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Drayton Wheeler bajó las escaleras del autocar. Le recibió un sol radiante de junio. Estaba sudando profusamente y la peluca le picaba más y más. Un joven que llevaba un chaleco amarillo sobre la camiseta y unos vaqueros rotos daba instrucciones por un megáfono.
—¡Todos los extras pasen al punto de reunión, frente a la entrada del Pavilion!
A ambos lados de la calle había camiones de producción, y gruesos cables por todas partes. Habían montado la cámara sobre una plataforma dispuesta sobre largos raíles que atravesaban el jardín, e hileras de focos instalados en lo alto; operadores de cámara y técnicos de iluminación trabajaban a toda prisa, corriendo de un lado a otro. El director de fotografía estaba de pie cerca de la cámara, haciendo mediciones de luz y dando instrucciones a su equipo. A la izquierda, sobre una zona asfaltada frente a la cúpula, había un grupo de caravanas enormes con avances. Era fácil distinguir la de Gaia, pues tenía el tamaño de una casa, y la de Judd Halpern, solo un poco menor, aparcada a su lado. De ambas salían cables de tensión y tuberías de agua. Tras un cordón de seguridad vigilado por varios guardias de seguridad se concentraba una enorme multitud de mirones.
Habían acudido a presenciar la grabación de escenas de su creación, que Brooker Brody Productions le había robado.
Pero iban a lamentarlo, vaya si iban a lamentarlo.
El joven, tercer o cuarto asistente del director, seguía dando instrucciones a voz en grito.
Drayton frunció el ceño. Siguió la fila de extras, todos vestidos con los mismos disfraces incómodos y sudando la gota gorda.
Una joven de nariz aguileña con el cabello recogido en una coleta mal hecha fue corriendo hasta él. Llevaba unos auriculares con micrófono en la cabeza.
—Perdone —dijo, extendiendo la mano—. No puede llevar esa mochila.
—¡Es que soy diabético! —replicó—. Llevo mi medicación.
—Yo se la guardaré. Si necesita algo, usted dígamelo; yo estaré por aquí —dijo, agarrando la mochila con firmeza.
—No voy a perder esto de vista, jovencita. ¿Vale?
—¡No, no vale! ¡En 1810 la gente no llevaba mochilas!
—¿Ah, sí? —respondió Wheeler, señalando hacia el edificio—. ¿Ve ese edificio?
—¿El Pavilion?
—Ajá. ¿Me está diciendo que en 1810 no había mochilas?
—¡Exacto!
—Bueno, pues déjeme que yo le diga algo. El maldito Royal Pavilion tampoco existía en 1810.
—Bueno —dijo ella, sonriendo, sin inmutarse—, esto es una película: hay que tener un poco de manga ancha, y nos tomamos alguna licencia con las fechas.
—Sí, bueno —dijo él, agarrando su mochila con fuerza—. Eso es lo que estoy haciendo yo también. Tomarme alguna licencia. Así que váyase a la mierda.
Se quedaron mirándose a los ojos unos momentos.
—Vale —dijo ella por fin—. Enseguida vuelvo.
Wheeler se quedó mirando cómo se iba. Luego se abrió paso por entre la larga fila de extras vestidos de época que tenía delante hasta llegar a la entrada principal del Pavilion. Un guardia de seguridad le salió al paso.
—Lo siento, señor, solo se permite el paso con entrada.
—Tengo que usar el lavabo —dijo Drayton.
El guardia señaló hacia la izquierda, en dirección al camión del cátering y las caravanas.
—Los lavabos para los extras están por ahí, señor.
Él señaló su mochila.
—La asistente del director me dijo que podía dejar la mochila dentro. Es que soy diabético, ¿sabe? Dijo que podía dejarla en el almacén, donde están las sillas de ruedas. Necesito pincharme insulina.
El guardia frunció el ceño. Luego, en un gesto de complicidad, accedió:
—De acuerdo, pero vaya rápido.
Wheeler le dio las gracias y entró a toda prisa. El pasillo estaba desierto. Pasó junto a la portezuela ocre en lo alto de la escalera de piedra que llevaba al sótano del edificio y miró alrededor. No había nadie a la vista. Corrió el pestillo, como había hecho anteriormente, cerró la portezuela tras él, bajó los escalones y recorrió el pasillo subterráneo con el suelo de ladrillo. Paró junto a la vieja puerta verde con el cartel amarillo y negro que decía PELIGRO. ALTO VOLTAJE, y la abrió. Entró, sintió aquel olor familiar a humedad y cerró la puerta tras él.
Entonces encendió la linterna. Echó un vistazo al panel de fusibles y diferenciales y a las tuberías, que parecían cubiertas de amianto. Hasta que se encontró con un par de brillantes ojos rojos.
Una rata del tamaño de un gato pequeño. El animal se escabulló a la carrera.
—¡Joder!
Recorrió todo el lugar con la linterna, repasando hasta el último rincón. Escuchando el murmullo y el tictac del cuadro eléctrico. Hacía más calor incluso que antes. Volvió a iluminar con la linterna todo el espacio. Odiaba las ratas. Odiaba las arañas. Odiaba los espacios cerrados.
Al cabo de seis meses, su cuerpo estaría en un espacio cerrado. Un ataúd.
Sonrió.
Iba a echarse su última risa, desde luego. Eso no se lo iba a quitar nadie.
En su testamento había dejado instrucciones de que tiraran sus cenizas por el retrete de las oficinas de Brooker Brody Productions, en los Estudios Universal.
Mientras se quitaba aquella horrible peluca y se desembarazaba del resto del disfraz, deseó que hubiera otra vida en el más allá, para que pudiera presenciar la escena.
En particular le gustaría ver la cara de aquella zorra, su exmujer, cuando se enterara.
Abrió la mochila y empezó a sacar su ropa de calle y sus provisiones. Desde luego aquel no era el mejor lugar del mundo para pasar las veinticuatro horas siguientes, y no había servicio de habitaciones. Pero comparado con el ataúd que le esperaba seis meses más tarde, era como una suite en el Ritz Carlton.