83
Ala una y media de la madrugada, Grace, acurrucado junto a Cleo, se despertó de un golpetazo en las costillas.
—¡Auch! —dijo, pensando por un momento que Cleo le había dado un codazo, algo que hacía en las raras ocasiones en que roncaba.
Pero ella parecía profundamente dormida. Entonces sintió otro golpe.
Era el bebé.
Entonces otro golpe.
—Creo que el bultito está practicando para la maratón de Londres —murmuró Cleo, sin moverse—. No ha parado.
Grace sintió otro movimiento repentino, pero esta vez más suave.
—Eh, bultito —dijo, en voz baja—, si no te importa, necesito dormir. Todos necesitamos dormir un poco, ¿vale?
—A estas alturas no estoy muy segura de recordar lo que es el sueño —dijo Cleo—. Tengo un ardor de estómago terrible y me he levantado cuatro veces para ir al baño.
—No te he oído.
—Estabas muy lejos de aquí.
—¿De verdad? No me lo parece. Yo también tengo la sensación de no haber pegado ojo —dijo, besándola en la mejilla.
—Estoy desvelada —dijo ella—. Estoy tan despierta que casi podría aprovechar para estudiar.
—No lo hagas, intenta descansar.
—No puedo tomar pastillas para dormir. No puedo tomarme una copa. ¡Dios, qué suerte tienes de ser hombre! —Entonces sintió que el bebé volvía a moverse y sonrió. Colocó la mano de Roy sobre su abdomen—. Es asombroso, ¿no? ¡Hay un mininosotros ahí dentro! Estoy convencida de que es un niño. Todo el mundo me dice que voy a tener un niño. Tú preferirías un niño, ¿no?
—Lo único que quiero es que tú y nuestro bebé estéis bien. Le querré tanto si es un niño como si es una niña.
Ella salió de la cama deslizándose entre las sábanas para ir al baño. Roy se quedó allí tumbado, de pronto sumido en una maraña de pensamientos. En la enormidad de lo que suponía traer un niño al mundo. Y en el trágico final de Myles Royce, un ejemplo de lo que podría pasarle a un niño.
Cerró los ojos y se concentró en el caso. En toda investigación importante, siempre le daba miedo estar pasando por alto algo vital y obvio. ¿Qué estaba pasando por alto esta vez?
—He encontrado varias sillitas de bebé en Internet —dijo Cleo, al volver del baño.
—¿Para el coche?
—Necesitamos una.
—Sí, claro. —Otra cosa más que añadir a la larguísima lista de cosas que tenían que comprar. Un gasto interminable.
—¿Crees que deberíamos comprar una nueva, o compramos una en eBay? Costaría mucho menos.
Él le agarró la mano.
—¿Cuánto dinero podríamos ahorrarnos?
—Quizás unas ciento cincuenta libras.
—Eso es mucho dinero.
—Sí que lo es.
En sus tiempos como agente de calle había asistido a accidentes de circulación terribles. Uno que nunca había podido olvidar era el de un bebé, agarrado a una sillita que se había desprendido de su soporte en un choque frontal, y que había ido a parar a la nuca de su madre, rompiéndole el cuello y matándola al instante, para acabar golpeando el parabrisas delantero.
—Déjame que te pregunte una cosa, cariño —dijo él—. Si fueras a saltar de un avión con un paracaídas, ¿te gustaría saber que el paracaídas que llevas a la espalda lo habían comprado porque era el más barato que había en el mercado o porque era el mejor?
Ella le apretó la mano.
—Porque era el mejor, claro.
—Pues ahí tienes la respuesta. Estamos hablando de la vida de nuestro bebé. No sería una gran ganga si resulta que tiene fallos de tensión por haber sufrido algún accidente anterior.
—Ser policía es lo que te hace tan desconfiado, ¿no?
—Ya nací desconfiado. A lo mejor eso se lo debo a mi padre. Pero así veo yo las cosas.
Volvió a sumirse en sus agitados pensamientos. En la intención de Amis Smallbone de robar en la habitación de Gaia. «Bueno, buena suerte, guapo». Nadie iba a poder superar la vigilancia de los gorilas que protegían su suite. Se lo había notificado al superintendente jefe Barrington, y habían aumentado el número de agentes de guardia como protección suplementaria.
Entonces la mente se le fue a Myles Royce. Al menos ya tenían un nombre. Pero no podía quitarse una cosa de la cabeza. Royce era fan de Gaia. Y ahora Gaia estaba en Brighton.
Alguien había intentado matarla en Los Ángeles.
Había recibido amenazas de muerte procedentes de una cuenta anónima de correo electrónico.
La policía de Los Ángeles tenía al sospechoso en custodia. Estaban convencidos de haber atrapado al culpable.
¿Estaba dándole demasiada importancia al hecho de que Royce fuera fan de Gaia?
Toda investigación importante era un rompecabezas de una gran complejidad. Miles de piezas que había que encajar minuciosamente. Solo que, cuando el rompecabezas quedaba completo, la imagen resultante nunca era la de una cara sonriente. Solo la triste satisfacción de saber que la víctima había obtenido justicia, y posiblemente cierta sensación de conclusión para la familia.
Siempre, claro, que consiguieran que el culpable fuera condenado.
—Esta noche han dado en la tele un documental sobre Gaia —murmuró Cleo de pronto.
—¿Ah, sí? ¿Y lo has visto?
—A mí no me va demasiado, pero lo he grabado, por si te servía de ayuda.
—Gracias —dijo él—. Lo veré mañana. Eres un ángel.
—Lo sé —respondió Cleo—. ¡No lo olvides nunca, superintendente!
Él la besó, y poco a poco se sumió en un sueño agitado.