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—¿Cómo puedo grabar una película multimillonaria con un actor principal que está colocado como una mona, por todos los demonios? —gritaba Larry Brooker a todo pulmón al tercer ayudante de dirección, Adrián González, que estaba en la otra punta del salón de banquetes—. ¿Me lo quieres decir?

González levantó las manos en señal de desespero. Su función era la de llevar a Gaia, a Judd Halpern y al resto de los actores principales al set, y acompañarlos otra vez a sus caravanas cuando no se les necesitara. Era un joven voluntarioso y despierto de veintiocho años, con el cabello pelirrojo desaliñado, vestido con una camiseta azul con la inscripción LA AMANTE DEL REY en letras blancas, unos pantalones de explorador y deportivas. Tenía puestos unos auriculares con micrófono, llevaba un móvil y un busca colgados del cinturón, y un programa de rodaje en la mano. Se encogió de hombros, mostrándole su impotencia a Brooker.

Se había producido un patético enfrentamiento de egos entre las dos estrellas, que habían chocado desde el primer momento. Halpern ya había hecho esperar a Gaia dos veces, de modo que ahora ella se negaba a salir de su caravana hasta que le confirmaran que Halpern ya estaba en el set, preparado para empezar.

El director, los cámaras y el resto del equipo observaban el último berrinche de Brooker. El productor, calvo y bronceado, lucía una camisa de Versace desabotonada hasta el pecho, que dejaba a la vista un medallón de oro, pantalones chinos negros y botas de tacón cubano; se lanzó en dirección a González, como un tirano de bolsillo, y le agarró por la camiseta.

—¿Qué cojones está pasando? Llevamos media hora esperando a ese maldito capullo. Tenemos un calendario que seguir. ¡Tenemos a dos autobuses cargados de extras esperando ahí afuera!

Sin soltar la camiseta de González, se giró hacia el director de producción, Barnaby Katz, un hombre bajito y rechoncho de cuarenta y pocos años, con la calva rodeada de una franja de pelo enmarañado, que parecía estar a punto de sufrir un ataque de nervios. Llevaba una camisa de leñador informe, vaqueros holgados y unas botas de explorador viejas.

—¿Qué cojones haces ahí parado, como si llevaras un palo metido en el culo? —le gritó.

Entonces soltó a González, que se quedó inmóvil un momento, como si no tuviera muy claro qué hacer.

—Iré a hablar con él —propuso Katz.

—No —dijo Brooker, dándose una palmada en el pecho—, iré yo. ¿Vale?

Salió como una exhalación del salón de banquetes y del edificio y cruzó el jardín en dirección a las caravanas. Por la calle, más allá del cordón de seguridad vigilado y la fila de caravanas, había una multitud esperando poder ver a sus ídolos —la mayoría querría ver a Gaia, supuso—, aunque solo fuera por un momento.

Maldito Judd Halpern. Dios, cómo odiaba a los actores. Halpern no utilizaba medios de transporte público, le había informado su agente. Lo que significaba que habían tenido que aumentar el presupuesto en ciento cincuenta mil dólares para llevar a aquel capullo, a su ayudante y a la jovencita que se estuviera follando en aquel momento hasta Londres en un jet privado. Luego, como aparentemente era un actor «de método», había exigido que en el avión hubiera leche no pasteurizada, como la que habría bebido el rey Jorge, para poder meterse mejor en el personaje.

Imbécil.

Llegó frente a la caravana de Halpern y golpeó la puerta. Sin esperar respuesta, la abrió y subió las escaleras. En el interior había una nube de humo de cannabis que le recordó sus días de estudiante. A través de la nube vio a Halpern, sentado ante el tocador, contemplando con los ojos inyectados en sangre su imagen en el espejo, rodeado de bombillas desnudas. Tenía las páginas del guion del día, de color verde lima, desplegadas ante él, con marcas por todas partes, como una redacción de colegio corregida. Sobre el tocador había una botella de bourbon, junto a un bolígrafo de plástico sin tapón ni tubo de tinta.

Halpern llevaba puestos pantalones blancos, chaqueta de terciopelo de cuello alto con galones dorados y una gorguera sujeta con un elaborado broche de pedrería. Tenía delante su peluca, de rizos negros, sobre el tocador. Una maquilladora le estaba arreglando la cara, mientras en el cenicero se consumía un porro. Delante de ellos, de pie, como queriéndole cortar el paso, estaba el asistente personal de Halpern, y detrás de él, apoyada en una mesa con expresión de desgana, con una copa de cóctel delante y una botella de vodka Grey Goose al lado, había una chica con muy poca ropa que apenas había superado la mayoría de edad.

A la relativamente temprana edad de cuarenta y dos años, Judd Halpern ya había arruinado su carrera en dos ocasiones. La primera, después de convertirse en la estrella infantil de una serie de televisión que había sido un éxito en Estados Unidos, Pasadena Heights, cuando se había puesto tan insoportablemente arrogante que nadie quería trabajar con él. Luego, en su juventud, tras recuperarse de eso gracias a su atractiva imagen —que había sido comparada con la de la estrella del cine mudo Rodolfo Valentino— y a su incuestionable talento para la interpretación, había renacido con dos películas de éxito. Después se fue de nuevo al garete tras una serie de condenas por drogas que habían acabado con una estancia de cuatro años entre rejas, tras lo cual pasó a ser de nuevo un paria de Hollywood.

Ahora, según su agente, estaba limpio, lo había superado y se arrepentía de su pasado, estaba impaciente por empezar de nuevo, y acababa de rodar una película con George Clooney que iba a lanzarle de nuevo al estrellato. Por eso Brooker Brody Productions había podido hacerse con un actor con un historial de películas de gran éxito por solo un par de cientos de miles de dólares más de lo presupuestado.

