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En la reunión de la Operación Icono del martes por la mañana, Bella informó de su conversación con Stephen Feline, socio de la agencia contable en la que trabajaba Eric Whiteley. Feline le había dicho que Whiteley era un tipo algo raro e introvertido, pero un empleado ejemplar, muy trabajador y digno de toda confianza.

—Es raro de narices —dijo Branson—. Nosotros fuimos a su casa después de la reunión de anoche. Desde luego estaba en casa; vimos a alguien que se movía tras las cortinas, pero nadie respondió al timbre. Llamamos varias veces. Entonces lo hicimos a su teléfono fijo. Respondió alguien: parecía él, y le dijimos que estábamos delante de su casa. Colgó sin decir nada. Volvimos a llamar y oímos cómo sonaba el teléfono (y vimos moverse las cortinas de arriba). Pero saltó el contestador, y lo mismo cada vez que volvíamos a llamar.

—Es el comportamiento de alguien que tiene algo que ocultar —observó Grace.

—Al mostrarse tan reacio a vernos, Bella y yo decidimos que sería mejor hablar con sus vecinos, y ver qué descubríamos de él antes de volver a intentarlo.

—¿Y?

—Nos confirmaron que es una de esas personas que no se relaciona con nadie. Un par de ellos dijeron que nunca lo habían visto. Una vecina nos dijo que lo había visto varias veces ir al trabajo y volver por la noche, y que le había saludado alguna vez con un gesto de la cabeza, pero eso es todo. Otra nos confirmó que había visto a una mujer de aspecto algo cutre entrando a la casa un par de veces.

—Suena a servicios sexuales a domicilio —dijo Grace—. ¿Vive solo?

Branson asintió. Miró su cuaderno, abierto por la primera página de su entrevista con Whiteley.

—Bueno, el caso es que nos centramos bastante en su conexión laboral con la Stonery Farm y el club de pesca. Y eso supuso ya suficiente esfuerzo. No indagamos demasiado en su vida privada. Pero sí, sin duda es soltero.

—¿Así que ninguno de los vecinos ha hablado nunca con Eric Whiteley?

—Todos los vecinos cercanos con los que hemos hablado son ancianos; un par de ellos están bastante enfermos. Todos son bastante agradables, pero ninguno parece demasiado interesado en la vida de los demás. Es un entorno algo raro.

Grace tomó nota.

—Este hombre no me da buena espina. Quiero saber más de él. ¿Por qué iba a esconderse de vosotros, a menos que tenga algo que ocultar? —Miró a Branson y luego a Bella, con intención—. ¿Alguna idea?

—No sé, señor —dijo ella.

—Esto es una investigación de asesinato, Bella. «No sé» no es lo que quiero oír. Vuelve a su oficina por la mañana y sácale todo lo que puedas. ¿Está claro?

—Sí, señor —respondió ella, y se ruborizó ante aquella mirada tan inquisitiva de Grace, algo muy poco habitual en él.

Se dirigió a la analista:

—Annalise, ¿has sacado algo de los datos de archivo sobre Eric Whiteley?

—Una cosa, señor. Hace casi dos años, denunció el robo de una bicicleta en el exterior de su oficina.

Se oyeron un par de risitas contenidas. Una de ellas de un recién incorporado al equipo, el agente Graham Baldock, y la otra de Guy Batchelor. Grace se los quedó mirando.

—Lo siento —dijo—. No le encuentro la gracia al robo de una bicicleta. Puede que no sea un delito grave como los que solemos investigar, pero si le tienes cariño a tu bici y te la roban puede ser bastante molesto, ¿no?

Ambos agentes asintieron con un gesto de disculpa.

—Parece que el tal Whiteley estuvo bastante intratable. Hablé con la agente Liz Spence, de John Street, que se encargaba de este tipo de delitos en aquel momento. Se ve que el hombre se puso bastante agresivo con ella. No le parecía que la policía estuviera haciendo lo suficiente; como si tuvieran que convertir aquel asunto en su prioridad absoluta. A la agente le preocupó tanto el nivel de agresividad del hombre que ordenó que se le hicieran controles periódicos.

—¿Y?

—No sacaron nada —dijo ella, meneando la cabeza.

—Si quiere mi opinión, señor —intervino Bella—, no es más que un tipo patético pero inofensivo.

Grace se la quedó mirando un momento.

—Puede que tengas razón, Bella, pero tienes que recordar algo: los delincuentes van a más. El psicótico que empieza como exhibicionista aparentemente inofensivo puede acabar convirtiéndose en un violador en serie veinte años más tarde.

—Sí, señor, lo entiendo —dijo ella—. No pretendía frivolizar.

Grace vio el parpadeo de una luz roja en su BlackBerry. Correo entrante. Pulsó una tecla para revisarlo mientras preguntaba:

—Norman, ¿algo nuevo de la Unidad de Delitos Tecnológicos sobre el ordenador de Myles Royce?

—No, jefe, nada hasta ahora.

Repasó los mensajes de correo. El segundo era del superintendente jefe de la Policía de Brighton, Graham Barrington: «Roy, llámame urgentemente cuando acabes la reunión».