89
Una hora antes de que el Pavilion se cerrara al público empezaron a preparar el lugar para la gran escena. Habían convocado a los extras, pero Drayton Wheeler no había respondido.
Desde su posición, en lo alto de los tablones de madera que formaban una escalera cóncava en el interior de la cúpula, podía ver lo que pasaba debajo, en el salón de banquetes, a través de un orificio junto a la barra de metal que sostenía la lámpara de araña.
Y también oía. Gracias al sistema de vigilancia de bebés que había comprado en Mothercare. El emisor de radio estaba debajo de la mesa de caoba del salón. Y el altavoz lo tenía a su lado. Podía oírlo todo perfectamente, salvo por algún momento en que se acoplaba el sonido.
Eran las 16.30. Llegaba el final de un día que se le había hecho eterno. Estaba ahí sentado, en lo alto, observando a los estúpidos turistas revoloteando por el exterior de la sala. Una lujosa cuerda de terciopelo les impedía el paso a la mesa de banquetes. Ahora ya no se aburría.
Era curioso lo sencillo que era el soporte de la lámpara. Una cruceta de cuatro barras de metal fijadas a unas riostras de madera, cada una de ellas sujeta con un gran tornillo. En el centro de la cruceta había soldado un único barrote de aluminio grueso de un metro de longitud, del que colgaba la tonelada y cuarto de lámpara, con sus quince mil cuentas de cristal.
Ató con fuerza la toalla del hotel al barrote.
Y sonrió, encantado.
¡Empezaba la fiesta!
Allí abajo veía a los dobles de Gaia y de Judd Halpern, sentados a la mesa del banquete, para que el director de fotografía hiciera las pruebas de luz.
El protocolo establecía que el rey y su querida fueran los primeros que se sentaran. El resto de los invitados irían llegando a la mesa después.
Lo más importante sería calcular el momento exacto. Si tenía suerte, quizá la lámpara de araña no cayera únicamente sobre Gaia y Judd Halpern. A lo mejor pillaba a diez personas más, sentadas a su lado y enfrente. Algunos nombres importantes del reparto. Hugh Bonneville, de Downtown Abbey, hacía de lord Alvanley, y Joseph Fiennes era Beau Brummell, el amigo del rey. Emily Watson interpretaba a la condesa de Jersey, que durante unos años había suplantado a Maria Fitzherbert, y que iba a ocupar también su lugar en aquella escena ridícula y totalmente alejada de la historia real. Ninguno de ellos se merecía el papel; todos formaban parte de una conspiración para alterar la historia. No tenían ningún derecho a hacerlo. ¡Desde luego, no tenían derecho a hacerlo y seguir viviendo!
Si la fortuna se ponía de su parte, quizá los pillara a todos.
Sacó con mucho cuidado de su mochila la botella de San Pellegrino con tapón de rosca. El contenido parecía agua. Pero si alguien se la hubiera bebido, habría sufrido una muerte lenta y dolorosa. Contenía cloruro de mercurio. Una sustancia lo suficientemente corrosiva, a tenor de los experimentos y de los cálculos que había realizado, como para comerse un barrote de aluminio de quince centímetros de diámetro, en un tiempo estimado de entre veinticinco y treinta minutos.
Ya veía la calva de Larry Brooker. Iba de un lado a otro gritándole a todo el mundo tan fuerte que Drayton tuvo que bajar el volumen del monitor para bebés. Los técnicos corrían de un lado al otro, atareadísimos. Una docena de extras estaban sentados alrededor de la mesa de banquetes, engalanada con todo lujo, en sustitución de los actores, mientras el director de fotografía y sus ayudantes hacían los últimos ajustes en la iluminación. Colocaron la grúa del micrófono en su sitio.
Todo estaba quedando listo para la gran escena.
Gaia estaría en su caravana. La estarían maquillando y peinando, mientras repasaba el texto una vez más, seguro.
Su texto. El que él había escrito.
Judd Halpern también estaría en su caravana, repasando su texto y echándose unos tiritos de coca, acompañados de una buena dosis de bourbon, si seguía siendo el mismo de siempre.
Larry Brooker le estaba diciendo algo a un joven que por su aspecto quizá fuera el primer ayudante de dirección, y que asentía enérgicamente.
«¿Os dais cuenta de por qué estáis todos aquí? Es por un guion llamado La amante del rey. Si yo no lo hubiera escrito, ninguno de vosotros tendríais un puesto de trabajo en esta producción. ¿No me estáis agradecidos? Ni siquiera sabéis quién soy, ¿verdad? Pero muy pronto lo sabréis».