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Drayton Wheeler estaba tendido en el suelo, hecho un ovillo, escuchando la obertura de Las bodas de Figaro en su iPod. La música de Mozart era lo que le había ayudado a soportar toda la mierda de su vida. Mozart le llevaba al séptimo cielo. Cuando le llegara la hora, no quería que ningún cura de pacotilla le cogiera la mano; quería estar solo, escuchando aquello.

Miró el reloj, mientras masticaba el bocadillo de queso que había sacado de su alijo de provisiones. Medianoche. Ahora ya sería seguro colocarse en posición; había calculado los turnos de los guardias durante la noche.

Acabó de comer, apagó el iPod y bebió un poco de agua. Sacó la palanca de hierro para neumáticos de su mochila y volvió a meterlo todo dentro, salvo la linterna; luego se puso en pie y se la echó a la espalda, sacudiendo las piernas para suavizar las agujetas. Luego orinó en una esquina.

Cuando acabó, abrió la pesada puerta lentamente y salió, mirando en ambas direcciones. Todo estaba oscuro. No había nadie. Con la palanca en la mano derecha y la linterna encendida en la izquierda, avanzó por el pasillo, dejando atrás viejas tuberías, una manguera de incendios y tres vetustas sillas antiguas con el asiento de mimbre roto. Sintió los nervios. Estaba ya muy cerca. Tenía que conseguirlo. Tenía que hacerlo. Apagó la linterna, aguantó la respiración y, consciente de que habría guardias de seguridad rondando por encima, subió las escaleras poco a poco y a oscuras hasta llegar a la portezuela.

Oyó ruido de pasos.

Mierda.

Se agazapó, sintiendo que el corazón le latía con fuerza y el pulso en la base de la muñeca, como si hubiera allí un bicho intentando salir. Agarró la palanca de hierro con fuerza.

Pisadas de zapatos con suela de goma. El sonido de un manojo de llaves entrechocando. Alguien que silbaba la música de El tercer hombre. El silbido de alguien que estaba nervioso. Silbaba mal, saltándose varias notas. ¿Sería que aquel lugar ponía nervioso al guardia de noche?

«No bajes aquí».

Aliviado, oyó que los pasos se perdían en la distancia hasta desaparecer. Pero se quedó agazapado unos segundos más, escuchando. A apenas veinte pasos de allí, por una zona en la que no había sensores, llegaría a la puerta que daba a las escaleras que subían hasta el apartamento abandonado bajo la cúpula. Corrió el pestillo, abrió la portezuela y salió al pasillo, aguantando la respiración. Escuchando atentamente. Silencio total. Cerró la puerta y volvió a colocar el pestillo en su sitio, encendió la linterna un momento para recoger sus cosas y se puso de nuevo en marcha. Caminó de puntillas, pasando junto a un cartel que decía LAVABOS, abrió la puerta, entró y la cerró tras él.

Luego encendió la linterna y, guiándose con el haz de luz, ascendió por la larga y angosta escalera de caracol con viejas barandillas, haciendo una pausa para recobrar el aliento a medio camino. A su alrededor, el baile de sombras era incesante. Probablemente aquel lugar estaría lleno de fantasmas. Bueno, a él le daba igual: muy pronto él también lo sería. Los muertos nunca le habían molestado. No eran tan rastreros como algunos de los vivos.

Llegó a lo alto y entró en el viejo apartamento abandonado bajo la cúpula. Había una puerta apoyada contra la pared y sábanas protectoras sobre formas irregulares y angulosas. Un horrible papel de pared moteado, ventanales ovalados polvorientos con vistas a las farolas del exterior, sombras y un brillo anaranjado procedente de las luces de la ciudad, y la gran superficie del mar. Un ratón —o una rata— salió corriendo de allí, rascando con las patas los tablones sin barnizar. El aire olía a polvo y humedad.

Estaba cansado. El café del termo se había enfriado. Le habría gustado estirarse en el suelo y dormir, pero no se atrevía. Amanecería dentro de unas horas. Tenía que ponerse en posición, protegido por la oscuridad. Atravesó con precaución la sala circular, pasó por la trampilla cerrada con dos pestillos y con un cartel encima con la inscripción PELIGRO. GRAN DESNIVEL. NO PISEN LA TRAMPILLA acompañada de la imagen en violeta de un hombre cayéndose. Bajó el haz de luz de su linterna, por si alguien levantaba la vista en su dirección, y pasó por una puerta que daba a lo que había sido otro dormitorio, donde también estaba todo tapado con sábanas. Enfrente vio una pared cubierta con grafitos. Uno, con una caligrafía muy artificiosa, decía: «J Cook, 1920». Había un búho dibujado. Y un escudo. Otra inscripción decía: «RB 1906».

