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Aquella mujer de las narices ya estaba dándole la lata de nuevo. Últimamente, Angela McNeill encontraba siempre una excusa para meterse en el despacho de Eric Whiteley casi cada día a la hora del almuerzo, con un pretexto u otro. Él intentaba hacer caso omiso, pero Angela no era de las personas que se daban por aludidas.

Ese día tenía en la mano un fajo de informes anuales de la Stonery Farm que le había devuelto una tal Emily Curtis, inspectora de Finanzas de la Policía de Sussex, para archivarlos de nuevo en su sitio. Eric sabía que eso no era en absoluto urgente; podía haberlo hecho en cualquier momento, pero ella había escogido su hora del almuerzo. Deliberadamente.

Angela McNeill se quedó allí de pie, frente a él, observando su bocadillo de atún y mayonesa, su chocolatina Twix y la botella de agua con gas.

—Vaya, Eric Whiteley, parece que eres un hombre de costumbres fijas, ¿no?

Él intentó concentrarse en la lectura del Argus, que tenía abierto delante. Habían impreso el horario completo de producción de la película, para que la gente supiera dónde podían ir a mirar. Aún solicitaban más extras para algunas escenas de multitudes.

No le habían pedido que se presentara esa mañana, pero, por supuesto, no podía, ese día no, ni ningún otro día laborable, a menos que tuviera fiesta. Y no iba a tener vacaciones hasta septiembre.

—Siempre almuerzas exactamente lo mismo.

Eric no estaba seguro de si aquello era una pregunta o un simple comentario. En cualquier caso, le daba igual. Aquello no era de su incumbencia. No le gustaba su voz, no tenía ningún encanto, era llana y monótona. Tampoco le gustaba su olor. Llevaba un perfume que parecía un ambientador para inodoros. Y odiaba la manera que tenía de quedarse allí delante, de pie, mirándole mientras comía, como si fuera un animalillo del zoo. Era el tipo de mujer que todo marido acababa queriendo asesinar, estaba seguro.

—Es lo que me gusta —murmuró, sin levantar la vista, y se dio cuenta de que había releído la misma frase tres veces.

—Es importante controlar la dieta, ¿sabes? El pescado lleva mucho mercurio. Es malo tomar demasiado pescado.

—Debe de ser que me gusta porque soy algo escurridizo, como los peces.

—Oooh, parece que tienes un humor algo negro, ¿no? Ya lo veo.

Eric deseó haber mantenido la boca cerrada. Luego rezó en silencio para que si, en algún momento de su vida, tenía la mala suerte de quedarse encerrado en un ascensor con alguien, no fuera con ella.

Sonó el teléfono.

«Salvado por la campana», pensó.

Era la recepcionista. Tenía un tono de voz extraño.

—Eric, hay aquí un caballero y una señorita que querrían hablar contigo, en la sala de reuniones.

—¿De verdad? ¿De qué? Hoy no tengo ninguna cita.

De hecho, raramente tenía citas. La mayor parte del tiempo trabajaba solo, procesando cifras; los que trataban con los clientes eran otros empleados. Las únicas reuniones que tenía eran los encuentros periódicos con el Departamento de Hacienda y Aduanas, cuando inspeccionaban las cuentas de los clientes, y cuando hacía auditorías.

—Son agentes de policía: investigadores. Están interrogando a todos los trabajadores de la empresa.

—Ah. —Frunció el ceño—. ¿Bajo?

—Ahora mismo, si puedes, por favor.

—Sí, muy bien. —Se levantó y se puso la chaqueta—. Lo siento —le dijo a Angela McNeill—. Yo… tengo una visita. Tengo que ir a la sala de reuniones.

—¿No vas a acabarte antes el almuerzo?

—Me lo tomaré luego.

—¿Quieres que te ponga el bocadillo en la nevera? No deberías dejarlo ahí fuera; podrías coger salmonelosis.

—Un poco de salmonela quedará estupenda con el atún —dijo él, saliendo de la habitación a toda prisa y dejando a Angela riéndose de su broma.

Mientras recorría el pasillo se preguntó de qué podía tratarse. ¿Habrían encontrado la bicicleta que le habían robado dos años antes? No le parecía que fueran a interrogar a todos los trabajadores de la empresa por eso.

