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Ala 1.45 de la noche, Anna Galicia caminaba por New Road, en Brighton, frente al Theatre Royal, con una cazadora de cuero, vaqueros y una gorra de béisbol calada para protegerse del viento racheado. Se paró junto a un murete, protegida por unos setos, y observó la actividad que se desplegaba en el recinto del Royal Pavilion. Dos agentes de policía pasaron por la acera y ella les giró la cara. Del camión del cátering, que aún parecía estar abierto, le llegaba un tentador aroma a beicon frito.

Poco antes, reconcomida por la rabia, había visto a Gaia salir de su lujosa caravana y subir al asiento trasero de un Range Rover negro. El coche había abandonado el lugar integrado en una caravana de vehículos idénticos.

«No te importa mucho el medio ambiente, ¿verdad, Gaia? —pensó Anna, pasando de la rabia a la tristeza—. Toda tu identidad, el personaje que te has creado… y hasta el maldito nombre que usas… Todo es mentira, ¿no? ¿De verdad necesitas cinco Range Rovers para recorrer el medio kilómetro que hay entre el set y el hotel?».

«¿De verdad?».

«Eres una hipócrita».

«Alguien tiene que darte una lección».

Entonces Judd Halpern, el compañero de reparto de Gaia, que hacía de rey Jorge IV, salió de su caravana. Tenía mal aspecto, por el alcohol —o las drogas, muy probablemente—, y tuvo que recibir ayuda de dos asistentes para bajar los dos escalones y meterse en el asiento de atrás de un Jaguar. Un guardia de seguridad, plantado en el exterior de la puerta principal, encendió un cigarrillo. Anna vio el brillo rojo por un instante.

Salieron otros vehículos, seguramente con parte de los actores de reparto y técnicos importantes. Aún había unas cuantas personas trabajando, apagando luces y cargando el equipo de un lado a otro. Anna echó a andar y se puso a caminar por los jardines del Pavilion, con cuidado de no tropezar con ningún cable. Parecía que pasaba desapercibida. Bien.

Llegó hasta el grupo de camiones y caravanas, y se dirigió todo lo discretamente que pudo hasta la caravana de Gaia, que estaba aparcada junto al puesto de entrada de Church Street. Por si alguien la había visto, fue paseando con la máxima indiferencia que pudo aparentar en dirección al arco, como si no fuera más que una simple paseante dando una vuelta antes de irse a la cama. Pero cuando quedó a la sombra del extremo de la caravana de Gaia, se agachó, sacó su iPhone del bolso y encendió la aplicación de la linterna.

No se podía creer la suerte que había tenido.

La leyenda decía que el rey Jorge había hecho que le construyeran un pasaje subterráneo secreto que comunicara el Royal Pavilion con la casa de Maria Fitzherbert en Old Steine, de modo que pudiera verse con su amante en secreto. Pero eso no era cierto; lo sabía porque había investigado. Había un pasaje secreto, pero el rey hizo que lo construyeran por un motivo muy diferente. Como era un hombre inmensamente vanidoso y le daba vergüenza lo gordísimo que se había puesto —pesaba más de ciento veinticinco kilos—, no quería que la gente lo viera. Así podía ir hasta los establos sin que nadie reparase en él, y meterse en su carroza lejos de ojos indiscretos. Lo único que vería la gente sería su cara a través de la ventanilla.

Los establos habían sido reconstruidos en los tiempos de la reina Victoria, y los habían trasladado unos metros al norte. La salida original del pasaje secreto era ahora una trampilla secreta, cubierta por la hierba. La caravana de Gaia estaba aparcada —lo veía por las marcas en la hierba— prácticamente encima de la trampilla.

¿A propósito? ¿Para llegar hasta ella? Seguro que era una señal.

¡Eso era fantástico!

Entonces rodeó la caravana a hurtadillas. Se imaginó que una caravana de alquiler como aquella debía de tener alguna marca con el nombre de la empresa. Y la encontró, en la parte frontal derecha había una plaquita de metal cuadrada: A. D. MOTORHOMES LTD. Debajo había una dirección de Internet, una de correo electrónico y un número de teléfono.

Tomó nota del número de la empresa y de la placa de registro del vehículo.