—Judd —dijo Brooker, más educadamente de lo que le habría gustado—. Te estamos esperando. Todos.

—¡Cuando tú digas, C. B.! —dijo Halpern, mirándole desde el espejo, con las pupilas dilatadas y un rostro aún atractivo, pero que ya empezaba a dar muestras de flacidez.

Alargó la mano para coger el porro, pero antes de que sus dedos lo tocaran Brooker lo agarró y lo aplastó contra el cenicero, reventándolo, partiéndolo en dos y aplastándolo una vez más, por si acaso.

—¡Eh, tío! —protestó Halpern.

—¿Tienes algún problema?

Halpern se lo quedó mirando.

—Sí, tengo un problema.

—¿Sí? Bueno, pues yo también tengo un problema. No me llamo C. B. Si acaso, L. B. «Larry Brooker».

—¡Era una broma! —dijo Halpern—. C. B. Cecil B. DeMille. ¿Vale? «¡Cuando tú digas, C. B.!». —Frunció el ceño—. ¿No te suena?

—Si quisiera bromas, habría contratado a un puto cómico. —Brooker sacó un pañuelo y envolvió con él el porro roto—. Sí, yo también tengo un problema. Te sugiero que eches un vistazo a tu contrato. A las cláusulas por las que puedes ser despedido. Consumir drogas es una de las primeras.

El actor meneó la cabeza.

—Solo estoy fumándome un cigarrillo, tío. Me gusta liármelos yo.

—¿Ah, sí? ¿Y sabes qué? Yo soy el puto papa.

Los dos hombres quedaron mirándose el uno al otro, aunque a Halpern le costaba fijar la vista. Brooker hizo un esfuerzo por contener su rabia. Tenía una película que rodar y debía ajustarse a un presupuesto limitado, y cada vez le resultaba más difícil, con los retrasos en el calendario.

—¿Quieres contarme cuál es tu problema?

—Claro —masculló Halpern. Recogió las páginas, y las estrujó con las manos—. Yo no firmé para hacer esto.

—¿Qué quieres decir?

—Yo acepté este papel porque me gustaba el personaje del rey Jorge IV. Era un tío innovador. Tenía una trágica historia de amor con Maria Fitzherbert. —Halpern se quedó callado de pronto.

Brooker esperó pacientemente y luego, para animarle a que siguiera, dijo:

—Ajá.

—Me aseguraron que el guion se ajustaría a la realidad histórica.

—Y se ajusta —dijo Brooker—. Jorge se benefició a Maria varios años y luego la dejó tirada. ¿Cuál es tu problema?

—Él tenía veintiocho años. Yo tengo cuarenta y dos.

—¿Y por qué aceptaste el papel?

—Porque me dijeron que Bill Nicholson iba a reescribirlo, por eso lo acepté. Es todo un profesional, tío. —Señaló las páginas del guion—. Él no ha escrito esto, ¿a que no?

Brooker se encogió de hombros.

—Tuvimos algún problemilla de última hora.

—Quieres decir que no queríais pagarle sus honorarios, ¿no? —El actor abrió un cajón, cogió un paquete de cigarrillos, sacó uno y lo encendió—. Parece que el graciosillo que escribió estas páginas no sabe que el Pavilion no se había construido siquiera en el momento en que se supone que tuvo lugar esta escena. Ese es otro problema.

—¿Quieres saber tú cuál es mi problema? —dijo Larry Brooker.

Halpern se encogió de hombros sin dejar de mirarse al espejo. Luego se quedó mirándose a sí mismo mientras daba una calada al cigarrillo.

—No —respondió, por fin, frunciendo los labios para intentar hacer un anillo de humo, sin conseguirlo.

—Mi problema —dijo Brooker, manteniendo la calma— son los actores. Le pides a un actor que camine por una calle, y él se gira y te pregunta: «¿Por qué estoy caminando por esta calle exactamente?». ¿Y sabes lo que le digo yo?

Halpern se lo quedó mirando, con evidentes dificultades para mantener la mirada.

—No, ¿qué le dices?

—Le digo: «El motivo por el que estás caminando por esta calle es porque te estoy pagando una pasta para que camines por esta calle».

Halpern le sonrió, incómodo.

—Así que escúchame bien, superestrella. Estás intentando enderezar tu maltrecha carrera. A mí me parece bien. Pero mientras dure esta producción, cada vez que se te llame, vas a salir de esta caravana y vas a venir corriendo como un puto galgo que sale de su jaula, vas a presentarte en el set y vas a hacer la interpretación de tu vida. ¿Sabes lo que pasará si no lo haces?

Halpern se lo quedó mirando, algo avergonzado. No dijo nada.

—Serás historia. No habrá ni una productora del mundo que quiera trabajar contigo después de que les haya hablado de ti. Te lo prometo. ¿Me recibes alto y claro?

—Sí, pero, aun así, el guion no está bien.

—Entonces más vale que uses tu gran talento interpretativo para convertirlo en algo mágico.

—¿Tú crees que puedo? —dijo Halpern, cambiando de tono.

—Claro que sí, chaval. ¡Eres el mejor actor vivo del planeta! Por eso te contraté.

—¿De verdad lo crees? —dijo Halpern, hinchándose como un pavo.

—No lo creo, Judd. Lo sé —respondió Brooker, con una sonrisa de lo más convincente.

—Genial —dijo él—. ¡Pues en marcha! —exclamó, cogiendo la peluca.

—En el set dentro de diez minutos, ¿vale?

—¡Ahí estaré!

—Eres buenísimo, ¿sabes?

Halpern sonrió e intentó hacerle un gesto de modestia. Pero la modestia no era su fuerte.

Brooker cerró la puerta tras él y volvió al set. «Maldito imbécil», pensaba.