Entró en la pequeña sala de reuniones, con su mesa para ocho personas, luciendo una sonrisa desenfadada, pero algo nervioso. Había allí un hombre alto y negro, vestido con un traje llamativo y una corbata que aún lo era más. A su lado había una mujer de aspecto bastante normal, de treinta y pico años, con el cabello castaño revuelto, una blusa blanca, pantalones negros y unos zapatos negros funcionales.

—Buenas tardes —saludó. Sentía las gotas de sudor en la frente. La policía siempre le producía aquel efecto.

El policía se le quedó mirando los pies por un momento.

—¿Eric Whiteley? —El hombre sacó una orden que autorizaba el interrogatorio—. Soy Glenn Branson, inspector en funciones, y esta es mi colega, la sargento Moy. Gracias por dedicarnos un momento.

Eric se quedó mirando la orden porque le parecía que era lo que tenía que hacer; para que pareciera que se tomaba en serio aquella reunión. Luego ofreció asiento a los visitantes:

—Por favor, siéntense. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

—Gracias —dijo el inspector en funciones—. Ya se han ocupado de eso.

—Bien —dijo Eric—. Bueno, me alegro.

Observó un rápido intercambio de miradas entre los dos policías. Estaban sentados uno a cada lado de la mesa, de espaldas a la ventana, desde donde se veían los jardines del Pavilion, y él estaba justo enfrente. Inmediatamente se dio cuenta de que aquella era la peor posición, porque la intensa luz de la tarde entraba justo por detrás de ellos, con lo que no podía verles bien la cara.

Se sentía intimidado. Era como sentarse frente a dos abusones en el colegio.

—Uhm… No creo que hayan venido por lo de mi bicicleta, ¿no?

Ambos le miraron extrañados.

—¿Su bicicleta? —dijo la mujer.

—Me la robaron aquí delante…, hace ya mucho tiempo. Los muy cerdos cortaron el candado.

—No, lo siento —dijo Branson—. De eso se encarga la policía local o el Departamento de Investigación Criminal. Nosotros somos de la División de Delitos Graves.

—Ah. —Eric asintió.

El inspector le miraba muy fijamente, a los ojos, y eso le hacía sentir aún más incómodo. Como si en cualquier momento fuera a decir: «¡Afi! ¡Aburrido, feo e inútil!». Pero en lugar de eso dijo:

—Señor Whiteley, estamos investigando el asesinato de un cuerpo aún por identificar. El torso hallado en…

—¿La Stonery Farm? —le interrumpió Eric.

—Sí —dijo Bella.

—Correcto —confirmó Branson—. También se han hallado miembros pertenecientes al mismo cuerpo en el lago de pesca de la West Sussex Piscatorial Society, cerca de Henfield.

Eric asintió.

—Sí, sí —dijo Eric—. ¡Ya pensaba que al final vendrían a hablar conmigo! —Soltó una risita nerviosa, pero ninguno de los dos policías sonrió.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí, señor Whiteley? —preguntó Branson.

Se quedó pensando un momento.

—¿En Feline Bradley-Hamilton? Veintidós años. Bueno, serán veintitrés en noviembre.

—¿Y cuál es exactamente su función?

—Sobre todo hago auditorías.

El policía no dejaba de mirarle, sin parpadear.

—¿Este año ha llevado a cabo las auditorías de la Stonery Farm y de la West Sussex Piscatorial Society?

—Sí, pollo y pescado, el menú completo —bromeó, con una risita nerviosa.

Ninguno de los dos sonrió, lo que le puso aún más nervioso.

—Ya veo —respondió Branson, sin variar el tono de voz—. ¿Podría decirnos cuánto tiempo lleva auditando esas dos empresas?

Whiteley se quedó pensando unos momentos.

—Bueno, varios años. —Bajó la vista. Se sentía cada vez más intimidado—. Sí, al menos diez. Puedo comprobarlo, si lo desean. ¡En la Stonery Farm, las gallinas me tienen más que visto! —Volvió a soltar otra risita, y se encontró de nuevo con unas miradas gélidas.

—Estamos investigando un asesinato, señor Whiteley —dijo Branson—. Me temo que no compartimos su visión humorística del caso. ¿Ha estado alguna vez en el recinto de la Stonery Farm, señor Whiteley?

—Cada año. Hago parte del trabajo a domicilio.