A la izquierda había una portezuela no mucho mayor que la de un montacargas. Se arrodilló, corrió los pestillos y la abrió. Le envolvió el fresco aire de la noche y Wheeler lo aspiró con ansiedad, hasta llenar los pulmones, disfrutando de la sensación, después de haber tenido que respirar el aire viciado del interior del edificio. Pasó la mochila por la portezuela, y luego salió él, se puso en pie y cerró con cuidado.

Se encontraba en una estrecha plataforma con barandilla, con el viento golpeándole. Muy por debajo, justo delante, se extendía la oscura mancha de los jardines del Pavilion, y las sombras de las caravanas de los actores y los camiones de producción. A la luz de las farolas de la calle y por entre las ramas de los árboles, que se agitaban al viento, veía el Theatre Royal y los restaurantes, las tiendas y las oficinas de New Road y, más allá, las azoteas oscuras e irregulares de la ciudad dormida.

A su alrededor, en el tejado, se levantaban torretas, minaretes, grupos de chimeneas y una red de pasarelas y escaleras de metal fijadas a las paredes. Había suficiente luz ambiental para ver por dónde iba sin tener que usar la linterna. Se puso en marcha, caminando por una plataforma de acero entre dos aleros de pizarra con tragaluces a un lado, agarrándose con cuidado a la barandilla. Había memorizado los planos, pero, aun así, ahora que estaba allí arriba, le costaba orientarse. Por debajo se oía el murmullo del tráfico. Luego el aullido distante de una sirena de policía le hizo detenerse por un momento, presa del pánico.

Pero pasó de largo y se hizo cada vez más tenue.

La cúpula que había sobre el salón de banquetes, que era donde quería llegar, estaba justo enfrente. Recorrió una pasarela más, luego trepó por una corta escalera de metal y se subió a otra pasarela. La fatiga iba desapareciendo y empezaba a sentirse realmente bien. ¡Invencible!

«Sí, aunque camine solo por entre las sombras del valle de la Muerte, no temeré. Porque soy el cabrón hijo de puta más chungo del valle. ¡Vaya si no! Nadie se mete con Drayton Wheeler. ¡Nadie se mete con el cabrón hijo de puta más chungo del valle!».

Una escalera más. La mochila se ladeó a su derecha, tirando de él, pero aguantó la acometida. ¡Tres puntos de agarre en la escalera en todo momento! Esa era la regla que había que recordar. Una mano y dos piernas, o dos manos y una pierna.

Trepó a la estrecha plataforma y se encontró justo frente a la superficie curva de la cúpula, que se elevaba hacia el cielo, majestuosa, empinada como una montaña.

Encendió la linterna unos segundos, vio la minúscula trampilla de inspección y apagó la luz de nuevo. Abrió la trampilla, volvió a pasar la mochila por delante y luego la atravesó a rastras, yendo a parar al primer par de escalones de una escalera de madera, envuelto en una oscuridad total. Volvió a encender la linterna y cerró la trampilla tras él. Todo el cuerpo le palpitaba. Casi no podía respirar de la emoción.

«¡Oh, sí, cariño, sí!».

Ahora ya podía encender la linterna sin preocuparse. Se arrastró hacia delante, subiendo unos escalones más, hasta llegar a otra plataforma de madera. El interior de la cúpula era como una copia del exterior, como una segunda piel. El exterior era de piedra tallada, pero la estructura interior estaba hecha de placas de madera, como una escalera cóncava.

No tenía sentido trepar ahora; lo sabía por su exploración previa, porque la inclinación aumentaba cuanto más arriba. Estaría más cómodo si se quedaba allí, en aquella plataforma.

Si la producción se ajustaba al horario, al día siguiente, después de que el Royal Pavilion se cerrara al público, Brooker Brody Productions empezaría a grabar una de las escenas clave de la película. De su película. El rey Jorge IV y la señora Fitzherbert sentados a la mesa de banquetes, justo debajo de la enorme lámpara de araña que tan nervioso ponía a su majestad.

Los soportes que sostenían la lámpara estaban justo por encima de él. A dos minutos trepando. Dese lo alto podía mirar abajo, a través de una minúscula fisura por encima de la lámpara, desde donde vería casi toda la sala.

Con suerte, si calculaba bien el momento, Gaia Lafayette y Judd Halpern quedarían hechos papilla.

Y eso pondría fin a la ridícula parodia que Brooker Brody Productions había introducido en el guion, en el que Maria Fitzherbert se suicidaba después de que la dejara el rey.

Era mucho mejor que muriera así.