrófono le bloqueaban la entrada al salón. Uno de los guardias alcanzó a Wheeler mientras intentaba esquivar a los técnicos, y le agarró del hombro.

—¡Eh!

Wheeler se giró y le dio un puñetazo tan fuerte en la nariz que se la rompió, pero al mismo tiempo se dislocó el pulgar. El guardia salió trastabillando hacia atrás, pero él apenas sentía el dolor. Corrió hasta el salón de banquetes y miró arriba.

La lámpara de araña se balanceaba como si colgara de una frágil cuerda solitaria.

Se caería en cualquier momento.

El tonto del niño, abstraído en su mundo de fantasía, fingía ahora que comía con tenedor y cuchillo. Los técnicos y el resto del personal estaban muy lejos de la mesa.

Wheeler superó el cordón de seguridad.

—¡Eh! —le gritó el otro guardia de seguridad.

Wheeler hizo caso omiso. Solo le importaba el niño que estaba en la mesa y la sombra amenazante que se balanceaba sobre su cabeza. Se lanzó hacia él y lo agarró, sacándolo de la silla y haciendo que el cuchillo y el tenedor cayeran al suelo con un tintineo.

—¡Eh! —gritó Roan, furioso y desconcertado, un momento antes de que Wheeler lo agarrara de los hombros y del trasero y lo lanzara, con toda la fuerza que pudo, por el suelo de madera pulida, haciéndolo patinar como una piedra sobre el hielo.

Roan chilló, hasta que dio contra un soporte vertical de latón donde se apoyaba el cordón.

Entonces, antes de que Wheeler tuviera ocasión de moverse, la lámpara cayó.

Notó la presencia de la sombra que caía sobre él, que le envolvía, demasiado rápido como para que pudiera gritar siquiera. La lámpara le golpeó con toda su fuerza en la cabeza, aplastándolo contra el suelo en una fracción de segundo, y destrozando al mismo tiempo una extensión de dos metros y medio de la parte central de la mesa.

El suelo tembló con el tremendo impacto, como si hubiera caído una bomba en la sala. Un eco vibrante reverberó por las paredes. Cientos de las quince mil cuentas de cristal se rompieron en pedazos, y, de pronto, emitieron un haz de luces de colores, como si fuera un espectáculo pirotécnico. Las luces de aquel regio salón parpadearon unos momentos. Unas cuantas copas de la mesa cayeron al suelo, rompiéndose y vertiendo su contenido; los platos, las lámparas y las soperas cayeron entremezclados con el caos de cadenas, brazos de metal y cuentas de cristal. Luego se oyó un suave y absurdo tintineo. Como si a alguien se le hubiera caído un vaso de cristal. Y luego nada más.

A continuación, un breve instante de silencio absoluto. Nadie se movió.

Entonces una voz masculina exclamó:

—¡Oh, no! ¡Mierda, no!

—¡Hay un hombre ahí abajo! —gritó una mujer—. ¡Oh, Dios mío, hay alguien ahí abajo!

Se produjo otro momento de silencio, de asombro, roto al momento por los chillidos histéricos y desgarradores de la supervisora de continuidad de la unidad que, con los ojos desencajados, señalaba un charco de sangre oscura que asomaba por entre los escombros, en el lugar donde solo unos momentos antes estaba la mesa.

De repente, un destello blanco iluminó la escena. Alguien había tomado una fotografía.