—¿Y ha estado alguna vez en el lago de la West Sussex Piscatorial Society?

—Solo una vez, para familiarizarme con la ubicación: es el principal activo del club. Pero las cuentas de la auditoría las hago desde aquí: no tienen demasiada complicación.

—¿Le acompaña alguien más, cuando audita la Stonery Farm?

Sacudió la cabeza.

—No. Me llevo muy bien con el señor Winter, el propietario; en realidad es un trabajo para una sola persona. —Tenía las axilas empapadas. Estaba sudando profusamente y no les veía bien la cara. Quería volver a su despacho, a su soledad, a su almuerzo y a su periódico—. Ese asesinato es algo terrible —prosiguió—. Quiero decir que eso podría tener un impacto terrible en el negocio de la Stonery Farm. O sea… ¿Quién va a querer ahora huevos de corral de unas gallinas que se han alimentado junto a un cadáver? Yo no creo que los quisiera.

—¿Y peces que se hayan alimentado de un lago donde se han hallado restos humanos? —preguntó la policía.

Whiteley asintió.

—Sí, es algo macabro. —Volvió a soltar una risita nerviosa, y luego miró las dos caras que lo observaban. Los dos abusones. Dos abusones muy serios—. Yo vigilo mucho lo que me llevo a la boca. Lo que como. Mi cuerpo es mi templo.

Kramer contra Kramer —dijo Branson.

—¿Perdón?

—Dustin Hoffman decía eso mismo en esa película.

—Ah, sí.

Se produjo un breve silencio, que a Whiteley le resultó cada vez más incómodo. Los dos policías se lo quedaron mirando como si fuera un libro que estuvieran leyendo. Whiteley se aclaró la garganta y dijo:

—Hum… Y… ¿en qué creen que podría…, ya saben…, ayudarles en su investigación? —dijo, y se le escapó otra risita nerviosa.

—Bueno —dijo Branson—. Quizá nos fuera de ayuda que dejara de encontrar esto tan gracioso, señor Whiteley.

—Lo siento. —Eric se pasó los dedos por los labios—. ¡Cremallera!

Se produjo otro largo silencio. Sentía la mirada de los dos policías. Sus ojos, llenos de preguntas no formuladas. Se agitó en la silla. Tenía hambre. Deseaba haberse comido su bocadillo. Y el Twix. Pero al mismo tiempo tenía el estómago agitado. Echó un vistazo a su reloj. Se estaba acabando la hora del almuerzo. Quedaban dos minutos.

—¿Tiene que coger algún autobús? —preguntó Branson—. ¿O un tren?

—Lo siento, no le sigo.

—No deja de mirar su reloj.

—Sí, bueno, estoy algo preocupado por la salmonela. Ya sabe, hay que tener cuidado si se deja un bocadillo a la intemperie.

Una vez más vio que los dos policías intercambiaban una mirada. Como si fuera un código secreto.

Como abusones de colegio.

Branson le miró de nuevo a los ojos, fijamente.

—¿Le dice algo el nombre de Myles Royce?

No le gustaba la mirada acosadora del policía, y bajó la mirada a la mesa.

—¿Myles Royce? No, no creo. ¿Por qué?

—¿No lo cree? —preguntó Branson—. ¿No lo cree o está seguro de que no?

Los modos del inspector le estaban poniendo nervioso. Sentía que se ruborizaba de nuevo, que se le calentaba la cara. Quería salir de aquella sala y volver al santuario de su despacho.

—¿Hasta qué punto se puede estar seguro de nada en la vida? —respondió Eric, con la vista fija en la mesa—. No quiero darles una respuesta errónea. Esta empresa trata con montones de clientes, y cada uno de ellos, a su vez, tiene un montón de empleados. Ese nombre no me dice nada ahora mismo, pero no puedo garantizarle que no haya conocido a alguien que se llame así. No querría que se me acusara de darles una información errónea.

—No lo he entendido bien —dijo Branson, hablando muy despacio y con firmeza—. ¿Me está diciendo que no ha tratado nunca con nadie llamado Myles Royce? ¿Myles Terrence Royce?

Eric cerró los ojos unos momentos. Estaba temblando. Entonces levantó la vista y fijó la mirada en Branson, desafiante:

—No trataré con abusones. ¿Ha quedado claro?